Cuando llegó, la habitación estaba tan abarrotada de personas que parecía imposible moverse.
Jack Kirkland la saludó con la mano, pero estaba absorto en una conversación con Greg Dyke, y una pareja de la agencia de publicidad la saludó pero enseguida se alejó. Entonces oyó una voz conocida.
– Martha. Hola. Me alegro de verte. Estás guapísima.
Era Nick Marshall. Había coincidido con él un par de veces, pero nunca habían hablado más de un par de minutos. Como ella, siempre iba con prisas. A Martha le había gustado lo que había visto.
– Menudo día -dijo Martha-. Habéis hecho un trabajo estupendo para nosotros. Para ellos -se apresuró a corregir.
– Martha, querida, hola. -Gideon Keeble le dio un abrazo enorme-. Por Dios, qué guapa estás. Esta sala está llena de bellezas. Los pobres machos no podemos hacer más que mirar y desearos.
– Gideon, dices muchas tonterías, pero son tonterías muy agradables. Gracias.
– Gideon. -Era Marcus, resoplando ligeramente, con la cara rosada por el champán y el calor-. Quentin Letts del Mall quiere hablar contigo. ¿Puedes?
– Qué remedio. Martha, querida, nos vemos luego. Marcus, quédate con esta hermosa mujer y cuídamela.
– Lo haré -dijo Marcus-. Pero tengo malas noticias. Hemos perdido a uno de nuestros más fervientes simpatizantes, de los páramos de Suffolk; un infarto, pobre. Tendrá que retirarse.
– Oh -dijo Martha-, te refieres a Norman Brampton.
– Sí, Norman. ¿Le conoces?
– Mis padres viven en su distrito. Prácticamente me senté en sus rodillas. Mi padre, ya te lo habré dicho, es el vicario, y le conoce muy bien.
– Ya.
Hubo un largo silencio y Marcus se quedó mirándola.
– Marcus, ¿qué pasa? ¿Tengo espinacas en los dientes o qué?
– No, no, es que estaba pensando… ¿Puedo pedirte que hables con un par de trabajadores de la circunscripción? Están un poco perdidos, y no quiero que piensen que no nos preocupamos por ellos.
– Por supuesto que no me importa -dijo Martha.
Chad, que tiró de ella por el brazo, la ayudó a salir del paso.
– ¿Podemos hablar un rato después?
– ¿Podría ser ahora? Tengo que marcharme pronto.
– ¿Y eso por qué?
– Digamos que tengo que retorcer algún brazo. Cosas de los clientes. Lo siento, Chad, pero es muy importante.
– ¿No paras nunca? Deberías tener otro trabajo, uno que te permita un poco de tiempo libre. Nos encantaría tenerte a bordo. Queremos que te presentes por una circunscripción. Piénsatelo.
– Ya lo he pensado. De hecho ya he terminado de pensarlo. Lo siento. Mira, tengo que irme. De vuelta al trabajo diurno. O mejor dicho nocturno.
Levantó la cabeza para darle un beso y, por encima de su hombro, vio la sala como si acabara de llegar, vio a la gente que la llenaba como si no la hubiera visto antes: poderosa, brillante, todos metidos en asuntos importantes, realmente importantes, algo de lo que ya se sentía parte, y sintió que alguna cosa cambiaba en su cabeza. Y él lo notó, avezado estratega siempre, e insistió.
– Oye, ¿podríamos quedar mañana? ¿Para desayunar tarde quizá?
– Sí, quizá sí -dijo ella lentamente.
Él le dio un beso rápido.
– Bien. En Joe Allen's a las once, ¿eh?
– Bien.
Se alejó. Martha hizo como si no viera a Marcus gesticulando hacia ella desde el otro extremo de la sala, porque no podía retrasarse más.
No tenía ni idea de que lo que quería era presentarle a la novia de Nick Marshall, que era periodista en el Sketch. O que la novia estuviera en la fiesta o que Jocasta Forbes se moviera en la misma órbita que ella.
Jeremy trabajó hasta tarde la noche de la presentación. Clio vio la noticia en la tele, intentando distraerse, viendo cómo les entrevistaban hasta el aburrimiento. Envidiaba a la mujer, ¿cómo se llamaba? Frean. Janet Frean. Su marido no le había dicho que dejara de trabajar cuando tuvo un hijo. Tenía cinco, por Dios. Hasta Clio pensaba que eso era ir un poco demasiado lejos. Sus hijos no debían recibir mucha atención materna. Pero al menos tenía hijos.
La entrevista con Janet Frean acabó y Clio se levantó para prepararse una taza de té. La atacó una nueva oleada de depresión. Aquella mañana le había venido la regla y el dolor era peor que nunca. Jeremy todavía no lo sabía. Aquello era una pesadilla: tenía que decírselo, no tenía más remedio. Pero ¿cómo iba a hacerlo? ¿Ahora? Cuando cada mes, cada regla, lo empeoraban. Lo empeoraban y lo hacían más imposible. ¿Por qué no lo había hecho antes, por Dios santo?
Pero por ese camino no llegarás a ninguna parte, Clio. No se lo has dicho. Y ahora era demasiado tarde. Al menos era imposible que nadie lo supiera. Excepto el ginecólogo, claro. Todos los ginecólogos.
Suerte que existía la ética médica.
Jocasta fue a cenar con Gideon Keeble. En Langans. Por supuesto no ella sola. Con una docena de personas más. Sólo que entre ellas no estaba Nick. Y ella se sentó al lado de Gideon.
Chad estaba, y su señora. No la conocía, sólo la había visto en revistas del corazón. Abigail Lawrence. Alta, morena, hermosa, muy elegante, muy compuesta.
Marcus estaba, con su esposa, una mujer bonita y llena de vida, que estaba claro que le adoraba. Jack Kirkland se quedó sólo a tomar una copa. Parecía agotado.
– ¿Existe una señora Kirkland? -preguntó Jocasta a Gideon.
– Ya no, por desgracia -dijo él-. Era una mujer inteligente, se conocieron en Cambridge. Dijo que no podía competir con su amante…
– ¿Su amante?
– Sí. De hecho, ha habido dos. Primero el Partido Laborista, y ahora el Progresista de Centro.
Jackie Bragg estaba con su nuevo marido, mucho mayor que ella. Era su asesor financiero.
– Le gustó tanto la empresa que se casó con ella -le comentó Gideon riendo-, y ahora la trata como un tren de juguete.
– ¿Y tú qué, Gideon? -dijo ella-. ¿Tienes muchos juguetitos para entretenerte?
– Oh, un montón -respondió, sonriéndole-. Tengo mis coches…
Tenía una flota de coches antiguos de carreras que exhibía una vez al año para beneficencia.
– Me encantaría verlos -dijo ella, sinceramente-. Me encantan los coches antiguos. Mi abuelo tenía una colección maravillosa, pero mi padre los vendió todos. Una pena.
– Para mí no -dijo Gideon-. Le compré un par.
– ¿En serio? ¿Cuáles?
– El Phantom Rolls. Y el Allard. Fue una subasta maravillosa. No lograba entender cómo podía deshacerse de ellos tu padre. Esos coches tienen alma.
– Sí, bueno, a mi padre no le importa nada, excepto el dinero -dijo Jocasta-, y no reconocería un alma aunque tropezara con ella en la calle. Perdona, mi padre y yo no nos llevamos muy bien.
– Sí, eso me han dicho.
– ¿Quién? -dijo ella con curiosidad.
– Oh, algunas personas me han hablado de ti.
– ¿Y quién podría haberte hablado de mí?
– Yo les animé a hacerlo -dijo, y la cabeza y el corazón de Jocasta dieron un tumbo al unísono.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Me pareces muy interesante. Y guapa. Quería saber más de ti. Dime, ¿es cierto que tu hermano ha dejado a su inteligente mujer?
– No exactamente. Ella le ha echado. Y con razón.
– ¿Por qué con razón?
– Porque le pilló jugando fuera de casa más de la cuenta. Prefiero no hablar de eso si no te importa.
– Por supuesto. Perdóname. Venga, no estás comiendo nada. Seguro que tu madre te decía que había que acabarse toda la comida del plato.
– Mi madre jamás decía esas cosas. Comíamos casi siempre con la niñera. Pero la niñera sí lo decía. ¿Y tú qué? Te enseñaron a comer bien.