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– Crecí en un ambiente bastante abarrotado, en Dublín. Éramos nueve y comíamos en dos turnos. Eso me enseñó a comer con rapidez. Y a terminarme todo lo que había en el plato. Que no siempre era suficiente.

No parecía en absoluto amargado, ni buscar su compasión. Más bien feliz. Volvió a sonreírle.

– Tengo abandonada a mi querida amiga de la izquierda. Pero volveré contigo enseguida. Cómete la verdura.

Habían seguido así, con una serie de conversaciones breves y seductoras, y poco a poco la mesa se había vaciado hasta que quedaron ella, los Lawrence y los Denning. Y Gideon. Quien no dejó de repetir que era una lástima que Nick no estuviera con ellos, y que Jocasta debería llamarle otra vez. Ella mintió diciendo que lo había hecho cuando había ido al servicio.

– A lo mejor se ha fugado con Martha -dijo Marcus riendo-. Han desaparecido los dos al mismo tiempo.

– ¿Con Martha? ¿Qué Martha?

– Martha Hartley. Es un encanto de chica. Es abogada. Ha colaborado con nosotros. Y su empresa nos ha representado.

– ¿Martha Hartley trabaja para el Partido Progresista de Centro? -dijo Jocasta-. Qué curioso. La conocí hace tiempo. Mucho tiempo. Cuando éramos unas jovencitas. ¿Cómo ha acabado mezclada con vosotros?

– Su empresa nos representa -dijo Marcus-. Es encantadora. Muy inteligente y muy atractiva, además.

– ¿Y está… casada o algo?

– Que yo sepa, no. Como trabaja sin parar, al menos siete días a la semana, creo que sentiría mucha pena por él.

– Oh, Marcus, qué actitud más anticuada -exclamó Jocasta-. Las zapatillas y las camisas planchadas y a punto son historia. Te delata la edad.

– Entonces tendré que delatar la mía apoyando a Marcus -dijo Gideon, sonriéndole con los ojos-. Y ya que estás sentada junto a un viejo como yo, deberías ir con cuidado con lo que dices.

Ella se volvió a mirarle.

– Tú eres especial -dijo-. No puedo situarte en ninguna edad. Para mí no eres ni joven ni viejo. Eres… eres tú.

– Bueno -dijo él-. Me alegro de saberlo. Ha sonado muy bien, si se me permite decirlo.

La acompañó a casa porque dijo que no podía dejarla en un taxi de ninguna de las maneras.

Su coche era una maravilla, un Mercedes de antes de la guerra, negro reluciente, con ruedas de radios y estribo. Jocasta esperaba que tuviera chófer, pero no lo tenía. Gideon dijo que no le gustaba que le llevaran, que prefería conducir él mismo.

– Además, no le dejaría este coche a mucha gente.

Jocasta subió al vehículo y echó un vistazo.

– Es una preciosidad.

– Gracias. Bien, ¿adónde vamos?

– A Clapham, por favor.

Dios santo, era realmente asombroso. Sola con él en aquel coche increíble. Y cuando llegaran, ¿qué? ¿Debía invitarlo a subir? ¿Se le estaba insinuando o sólo era un hombre cortés que la acompañaba a casa? Por fin llegaron a su calle y se dio cuenta de que no habían hablado de él en ningún momento y se lo dijo.

– Oh -dijo-, prefiero hablar de ti.

– Gracias. Y también por acompañarme. Y por la cena, por supuesto. Yo… -vaciló. No, se lo preguntaría. ¿Qué mal había?-. ¿Quieres subir a tomar una copa?

– Oh, eso sería muy peligroso, ¿no te parece? No lo creo sensato en absoluto. Eres demasiado guapa y demasiado seductora para que pueda estar solo contigo en una habitación. A menos, claro, que algunas cosas fueran distintas. En cuyo caso no desearía otra cosa. Obviamente.

– Sí…, supongo que sí -dijo ella-. Sí. Pero… -Se calló y se quedó mirándole indefensa.

– En fin, es tarde y estás muy cansada. -Se inclinó y la besó muy ligeramente en los labios-. Vete. Que duermas bien. Y dile a Nick que creo que es el hombre más afortunado del mundo cristiano. Buenas noches y felices sueños.

Ella le observó alejarse por la calle en ese coche tan hermoso y deseó con fervor que siguiera a su lado.

A la mañana siguiente se sentía fatal; no sólo por la resaca, sino por la culpabilidad. Al menos debería habérselo dicho a Nick. Debería haberle llamado. Él sin duda la habría llamado. Seguramente un montón de veces. Se preparó un té flojo, se recostó en los almohadones y se obligó a escuchar los mensajes.

«¡Jocasta! Hola, cielo, ¿dónde estás? Estoy en sala de prensa. Esperaré hasta que me llames.»

Vale. Ése era el primero.

«Señora Cocinera, hola. Me voy al Shepherds. Chris ha reservado una mesa grande. Ven a cenar con nosotros.»

Dos.

«Jocasta, ¿dónde te has metido? Son las once y estoy en el Shepherds. Llámame.»

Tres.

«Jocasta, llámame. Por favor. No sé dónde estás, pero estoy preocupado por ti.»

Cuatro.

«Jocasta, es casi la una. Me voy a casa. Me han dicho que te has ido con Gideon y otra gente. Gracias por decírmelo. Tal vez quieras llamarme mañana.»

Eso había estado muy mal. Dejar que se preocupara por ella. Debería haberle llamado.

Insegura, casi nerviosa, marcó el número de Nick. Por suerte salió el contestador.

«Hola, Nick, soy yo. Estoy bien y siento lo de anoche. Me entretuve en la cena de Gideon y él me dijo que te dejarían un mensaje. Es evidente que no lo hicieron. Siento que te preocuparas. Estuve bien. Ya hablaremos.»

Eso podría…, sólo podría, resultar. Podría creérselo. Y si no…, mala suerte. Los dos podían jugar al no compromiso.

– No -repetía Martha-. No, no, no.

– ¿Pero por qué no?

– Bueno, no podría hacerlo. Ésa es la razón principal. Y no tengo tiempo.

Se quedó mirándoles. Cuando llegó al Joe Allen's, Marcus también estaba. Eso la sorprendió mucho.

– Ser parlamentaria no te roba tanto tiempo -le dijo Chad-, sobre todo si no estás en el gobierno.

– ¡Oh, Chad, por favor! Ahora ya trabajo seis días a la semana. Anoche trabajé hasta la madrugada.

– Entonces podrías reducirlo a cinco días. O trabajar sólo en la circunscripción.

– No quiero trabajar a nivel local. Me gusta lo que hago.

– ¿En serio? -preguntó Marcus-. El otro día me dijiste que empezabas a desenamorarte del trabajo.

– Lo sé. Pero no lo decía en serio.

Se sentía como si estuviera cayendo por un profundo agujero. Sentía pánico, terror.

– Mira, Martha, saldrías elegida seguro -dijo Chad-. Eres una candidata de ensueño. De la zona, de familia muy conocida, joven, dinámica…

– Mujer -añadió Marcus.

– Bien pensado.

– ¿Esto es lo que llamáis un lanzamiento relámpago?

– Lo es. Pero como somos un partido nuevo y limpio como una patena, no puede parecer que hacemos algo tan manipulador. Insistiremos en que eres una más de una larga lista, una lista muy igualada. Aunque evidentemente no será así.

Chad volvió a sonreírle.

– ¿Qué te parece?

– Ya os he dicho mil veces que no es lo que quiero. No lo entiendo, Norman Brampton es conservador.

– Pero desilusionado. Ya ha firmado el documento de nuevas políticas, y ha convencido a un buen porcentaje de la comisión de distrito para que haga lo mismo. Estás en una estrella ascendente. Y no quieren arriesgarse a convocar elecciones anticipadas. Tienen a un candidato del Nuevo Laborismo muy activo.

– Oh, por Dios, Dick Stephens.

– ¿Le conoces?

– Personalmente no. Mi madre y sus amigas querrían mandarlo a Siberia. Anticacerías, por supuesto, y sin ninguna preocupación por la comunidad de agricultores. Cuando llegó a la parroquia, incomodó a todos sus simpatizantes llamándoles por el nombre sin que le dieran permiso.

Martha sintió, más que vio, a Chad y a Marcus intercambiando una mirada.

– Martha -dijo Chad-, ¿no te gustaría ser parlamentaria?

– Tal vez algún día. Ahora no. No tengo formación política.

– Ahora la tienes. Y trabajó seis meses en la Oficina de Asesoramiento Ciudadano, ¿lo sabías, Chad? -preguntó Marcus.

– Vaya por Dios -exclamó Chad-, tú no eres de verdad. Por favor, Martha. Por lo menos, piénsatelo. Sé que lo harías bien. Y sé que te gustaría.