Ella se quedó callada: pensando. Pensando de verdad, por primera vez, en lo que eso representaría. En lo que podía representar.
Una nueva vida. Un nuevo objetivo en la vida. La posibilidad de hacer algo, de marcar la diferencia. Un intento de obtener algo importante, de atisbar el poder de verdad, el éxito de verdad. Ya había conocido a bastantes políticos para saber que era posible que tuviera lo que hacía falta.
Con mucha tranquilidad, Chad Lawrence dijo:
– No estamos siendo justos. Exigiéndote, metiéndote prisas. Piénsatelo un par de días. Aunque sólo te lo plantees, llámame, y sondearé a Norman Brampton.
– ¿Y luego qué?
– Luego puedes mandar tu currículum y él podría aconsejar a los miembros del partido que te adopten. Y con tus habilidades particulares de presentación, creo que arrasarías. Martha, tienes todo lo que se necesita. Es un don de Dios.
– ¿De verdad crees que Dios tiene algún interés por la política? -dijo Martha con una débil sonrisa.
– Por supuesto que lo tiene -contestó Marcus rápidamente-. Y encima tú le tendrías a tu favor, siendo tu padre el vicario. En fin, Chad tiene razón. No deberíamos apremiarte así. Ve a casa y piénsatelo. Y no te apresures.
– Sí -dijo Chad-, con que nos respondas antes del lunes, estará bien.
– ¿Así que crees que debería hacerlo? -preguntó Martha.
– Sí, lo creo. ¿Quieres un poco? Ten cuidado, es muy picante.
Estaban sentados a su mesita de comedor, contemplando las luces de Londres y comiendo unos platos tailandeses que habían pedido a domicilio.
– ¡Ed! ¿Eso es todo?
– Pues sí.
– Pero si apenas lo hemos hablado.
– Está bien -dijo él, apartando el plato y uniendo las manos en una pantomima exagerada, mirándola a los ojos-, perdóname. Veamos. Desde el principio. Repasémoslo todo. No hay nada de qué hablar, Martha. Es una buena idea. ¿De acuerdo?
– Oh -dijo Martha. Estaba bastante confundida. Había querido una disección completa y cuidadosa de todo el asunto: los riesgos, las ventajas, su capacidad para llevarlo adelante-. Bien, si eso es lo que piensas…
– ¡Por supuesto que eso es lo que pienso! Pero empieza a aburrirme, si te he de ser sincero.
– Perdona -dijo ella, un poco indignada-. ¿De qué te gustaría hablar? ¿De ti?
– Pues no estaría mal, para variar-contesto él.
Ella le miró.
– Eso no es justo.
– Es muy justo. Hace casi quince días que no te veo y ¿cuánto hemos tardado en hablar de lo que a ti te interesa? Ni un minuto. Que si la maldita fiesta, que si fue maravillosa, que si tuviste que marcharte temprano para ir a una reunión, para acordarte de repente de tus modales y preguntarme qué había hecho. Y luego de vuelta a lo tuyo, y qué pienso yo de este asunto de Chad o como se llame, si debes hacerlo, y venga y venga. No sé por qué, pero creo que no lo harás. Tendrías que encontrar tiempo para hacerlo. Dedicarle algo de tu preciosa energía, interrumpir tu sagrada rutina. Tendrías que intentar pensar en algo más que en ti misma para variar, Martha. A lo mejor te iría bien.
Martha se sintió como si la hubiera pegado.
– Míranos, comiendo esta comida bien preparada y con la mesa puesta, la tele apagada porque no te gusta mirarla mientras comes, aunque a mí sí, y tú sólo picoteando como un cuervo melindroso. Está todo tan ordenado, maldita sea. Mira, Martha, si te hubieras atiborrado y hablaras con la boca llena, puede que me gustara más debatir tu futuro contigo. Tengo mi vida, por si no lo sabías -dijo-, tengo mis propios problemas.
– ¿Como cuáles? -preguntó ella. Estaba bastante descolocada, porque no le había visto nunca así.
– Oh, que más da.
– No, cuéntame.
– Mira, Martha -dijo-, puede que hace un rato tuviera ganas de hablar, pero ahora no. No estoy de humor, ¿vale? ¿No podrías comer algo, por el amor de Dios? De todos modos, será mejor que me vaya. Mañana tengo que trabajar. No eres la única que tiene que hacer horas extra.
Se levantó, cogió la chaqueta del sofá, se inclinó y le dio un beso rápido.
– Adiós. Ya nos veremos.
Cerró de un portazo. Se había ido. Y Martha se quedó mirando por la ventana, sin saber exactamente lo que sentía, y siguió picoteando despacio, concentrada, como si todavía estuviera comiendo su plato tailandés, como había dicho él, colocándolo en hileras y montones ordenados e intentando digerir lo sucedido.
– Bueno, ya hemos llegado… -Jilly paró frente a la casa. Llovía-. Coge la comida, cariño, y yo abriré la puerta. Camina con cuidado porque el sendero se pone muy resbaladizo.
Kate la miró caminar por el sendero sobre sus altos tacones. Había oído decir que cuando ocurría un accidente todo pasaba a cámara lenta y nunca se lo había creído, pero vio a su abuela volverse para comprobar que la seguía, y después, muy, muy lentamente y con elegancia, hacer casi una pirueta y resbalar hacia un lado, con la falda flotando hacia arriba y luego hacia abajo, envolviéndola en una especie de manta al caer, también muy despacio, al suelo, y quedarse allí, completamente inmóvil.
Jocasta apagó el móvil y sonrió a Josh.
– Lo siento.
No estaba muy segura de lo que sentía. ¿Culpabilidad? Un poco. ¿Preocupación? Era probable. ¿Y qué más? Bueno, ya sabes qué más, Jocasta. Excitación. Mucha excitación.
Estaba cenando con Josh, con un Josh bastante apagado, porque era su cumpleaños y Jocasta había pensado que no podía dejarlo solo. Nick no había querido ir. Cuando por fin habló con él sobre su desaparición de la noche anterior, estaba furioso.
– Habría sido un detalle que intentaras hablar conmigo. Estuve muy preocupado por ti, Jocasta.
Ella le dijo que no recordaba la cantidad de veces que él no la había llamado en circunstancias parecidas, y él dijo que de acuerdo, que no siguiera por ese camino, pero que no le apetecía cenar con Josh.
– Es que está muy solo, Nick.
– Se lo merece. Es un estúpido. ¿Cumple tres años? ¿O son cuatro? En fin, acabo de tener una entrevista en exclusiva con Iain Duncan Smith, con comentarios sobre el nuevo partido y el futuro que él le ve. El periódico del domingo lo quiere a primera hora.
– Bien. Perfecto. No te preocupes por mí.
– Te llamaré mañana.
– ¿Qué crees que podemos hacer mañana? ¿Leer tu artículo? ¿Leer el artículo de otro y después releer el tuyo y decir que es mucho mejor que el otro?
– Oh, Jocasta, no seas tonta. Te llamaré por la mañana. Almorzaré con David Owen, pero aparte de eso estoy libre.
– Uau -dijo ella-, suena de maravilla, el domingo por la noche, a lo mejor, cuando hayas acabado tu artículo. No te molestes, Nick. -Colgó, consciente de que en cierto modo había provocado una pelea y del porqué. Iniciar peleas era uno de sus talentos. O eso decía Nick.
Entonces fue cuando empezó a preguntarse qué sentía. Y en aquel momento estaba en pleno debate. Había sido culpa de Gideon Keeble, que la había llamado al móvil. ¿Les apetecía a ella y a Nick almorzar con él al día siguiente?
– Nick no podrá -dijo ella, con la cabeza a cien por la excitación-. O sea que…
– O sea… -comentó él, y calló un momento-. ¿Y tú qué? Si te arriesgas a pasar un domingo aburrido con un viejo, por mí encantado. Tú decides.
– Me gustaría mucho -dijo ella-. Gracias.
– Excelente. Te recogeré, ¿a qué hora? ¿A las once y media?
– Estupendo. Estaré a punto. Adiós, Gideon.
En realidad se sentía culpable, eso lo tenía claro mientras jugueteaba con los calamares en el plato: muy culpable…
– Tengo que pedirte que apagues inmediatamente el teléfono.
La voz resonó en la sala de espera: una voz áspera y aburrida.