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– Es que quiero llamar a mi madre. Esa es mi abuela… -Señaló el cubículo donde tenían a Jilly.

– Pues utiliza el teléfono público. Los móviles interfieren con el equipo del hospital. Ahí lo dice bien claro.

– ¿Dónde hay un teléfono público?

– Hay uno en la entrada principal.

– Sí, uno que no funciona. ¿Alguna sugerencia?

Todos la miraban: Urgencias estaba atiborrado. Familias jóvenes con bebés y la cara pálida; niños llorando; uno que no paraba de vomitar en una caja de bocadillos de plástico; un borracho que sangraba por la cabeza; varios borrachos más acurrucados contra la pared; una jovencita asiática que daba lástima, muy embarazada, cogida de la mano de su marido; al menos tres parejas de ancianos; una pareja de hombres de mediana edad, uno con un pie vendado de cualquier manera: una ola de tristeza, miseria, dolor y ansiedad que golpeaba contra una costa hostil, esperando con dolorida paciencia. Todos agradecían la distracción de un pequeño drama.

– No hay necesidad de ser grosera -dijo la mujer detrás del mostrador.

– No pretendía ser grosera. Como su sugerencia no me vale le pedía una alternativa.

La angustia y la ansiedad estaban haciendo sentir peor a Kate a cada minuto que pasaba. Esperaba consuelo, atención, una solución rápida a los problemas de su abuela. Quería verla pronto a salvo y cómoda en una cama de hospital, aliviada de su dolor. En cambio, su abuela llevaba más de dos horas metida en un cubículo en una camilla, después de que la ambulancia llegara tras cuarenta largos minutos y la llevara al hospital, esperando para que le hicieran radiografías, sin ninguna mejora visible en su estado. Un médico la había examinado, había dicho que tenía una cadera rota o la pelvis fracturada. No podía hacer nada hasta que le hicieran las radiografías.

Seguía llevando la ropa empapada, a pesar de que una enfermera había prometido tres veces ponerle algo seco, y temblaba violentamente.

Por fin, a la una de la madrugada, le hicieron las radiografías. Tenía fractura de pelvis, pero la cadera no estaba rota.

– Eso significa que no hay necesidad de operar -dijo el médico, cuando pasó de nuevo por el cubículo-. La pelvis se curará sola, con tiempo. Teniendo en cuenta que puede tener conmoción, y en vista de su edad, la ingresaremos, que pase la noche aquí, y le daremos analgésicos.

– Tiene mucho frío -dijo Kate-, no para de temblar.

– Es el shock -dijo.

La enfermera, detrás de él, asintió con connivencia. En cuanto aparecía un médico, aquello se llenaba de enfermeras. El resto del tiempo no se veían por ninguna parte. Incluso habían encontrado un momento para quitarle la ropa mojada.

El médico acarició la manta de Jilly con condescendencia.

– Pobrecilla. Cómo te llamas, oh, sí, Jillian. Enseguida te sentirás mejor, Jillian.

– Me llamo -dijo Jillian, con una voz firme de repente- señora Bradford. Así es como quiero que me llamen.

El doctor y la enfermera se miraron.

Cuando llegaron Helen y Jim eran las dos de la madrugada. Finalmente Kate había salido fuera y les había llamado, después de que el médico pasara a ver a su abuela.

– ¿Dónde está? -dijo Helen-. ¿Está en una cama?

– No -contestó Kate-, está en una camilla. Son un hatajo de inútiles. Estaba muerta de frío hasta que he conseguido que le pusieran una manta. Sólo ha tomado una taza de té que le he llevado yo. Ni analgésicos ni nada. ¡Gilipollas! -añadió en voz alta.

– Kate, hija, no hables así -dijo Helen-. ¿Podría ver a mi madre? -preguntó con voz insegura a la mujer que estaba en el mostrador.

– Por supuesto que puedes -respondió Kate-. No preguntes, sólo saben decir que no.

Una anciana sin dientes soltó una risotada.

– Es buena, ¿eh? -dijo a Helen-. Tiene más agallas que el resto de nosotros juntos. Debería estar orgullosa.

Helen sonrió con nerviosismo y siguió a Kate hasta el cubículo de Jilly.

Kate se despertó sobresaltada. Tenía la cabeza apoyada en el regazo de su madre. Ella también se había dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Jim. Kate miró el reloj, eran más de las seis.

Se sentó y después fue al cubículo. Por favor, por favor, que ya no estuviera.

Sí estaba. Seguía allí, muy despierta, y afiebrada.

– ¡Kate! Oh, creía que os habíais marchado.

– No nos hemos marchado, abuela. Lo siento. ¿Cómo estás?

– Duele -dijo Jilly-. Duele muchísimo. ¿Puedes volver a pedirme un analgésico? No podré soportarlo mucho rato más. ¿Y podrías traerme otra taza de té, Kate?

A las diez todavía no había ninguna cama libre. Kate estaba deprimida en Urgencias, mordiéndose las uñas. Aquello era increíble. Estaba agotada: ¿cómo se sentiría su abuela? Se paseó por la sala, con los brazos cruzados, esforzándose por no gritar. Su madre estaba en el cubículo, angustiada. Su padre había ido a dar una vueltecita, según había dicho. No soportaba los hospitales.

Alguien se había dejado un periódico. Kate lo recogió distraídamente. Era el Sketch. Había un gran artículo en la página interior sobre una anciana que había estado en una camilla de hospital sin comer ni beber durante doce horas y había muerto. Era una vergüenza, decía el Sketch, que esas cosas sucedieran en un país que era pionero de la seguridad social. La hija de la anciana decía que demandaría al hospital, al médico y a la seguridad social.

Al menos tenían agallas, pensó Kate. No se limitaban a decir sí doctor, no doctor, a la mierda doctor.

Aquello era horrible. ¿Qué podía hacer? ¿Quién podía ayudarla?

Y entonces se acordó de la simpática médico de su abuela. La que había ido a la tienda el otro día. Seguro que ella podría hacer algo.

Fue al cubículo donde Jilly dormitaba agitada.

– ¿Abuela?

– ¿Sí? -Se despertó de golpe.

– Abuela, ¿cómo se llama tu doctora? Aquella que vino el otro día a la tienda.

– Ah, la doctora Scott. Sí. Es muy simpática.

– ¿Tienes su teléfono? He pensado que podía llamarla. A ver si puede ayudarnos.

– Está en mi agenda. En mi bolso. -Su voz era un poco pastosa-. Pero es domingo, no vendrá. ¿Qué podría hacer ella?

Kate se encogió de hombros.

– No lo sé, pero puedo intentarlo.

Salió a la calle y llamó a la consulta.

Capítulo 12

En algún momento de sus horas de insomnio, más largas de lo normal, había tomado la decisión. Llamó a Chad a primera hora y le dijo que lo haría. Más bien que empezaría a hacerlo. Les seguiría la corriente, un tiempo al principio, a ver qué pasaba, para juzgar si sería posible. Se tomaría una semana de vacaciones -cuando terminara la importante presentación- y lo intentaría.

– Sólo me comprometo a ir allí con vosotros -le advirtió-. A hablar con la gente de la circunscripción, con Norman Brampton. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Martha, es genial. Sé que funcionará. Estoy seguro.

– No lo estás -dijo ella-. Aunque así lo sabrás con seguridad.

Chad había invitado a Jack Kirkland y a Janet Frean a un almuerzo de trabajo en su piso de Londres, para hablar de política. Al día siguiente, dijo Chad, con un poco de suerte dejarían de ser celebridades de primera página y serían políticos en activo de una vez por todas. El electorado estaba cansado de famosos. Quería que las zonas rurales estuvieran en manos de personas maduras y sensatas.

Lo más difícil era convencer al mayor número de parlamentarios posible para que se unieran a ellos. Esbozaron una lista de posibles, probables e imposibles. Los sopesaron, ajustaron las posibilidades y asignaron un puñado a cada uno, empezando por los probables.

También necesitaban crear consejos locales donde fuera humanamente posible. Tenían algunos en marcha, pero en poco más de dos semanas se celebrarían las elecciones de mayo y eso ponía un límite claro a lo que se podía alcanzar.