Sería difícil, pero cualquier éxito saldría en los titulares y pondría el partido en movimiento. Al mismo tiempo, se embarcarían en un ambicioso programa de charlas por todo el país. Kirkland se encargaría de Londres y los condados circundantes, Janet de la zona central y Chad del norte, «pero el sábado volveré al sur, iré a East Anglia, empezando por Binsmow, en Suffolk, con nuestra encantadora posible candidata, para ver lo que podemos hacer allí. Quiero ir personalmente por varias razones, entre ellas, que ya he mantenido varias conversaciones con Norman Brampton».
– ¿Qué posible encantadora candidata? -preguntó Kirkland.
– Martha Hartley.
– ¡Dios santo! -Había apostado con Chad a que Martha diría que no-. A lo mejor se ha desenamorado del derecho -dijo Kirkland.
– A lo mejor. A lo mejor cree sinceramente que puede gustarle -dijo Chad.
– A lo mejor le atrae la popularidad -dijo Janet-. Es difícil de imaginar lo pesado que es hasta que lo vives.
Estuvieron de acuerdo en que era probable que fuera una combinación de todas esas cosas.
Clio llegó poco después de las dos.
– Siento haber tardado tanto -dijo entrando apresuradamente en Urgencias-. He tenido infinidad de visitas esta mañana. Eres Kate, ¿verdad?
– Sí -dijo Kate.
Parecía agotada: tenía los ojos apagados y hundidos y un aspecto bastante desaliñado.
– ¿Cómo está tu abuela? ¿Dónde está?
– En un sitio llamado UCI -contestó Kate, y se echó a llorar.
– Oh, no. Espera, voy a averiguarlo. Ah, hola. Usted debe de ser la madre de Kate.
– Exacto. Ha sido muy amable viniendo, doctora Scott. -Helen parecía muy cansada-. Necesitamos ayuda, acaban de llevarse a mi madre a la UCI y Kate se ha puesto a gritarle a una enfermera.
– No se preocupe -dijo Clio-, ya están acostumbradas. Pero ¿por qué la han llevado a la UCI?
– Por no sé qué de un coágulo. Le dolían las piernas, ha dicho que no le gustaba quejarse y de repente ha empezado a dolerle el pecho. Dios mío, esto es una pesadilla.
– Voy a ver si me entero de algo -dijo Clio acariciándole la mano-. Intente no angustiarse más de la cuenta.
Tras un interrogatorio insistente al médico de guardia se enteró de que Jilly no sólo tenía un trombo -era cuestionable que hubiera sido causado por la larga permanencia en la camilla-, sino que éste se había movido hacia arriba y una parte se había instalado en su arteria pulmonar. Clio volvió con Helen y Kate y les dio la noticia con toda la delicadeza que pudo.
– Sé que es una noticia angustiosa, pero está recibiendo buenos cuidados, y el médico les mantendrá informados. Me ha prometido que bajaría en cuanto supiera algo. Me temo que no me dejarán verla, pero físicamente está en buenas condiciones, y debería ir todo bien. Es una mujer espléndida -añadió-. Es muy lista y atractiva. Me encanta su tienda.
Cuando Clio se marchó, Kate estaba hablando con un joven que acababa de entrar en Urgencias y que estaba claro que no era un paciente. Tal vez había ido a recoger a alguien. Se le veía muy impresionado con Kate y no era de extrañar. Era muy atractiva, incluso con la cara sucia. Pero ¿a quién le recordaba? ¿A quién?
Clio pensó en sí misma a los dieciséis años, rechoncha, sosa, nerviosa, insegura. No habría sido capaz de hacer lo que había hecho Kate: batallar con la burocracia, cuestionar la autoridad. Apenas era capaz de hacerlo ahora, en realidad. Ni siquiera era capaz de enfrentarse a su marido.
– Me recuerdas a mi madre -dijo Gideon Keeble-. Fue el gran amor de mi vida -añadió, sonriendo-, aunque supongo que eso a ti no te parecerá un cumplido. Pero te habría gustado. Y tú le habrías gustado a ella.
– ¿Cuándo… cuándo murió?
– Hace cinco años y medio. Tenía casi noventa años.
– ¡Noventa!
Eso era curioso. Demasiado mayor para ser la madre de Gideon. Él le leyó el pensamiento.
– Fui su último hijo. Tenía casi cuarenta años cuando yo nací. No te estrujes más el cerebro, tengo cincuenta y un años. No soy Matusalén.
– Ya te lo dije, Gideon, para mí no tienes edad.
Era cierto; allí sentado, sonriendo, bajo el sol, con los ojos azules fijos en los suyos, no tenía ninguna edad, sólo era un hombre muy atractivo.
– ¿En qué me parezco a tu madre?
– Era muy lista. Y decidida.
– ¿Cómo sabes que soy esas dos cosas?
– No podrías hacer tu trabajo si no lo fueras. Y además eres encantadora y cariñosa.
– ¿Cómo sabes tú que soy cariñosa?
– Lo presiento -dijo él, y fue una de las cosas más eróticas que le habían dicho nunca a Jocasta.
– A ver -dijo él-. ¿De qué te gustaría hablar?
– De ti -respondió Jocasta-. Por favor, háblame de ti.
Ya sabía muchas cosas de él, por supuesto: el ascenso a partir de una infancia de considerable pobreza hasta una fortuna que se contaba en miles de millones más que en millones, desde un primer empleo de mensajero y un segundo empleo de dependiente en una tienda de ropa para hombre de Dublin, a propietario de una cadena de tiendas en todo el mundo. Había habido batallas titánicas por el control de otras empresas, famosas guerras de ofertas, tratos aún más famosos. Tenía tiendas de moda en toda Europa, América y Australia, y grandes casas de muebles, situadas sobre todo en centros comerciales de las afueras de las ciudades. También poseía una cadena de tiendas pequeñas y exclusivas que vendían artículos para el hogar. Recientemente se había metido en hoteles, «hoteles exclusivos, habrás oído hablar de ellos», tiendas de alimentación, y charcuterías que vendían la comida de moda, y una cadena de cafeterías de ámbito mundial. Como era de esperar, gran parte de su fortuna procedía del negocio inmobiliario. Tenía oficinas en algunas de las calles más famosas del mundo.
Por el camino había sufrido algunas bajas, en forma de tres matrimonios, y en una famosa ocasión casi había causado baja él mismo. Cinco años atrás, un infarto masivo le había dejado medio muerto, pero se negó categóricamente a hacer lo que le recomendaban y tomarse la vida con más calma.
– ¿Qué iba a hacer yo con una vida tranquila?
Seguía trabajando tanto como siempre, dijo, pero con la diferencia importante de que se cuidaba.
– No fumo, casi no bebo, nado tres kilómetros cada día, que es un aburrimiento, pero lo hago.
– ¿Y dónde lo haces? -preguntó Jocasta.
– Ahora en mi casa de Londres tengo una de esas inteligentes piscinas estrechas que te mandan una corriente en contra y cada largo vale por un kilómetro. En el campo tengo una grande, del todo vulgar, pero no por eso peor, y en Irlanda, si el tiempo no es totalmente desalentador, nado en el lago.
– ¡Madre de Dios! -exclamó Jocasta.
– Sí, yo la invoco cada vez que me sumerjo. Pero es fantástico una vez estás nadando. Me gustaría que lo probaras.
Jocasta volvió a casa en estado de embriaguez: no de vino, del que había tomado muy poco, sino de él. Apenas la había tocado, excepto para besarla al recogerla y otra vez al despedirse, pero la había inquietado de todos modos. En parte, y lo sabía muy bien, era consecuencia de estar con alguien tan famoso y poderoso, y de que él la encontrara deseable e interesante. La hacía sentir apaciguada y consolada, hacía que el rechazo de Nick fuera mucho menos doloroso.
– Ha sido muy agradable -dijo él, sonriendo-. No recuerdo hace cuánto había disfrutado tanto. ¿Te gustaría repetirlo? En fin, tampoco hace falta repetirlo todo igual, sino…, bien, seguro que podemos hacer algo parecido.
– Sí -dijo ella, despreocupada con la excitación-, me gustaría mucho. De verdad.
– Pues habla con Nick -comentó-, y cuando lo hayas hecho me llamas.
– ¿Doctora Scott? Soy Kate.