– Oh, hola, Kate. -Miró a Jeremy, al otro lado de la habitación. Estaba enfrascado en la sección de motor del Sunday Telegraph-. ¿Hay novedades?
– No muchas. Lo del coágulo es bastante grave. Está muy enferma y no me dejan verla. Han dicho que mamá podía verla, pero yo no. ¿Usted sabe lo que pasa?
– No lo sé, Kate, pero supongo que está sedada, y creen que no es bueno que tenga demasiadas visitas. Cuando se mejore, seguro que te dejarán verla.
– Vale. -Su voz era infantil, casi llorosa.
– Mira -Clio volvió a mirar a Jeremy, que le hacía gestos, golpeando el reloj-, mira, tengo que irme, lo siento. Llámame para decirme cómo está. Y si crees que las cosas no van bien, intentaré volver y enterarme. ¿De acuerdo?
– Sí, vale. Gracias. Adiós.
Se oyó un clic y colgó. Le había fallado, pensó Clio, debería haberse ofrecido a volver de todos modos. Aunque ella no podía hacer nada. ¿Y qué podía decirle a Jeremy?
De hecho, no tuvo que decirle nada a Jeremy durante un rato. Le llamaron del Duke of Kent's Hospital para operar a una de sus pacientes privadas que se había caído y se había roto la cadera. Clio rezó para que nadie le comentara que ella había estado allí hacía pocas horas, porque no se lo había dicho.
– ¿Cómo ha ido el almuerzo con el millonario minorista? -preguntó Nick en un tono entre ligero y burlón que consiguió molestar a Jocasta.
– Bien -contestó, algo fría.
– ¿Adónde habéis ido?
– Al Waterside Inn.
– Caramba. Ojalá fuera yo el millonario minorista. Me habría gustado llevarte allí.
– Podrías haberlo hecho.
– Jocasta, no te pongas pesada. Quiero arreglar las cosas.
– Perdona. ¿Cómo ha ido con David Owen?
– Muy simpático. Muy amable. Oye, me gustaría pasar a verte si te parece bien.
– Pues… -Si venía tendrían otra pelea. Lo sabía. Nick le soltaría un montón de chismes de política y chorradas de la profesión. Ella quería más de Gideon Keeble, que la adulara, le dijera lo seductora que era…-. Pues, la verdad es… -dijo para ganar tiempo- que…
Sonó su móviclass="underline" lo miró esperando que fuera Gideon, pensando si era posible que fuera Gideon, preguntándose qué podría decirle a Nick si era Gideon.
No era Gideon. Era el editor de noticias del Sketch.
– Espera un momento, Nick -dijo-, es del periódico. Perdona.
– ¿Jocasta? Tragedia hospitalaria. En el Duke of Kent's Hospital, de Guildford. Ya está allí un reportero de agencia con una cámara. Vete volando.
Derek Bateson estaba bastante pagado de sí mismo. Llevaba sólo tres meses de corresponsal local para la Agencia de Prensa de North Surrey y aquélla era su tercera gran noticia. Claro que no podía competir con la de enero, cuando alguien estuvo tres días en una camilla, cubierto de sangre. Sin embargo no estaba mal, porque esa anciana estaba muy enferma.
– ¿Derek Bateson? ¡Hola!
Una chica espectacular le sonreía y le tendía la mano. Era muy alta, y tenía el pelo rubio y largo, unas piernas que parecían empezarle en los hombros y los ojos azules más brillantes del mundo.
– Soy Jocasta -dijo-, del Sketch. Cuéntame qué ha pasado.
– Pues una mujer, Jillian Bradford, se cayó anoche, se fracturó la pelvis, y además de eso, lo normal, larga espera para la ambulancia, la nieta estaba con ella, toda la noche en una camilla, sin hacerle nada aparte de una radiografía; entonces, hacia mediodía empezó a dolerle mucho la pierna y resulta que tenía una embolia pulmonar. Está en Cuidados Intensivos y parece que está grave.
– ¡Pobre mujer! ¿Hay parientes? ¿Hay alguno por aquí?
– La hija. Una mujer muy agradable, muy tranquila, y la nieta, que es una fiera. Ayer los puso a todos de vuelta y media, por no hacer nada, y ha estado armando jaleo toda la noche según una vieja arpía que ha estado aquí casi todo el tiempo.
– Bien hecho. ¿Con quién puedo hablar?
– Diría que con ella, pero su madre se la ha llevado a casa de la abuela para que se duchara. No les dejan ver a la abuela por ahora.
– No tardarán en volver. ¿Y el médico de guardia?
– Está allí. Pero no es el mismo de anoche.
– Hablaré con él. Gracias, Derek. ¿Está por aquí tu fotógrafo? Por si acaso le necesito.
– Está en el pub. Pero podemos traerlo cuando quieras.
– Genial.
Caramba, era guapísima. A lo mejor aceptaría tomar una copa después.
– Entonces, ¿dónde está exactamente la señora Bradford?
– En la UCI. -El médico miró con frialdad a Jocasta. Era muy delgado, tenía unas manos enormes y huesudas, la nariz larga y puntos negros en la barbilla-. Espero que no pretenda entrevistarla allí -dijo, en un tono que pretendía ser irónicamente punzante.
– Me encantaría -Jocasta le sonrió-, pero comprendo que no es muy práctico. Tal vez más tarde.
– Puedo asegurarle que no podrá verla en ningún momento, ni antes ni después.
– Eso deberá decidirlo ella, ¿no lo cree? ¿Quién estaba de guardia anoche?
– No tengo que responder a esa pregunta.
– No, por supuesto que no. Bien, muchas gracias, me ha sido muy útil.
Echó un vistazo a su alrededor: una chica muy joven estaba haciendo una cama en uno de los cubículos. Parecía mucho más prometedora. Jocasta esperó a que desapareciera el médico dentro de otro cubículo, y entonces se acercó a la enfermera.
Fue muy complaciente. Sí, habían traído a la señora Bradford alrededor de las nueve.
– Pobrecilla. Vino con su nieta. Sufría muchos dolores, estaba empapada por la lluvia. Enseguida la vio un médico. Y después la mandaron a rayos X. No se olvidaron de ella ni nada de eso.
– Por supuesto que no. Tiene que ser muy complicado, sobre todo los sábados por la noche. Con tantos borrachos y todo eso, me imagino. Y encima no te dan ni las gracias. Después de que la viera el médico, ¿qué pasó?
– No sabría decirle. Estuve muy ocupada. Una chica tuvo un aborto y fue espantoso. Todos iban de cabeza. Salí de trabajar a la hora de desayunar. Pero parece que la nieta llamó a la médico de familia de la señora Bradford y ella vino a ver si podía ayudar. Eso hizo saltar las alarmas. No les gusta nada, y ya puede imaginarse por qué.
– Claro, pero fue un detalle por su parte venir. ¿Sabe cómo se llama?
– ¿Quién? ¿La doctora? No, lo siento. Pero bajó a rayos X, ellos lo sabrán.
– Muchas gracias… -Miró la placa de la enfermera-. Gracias, Sue. Ha sido muy amable.
Hacía tiempo que Jocasta había aprendido que puedes entrar en muchos sitios donde no deberías, siempre que te comportes con decisión y seguridad, sonrías a todos los que te encuentres y lleves una carpeta en la mano. Se quitó la chaqueta, descolgó una carpeta marrón de una camilla (primero la vació de papeles por si acaso eran cuestión de vida y muerte), metió dentro el Sunday Times y siguió las señales hasta rayos X.
El departamento de rayos X parecía una escena de un documental sobre la crisis de la seguridad social. Roñoso, mal iluminado, y con varias personas que miraban apáticamente al frente.
Jocasta se acercó a la mesa.
– Hola, quería hacer una consulta. Anoche pasó por aquí una tal señora Bradford que se había roto la pelvis. Su médico de familia estuvo con ella y necesito su nombre.
La mujer daba la impresión de estar a punto de perecer de aburrimiento, pero hojeó unos papeles.
– ¿Quién pregunta? ¿Administración?
– Sí, eso.
– Señora Julian Bradford, el médico de familia es la doctora Scott.
– ¿Tiene su teléfono?
– Sólo el de la consulta. Está en Guildford. -Observó a Jocasta-. Creía que era de Administración. Ellos tienen todos los teléfonos de las consultas.
– Ya, pero está cerrado. Estoy haciendo horas extra, para poner al día los expedientes.