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– Sí. Es una buena mujer. La nieta… -Vaciló. El parecido entre Kate y Jocasta seguía inquietándola-. Es de armas tomar.

– Eso he oído. Al menos podría hablar con ella.

– Tal vez. Sí, te parecerá interesante. -A ella le parecía interesante. ¿Se daría cuenta Jocasta del parecido? Probablemente no. Al fin y al cabo, había un número limitado de variaciones en ojos, nariz y boca. La ruleta de miles de millones de genes estaba destinada a sacar algún duplicado…

Se le encogió el estómago.

– Jocasta, sé que es tu trabajo, pero ¿de verdad crees que esto es buena idea? Escribir un artículo y poner los nombres de esas personas tan agradables en el periódico.

– ¡Oh, Clio! -Jocasta meneó la cabeza tristemente-. No se trata de hacer el bien. Se trata de hacer un buen trabajo. Es por lo que me pagan. Espero que esto no estropee nuestra amistad al primer obstáculo, pero tengo que escribirlo, en serio.

– Sí. Sí, lo comprendo. -Pero no lo comprendía-. Aunque no hará más que empeorar las cosas para la señora Bradford. El hospital se pondrá en pie de guerra, te lo aseguro. Vaya, mi marido me mataría si su nombre saliera en el artículo. O el mío.

– ¿Por qué habría de salir su nombre?

– Porque es uno de los médicos del hospital. Bastante importante.

– Entendido. ¿Y por qué habría de matarte? No sería culpa tuya.

– Él creería que sí. Si supiera que te conozco…

– No lo sabrá, no te preocupes por eso. No sacaré vuestros nombres. No mejoran en absoluto la historia y es el sistema lo que queremos denunciar, no las personas. Dime, ¿de dónde puedo sacar una bata blanca? Te sorprendería lo lejos que he llegado a veces con una bata. Casi dentro de un quirófano.

– Jocasta, eso es terrible.

– No lo es. ¿Tú no tendrás una?

– No, no tengo -dijo Clio mintiendo.

– Da igual, ya encontraré la lavandería del hospital. Oye, llámame dentro de un par de días. Coge mi tarjeta, tiene el teléfono y la dirección de correo electrónico. Y te lo advierto, las demás ratas aparecerán mañana.

– ¿Qué ratas?

– Los demás periódicos.

– Oh, no, Jocasta, tienes que…

– Sí, tengo que hacerlo. -Se inclinó para dar un beso a Clio-. Me alegro muchísimo de haberte encontrado. No te preocupes por el artículo. Dura un día y después sirve para envolver patatas.

Siempre lo decía y era doblemente mentira, porque las patatas se envolvían en papel blanco higiénico y todos los artículos podían leerse en Internet sólo con apretar un par de teclas. Sin embargo esa idea seguía consolando a la gente.

Helen dormitaba agitadamente en la miserable incomodidad de la sala de visitas, y Kate leía ejemplares atrasados de Hello! cuando entró una doctora.

No parecía una doctora, excepto por la bata blanca. Era muy joven y bonita. Sonrió a Kate y se puso un dedo frente a los labios.

– ¿Kate? -susurró.

– Sí. ¿Qué pasa? ¿La abuela…?

Jocasta indicó la puerta con la cabeza. Kate se levantó de buena gana y la siguió al pasillo.

– Que yo sepa, tu abuela sigue igual. Pero no soy médico. Soy Jocasta del Sketch. He hablado contigo por teléfono. -Sonrió a Kate-. ¿Cómo estás?

– Muy preocupada. No nos dicen nada y quiero ver a la abuela y no me dejan.

– Bien, subiremos dentro de un minuto. A ver qué encontramos. No sé hasta dónde puede llegar la doctora Jocasta, pero a la primera base seguro que sí. ¿Tienes hambre? Tengo patatas.

– Oh, sí, por favor. Me muero de hambre. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Dicen que cierran las puertas de entrada.

– Urgencias está siempre abierto. He entrado y ya está.

Era estupenda, pensó Kate, devorando patatas de buena gana, estupenda de verdad. Le gustaba mucho.

Capítulo 1 3

Martha percibía el impacto en sus voces. De todas las cosas que había hecho que les costaba entender, aquélla sin duda se llevaba la palma.

– Pero, cielo -comentó su madre-, claro que nos alegramos por ti. Y nos sentimos orgullosos. Pero ¿por qué? Creía que te encantaba tu trabajo.

– Es verdad. Me encanta. En todo caso, no pienso dejarlo hasta que me elijan. Y lo más seguro es que no me elijan. Pero la verdad es que últimamente ya no estaba tan satisfecha. Y este nuevo… desafío me intriga. -Necesitaba un desafío. Necesitaba algo. Si no podía tener a Ed.

– Pero tú no sabes nada de política.

– No sabía nada, pero he estado trabajando para este partido, haciendo parte de su trabajo legal y todo eso, hace una temporada, y me ha gustado. Al menos en parte. La verdad, estoy casi tan sorprendida como vosotros de que me lo pidieran. Y estoy casi tan segura como de que estoy sentada aquí de que no me preseleccionarán, y menos aún de que me nombren candidata del partido. De modo que en realidad todo es una especie de farsa. Pero he dicho que lo intentaría.

Sólo por lo que había dicho Ed, en realidad. Sólo por la expresión de su cara cuando se había marchado, que expresaba desagrado…

Después de colgar, se había permitido otro llanto reparador. Le alivió un poco la pena: brevemente.

– ¡Oh, qué divertido! Esto me está ayudando más que esa cosa horrible que no paran de inyectarme. ¡Ya está! ¿Cómo estoy?

– Mami, no sé si hacemos bien -dijo Helen.

Su voz evidenciaba el mismo cansancio que su aspecto. En cambio, Jilly, que estaba recostada en las almohadas, retocándose el pelo y contemplándose en un espejito, tenía la tez sonrosada y le brillaban los ojos. Cualquiera que las viera diría que era Helen la que había estado a punto de morir hacía cuatro días.

– ¿No sabes qué, hija?

– Volviendo a ver a esa chica. No nos ha traído más que problemas.

– A mí no -dijo Jilly secamente-. De no ser por ella, la otra noche no te habría visto. Ni a Kate. Además, poder contarle con detalle esta experiencia horrible y leerlo al día siguiente, bueno, ha sido como una especie de venganza. Por todos esos estúpidos de urgencias, y por esa enfermera horrible que tienen aquí. Tan pagados de sí mismos, tan poco preocupados por el sufrimiento de los demás. Y no está nada mal que me hayan puesto en esta habitación, ¿verdad? ¡Qué considerados!

Helen no dijo nada. Habían puesto a su madre en una habitación aparte siguiendo instrucciones precisas de uno de los especialistas jefes, el doctor Graves, el médico que la atendía, que se había puesto incandescente de rabia con el artículo del Sketch del lunes y la llegada de una docena más de periodistas y fotógrafos a lo que denominaba su hospital. Ése había sido un error que había dado pie a un titular en el Sun que decía: «De hecho, son nuestros hospitales doctor Graves».

Jocasta había visitado a Jilly, que se sentía frágil pero animada, en su habitación a mediodía del lunes. El resto de la prensa no había podido llegar tan lejos. Ella, como nueva amiga íntima de la nieta de Jilly Bradford, había escapado al control, y de todos modos, con la melena oculta bajo una gorra de béisbol, nadie la reconoció como la joven que se había hecho pasar por doctora y había causado tantos problemas la noche anterior, había entrado en la UCI para comprobar cómo estaba la señora Bradford y, después de asegurarse de que estaba bien, le había dicho a la enfermera de guardia que creía que le haría bien que permitieran que su hija y su nieta la visitaran un rato.

Poco después había llegado un médico de verdad y habían echado a Jocasta y la enfermera había recibido una severa reprimenda, pero se había defendido diciendo que no podían esperar que conociera a todos los internos del hospital, y que por mucho que fuera un hospital de la seguridad social inglesa, deseaba volver a su propio hospital en Suráfrica.

Eso había llegado a oídos de Jocasta, que lo había transmitido a sus lectores, junto con la cita de la chica del departamento de rayos X de que todos los pacientes le parecían iguales, y otra de una enfermera de Urgencias, de que era imposible atender a todo el mundo como es debido, por la escasez de personal, y que no era justo.