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– No, ella no. Nació después de que me adoptaran a mí.

– ¿Y cómo te hace sentir ser adoptada? -preguntó Jocasta-. Perdona, ¿te molesta hablar de esto?

– No. No pasa nada.

– ¿Sabes algo de tu madre biológica? ¿Te gustaría conocerla algún día?

– No -dijo Kate con firmeza-. ¿Para qué, después de lo que me hizo?

– ¿Qué es lo que te hizo? Te entregó en adopción cuando eras un bebé o… perdona -repitió-, ¿te molesta hablar de esto?

– No -dijo Kate-. Sí, eso hizo. Cuando yo era un bebé.

Empezaba a desear no haber empezado aquella conversación. No tenía ninguna intención de contarle a Jocasta, a la fantástica, inteligente y exitosa Jocasta, todos los detalles penosos y vergonzosos de ser abandonada como un montón de basura en un armario de limpieza.

– Era una… estudiante -improvisó rápidamente- de Irlanda. Era católica, y no se planteó abortar. Pero me quería y quiso que estuviera en una buena familia. De hecho, no me dejó con los primeros que me quisieron, esperó hasta que aparecieron mis padres y le pareció que ellos me cuidarían como es debido. ¿Vale?

Se sentía agresiva y furiosa, como si Jocasta le hubiera extraído la información a su pesar. Se volvió y miró hacia el aparcamiento. Sintió una mano en el hombro.

– Kate, tranquila. Cálmate. No he pensado nada malo de tu madre en ningún momento. Seguro que era muy especial si te tuvo a ti. Y muy valiente si renunció a ti por tu propio bien. Sin duda fue muy valiente. Oye, ha sido estupendo conocerte. No te olvides de lo de las prácticas, ¿eh? Llámame cuando te apetezca. O si quieres que salgamos a almorzar algún día. No quiero pensar que no volveré a verte. Lo digo en serio.

Kate pensó que no lo decía en serio mientras veía alejarse el Golf negro por el aparcamiento. Probablemente no volverían a verse. ¿Por qué habrían de verse, al fin y al cabo?

Esa noche Jocasta llegó a casa muy tarde. Nick estaba esperándola.

– Quería verte -dijo, dándole un beso-. ¿Estoy perdonado?

En ese momento estaba tan abatida que se alegró una barbaridad de verle. Se olvidó de lo demás.

– Estás perdonado -dijo, abrazándole.

– Me estoy esforzando.

– Nick, no quiero que hablemos de eso. Me alegro de que estés aquí.

– Eso está bien. Muy bien. Yo también me alegro de estar aquí. ¿No tendrás ningún millonario minorista escondido en alguna parte?

O sea que se había enterado. A lo mejor incluso le había importado.

– Ninguno.

– Encantado de oírlo. Es demasiado atractivo para mi gusto.

– ¿Ah, sí? -preguntó ella abriendo mucho los ojos-. No lo había notado. Sólo es…

– Ya. Un millonario viejo como cualquier otro. Pareces triste, cariño.

– Lo estoy. He tenido un día horrible. Bueno, horrible no. Pero sí angustioso.

– ¿Qué? ¿La inflexible Jocasta, alias Lois Lane, angustiada? Tiene que ser un parto. Toma una copa de vino. Te he dejado bastante.

– Sí, tienes razón. Les tengo fobia, Nick. Es penoso.

– No tanto -dijo él, pasándole la copa-, después de lo que pasaste, no.

– Sí lo es. Debería haberlo superado hace años.

– Un trauma es un trauma, tesoro. Mi madrina nunca superó que le dispararan durante una cacería, prácticamente vomita cuando ve un zorro, aunque sea husmeando el cubo de basura de Kensington. Ya te lo he contado.

– Ya, pero…, bueno, el caso es que una mujer tuvo un hijo en la cárcel. Estaba encadenada, Nick, mientras lo paría. Y fue un parto espantoso, que duró horas y horas y al final tuvieron que…, bueno, no entraré en detalles. Pero su madre sí lo ha hecho. Lo tengo todo en una cinta. Gritaba y gritaba pidiendo ayuda. Y el bebé estuvo a punto de morir. No podía estarme quieta en el asiento mientras la escuchaba. Tuve que pedirle que me dejara ir al baño y vomitar. Y después tuve que escribirlo y la conexión de correo no funcionaba, y no tuve más remedio que dictarlo por teléfono.

– Pobrecilla. Me refiero a ti.

– No podría revivirlo, Nick. Ni en un millón de años. Aunque me anestesiaran. No dejaría de recordar y… Dios mío… -Se echó a llorar, sin poder evitarlo, como una niña-. Lo siento, lo siento tanto…

– Mira cómo te pones -dijo él, dándole un beso y abrazándola-. Mira en qué estado estás. Tontita. Nadie te va a pedir que pases por eso. Venga, bébetelo. Y después saldremos a cenar. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -dijo Jocasta.

– Bien. Te quiero. Y te pido perdón una vez más… por todo.

Jocasta le miró. Nick pedía perdón muy pocas veces. Menos aún de lo que le decía que la quería. Su mal día y los traumas se desvanecieron enseguida.

– Yo también te quiero -dijo-. Y también quiero pedirte perdón. Mejor nos quedamos en casa.

– Mejor.

Había llegado sin avisar. El viernes, el fatídico viernes, había sido un día precioso, soleado y ventoso, y a pesar de que era su último día en la consulta, Clio se sentía extrañamente feliz. Puede que no fuera tan malo. Al fin y al cabo le gustaba estar en casa. Y Jeremy estaría de mejor humor, más contento. Eso ayudaría mucho. Aún le quería. Le quería. Sabía que le quería.

A la hora del almuerzo, en un impulso, le llamó. Había celebrado su despedida la noche anterior, Mark estaría fuera el viernes y había querido estar.

– Te echaremos de menos, Clio -había dicho, dándole una enorme vela aromática y una caja de bombones.

Jeremy aceptó almorzar con ella.

– Estaría bien salir de aquí un rato. ¿Te va bien a la una?

– Por supuesto. Pídeme patata hervida con chile si llegas primero.

– De acuerdo. Tengo ganas de verte. Gracias.

Clio fue canturreando hasta el pub. En el futuro podría hacer a menudo esas cosas, hacerle más feliz. Y eso a su vez la haría feliz a ella.

Llegó al pub la primera. Jeremy entró quince minutos tarde, con expresión estresada. Clio le hizo un gesto.

– Te he pedido una copa. ¡Un Virgin Mary!

– Gracias, pero sólo podré tomar un bocadillo, me han puesto más pacientes.

– Oh, no, pobre. Bien, iré a anular el menú.

– Iré contigo. Quiero que me pongan más hielo.

Era el bar frecuentado por el personal del hospital. Varias personas los reconocieron, y los saludaron. Clio notó que un par de ellos miraban a Jeremy de una forma rara. Se imaginó que sería por el artículo.

Desde entonces no habían salido. Rezó para que nadie lo mencionara y deseó no haber quedado en aquel pub precisamente.

Jeremy se fue al servicio. Clio volvió a la mesa. Una mujer gorda se había sentado en una esquina, en un taburete que se había traído del otro extremo del bar.

– Espero que no le importe. No hay ninguna mesa vacía.

– No…, claro -dijo Clio, consciente de que Jeremy se pondría furioso-, pero…

Cuando Jeremy volvió, miró a la mujer con mala cara.

– Ésta es nuestra mesa. Lo siento.

– Yo también lo siento, pero no hay mesas vacías y, que yo sepa, las mesas de los pubs no pueden reservarse en exclusiva -dijo, mirándolo con la misma mala cara-. No nos conocemos, ¿verdad?

– Claro que no -dijo Jeremy. Volvió la mirada furiosa hacia Clio-. Deberías haber guardado la mesa. ¿No podemos cambiarnos?

La mujer suspiró y sacó un periódico arrugado.

– No se apuren, por favor -dijo en un tono muy irónico-. No les molestaré.

Maurice Trent, el dueño, apareció con la comida.

– Aquí tenéis. Siento haberos hecho esperar. Me alegro de veros a los dos. Menuda semanita, ¿eh? Paparazzi hasta en la sopa, y venga tonterías. Aquella chica con la que hablabas el domingo, doctora Scott, era una de ellos, ¿verdad? Parecía agradable, no de las que te esperas que trabajen en un periodicucho de ésos.

Clio había leído muchas veces la expresión «encogerse las tripas» y se había reído, pero de repente comprendió su exacto significado.