– ¿De qué chica hablas? -preguntó Jeremy, con expresión gélida.
– De una de las periodistas -dijo Maurice-. La primera en aparecer, creo. Sí, ya voy -gritó a la camarera que le hacía gestos desde la barra-. Os dejo. Que comáis a gusto.
Jeremy se sentó y miró fijamente a Clio, que sentía ganas de vomitar.
– ¿Estuviste hablando con una de las periodistas? ¿El domingo? ¿Y no me lo dijiste?
– No. Quiero decir, sí. Pero no porque fuera periodista. Te lo juro, Jeremy, en serio. Se presentó de repente. Sí es periodista, pero nosotras… habíamos viajado juntas hace años, cuando teníamos dieciocho años. No la había visto desde entonces y…
– Y se presentó sin más en tu puerta, en el momento preciso. Qué conveniente para ella.
– Sí, me llamó porque yo era la médico de familia de la señora Bradford y entonces reconoció mi nombre. Ya sabes cómo ocurren esas cosas, el mundo es un pañuelo…
– No, no lo sé. De hecho, no lo sé. ¿Y eso fue el domingo?
– Sí -dijo Clio, muy bajito.
– Que yo recuerde, te largaste de casa con la excusa de unas visitas a domicilio. Y en realidad fuiste a verla a ella y…
– Jeremy, por favor, baja la voz. Nos están mirando.
Jeremy se volvió. Era verdad, la mitad del bar estaba observándoles. Se puso de pie.
– Ya hablaremos más tarde. ¿Serás tan amable de encargarte de la cuenta?
– Sí, claro. Pero Jeremy…
Se marchó y la mujer gorda apartó la mirada del periódico.
– Ahora recuerdo de qué me sonaba -dijo-. Es el que salió en el Sun, el que dijo…
Clio salió casi corriendo del bar, arrojó un billete de veinte libras al sorprendido Maurice Trent y llegó al aparcamiento. El coche de Jeremy ya no estaba.
– ¿Martha?
– Sí. Sí, soy yo. Hola, Ed.
Literalmente había soñado con eso, lo había imaginado a menudo en los últimos días, mientras el teléfono sonaba con decisión para emplazarla a escuchar a personas no deseadas, pitaba sin cesar con mensajes de texto de personas tampoco deseadas, y los correos electrónicos de gente de la que no quería saber nada se deslizaban de forma incesante en su pantalla. Sin embargo, ahora que era realmente él, no experimentó ninguna sorpresa. Más bien terror.
– Siento mucho lo de la otra noche -comentó Ed-. Dije cosas horribles.
– La mayoría de ellas justificadas, creo. Me vino bien -dijo Martha-. He… -No, no debía hacer eso. Ponerse a hablar de sí misma, de su carrera-. He pensado mucho -dijo.
– Ah, en fin, no quería que acabáramos así. Quería que al menos… quedáramos como amigos.
– Por supuesto. -Dios mío, estaba doliéndole más de lo que podría haber imaginado.
– Sí. Lo siento.
– Ed, no pasa nada. -Se esforzó por parecer despreocupada-. Te perdono.
Un largo silencio y después:
– Muy bien -dijo Ed-, me alegro. Tal vez…
– ¿Sí? -No parezcas demasiado ilusionada, Martha, por Dios.
– Tal vez algún día podamos salir a tomar algo.
– Sí. Llámame. O te llamaré yo.
– Bien. Entonces, nada más, adiós. Hasta luego.
Si esas palabras tuvieran un significado literal, si pudiera verle luego, verle sonreír, sentir sus labios rozándole los cabellos, tomarle de la mano, besarle, abrazarle, estar en la cama con él, tenerle…
– Adiós, Ed -dijo. Con serenidad, muy controlada de nuevo. Volvía ser Martha, de hecho. Aunque ser Martha nunca había sido tan doloroso. O casi nunca.
Gracias a Dios que estaba hasta arriba de trabajo. ¿Cómo habría podido afrontar la tristeza de no haber tenido tanto trabajo?
Jocasta estaba entrando en un bar cuando sonó su teléfono.
– ¿Jocasta? Soy Jilly. Jilly Bradford.
– Oh, hola, señora Bradford. ¿Cómo se encuentra? Qué alegría saber de usted.
– Estoy mejor, gracias. Me muero de aburrimiento, claro. Pero sólo quería darle las gracias por publicar esa foto tan bonita en el periódico. Fue muy halagador, y sin duda desengañó a cualquiera que creyera que yo era una vieja senil.
– Sí, sin duda. Me alegro de que le gustara.
– Me gustó. Kate se compró seis periódicos. Es la heroína del momento en la escuela.
Jocasta rió.
– Su nieta es un encanto. Creo que le irá muy bien en la vida.
– Yo también lo creo. O lo espero, al menos. Se lo merece.
Hay una sensación que todos los buenos periodistas conocen: una especie de excitación, una punzada de advertencia de que está formándose algo que está fuera de tu alcance, algo que vale la pena perseguir. Jocasta lo sintió entonces.
– Me contó que era adoptada -dijo.
– ¿Ah, sí? Eso quiere decir que la considera una buena persona. Es una historia extraordinaria, ¿no le parece?
– En realidad, no es tan extraordinaria. Aunque hoy día la mayoría de las chicas no se deshacen de sus hijos, se los quedan y los crían solas.
– No me refería a eso. Me refería a la forma como la encontraron, en el aeropuerto. ¿No se lo contó?
– Bueno, no, en detalle, no. -Cuidado, Jocasta, cuidado.
– Claro. Pero ¿le contó el resto?
– Sí, pero…
– Para ella es muy difícil. Le duele muy adentro, pobrecilla. Que la abandonaran de esa manera.
– Sí, no ha de ser fácil.
El teléfono pitó. Mierda. Si se quedaba en ese momento sin batería se tiraría de los pelos.
– Le cuesta mucho. Y le gustaría encontrarla, claro, aunque yo creo…
Otro pitido.
– Señora Bradford, tendré que llamarla más tarde. Me estoy quedando sin batería. Si…
– No se preocupe. Sólo quería darle las gracias. Venga a verme un día a Guildford cuando esté en casa. Le diré a Kate que lo organice. O podríamos almorzar en un sitio bonito de la ciudad. Creo que eso le apetecerá más. Adiós y…
El teléfono se apagó. Jocasta deseaba tirarlo al suelo y pisotearlo. ¿Qué podía hacer? No podía llamar a Jilly al teléfono del hospital y decir: «¿Qué decía de la adopción de Kate…?».
El momento se había perdido. Y era total y absolutamente por culpa suya.
Jeremy llegó sobre las ocho, con la cara tensa de furia que a ella le daba tanto miedo. Clio le sonrió insegura y dijo:
– Hola, Jeremy. ¿Tienes hambre? He preparado un guiso de liebre…
– Por favor, no me vengas con ésas -dijo él.
– ¿Que no te venga con qué?
– Hacer como si todo fuera normal. No hace más que empeorarlo.
– Jeremy, ojalá me permitieras explicártelo. No dije nada del hospital ni de la señora Bradford a Jocasta…
– ¿Jocasta?
– Sí, la periodista.
– Creí que habíais quedado en el pub.
– Es verdad, pero para hablar de los viejos tiempos.
– Porque no podías hacerlo en casa. ¿Tenías que escabullirte sin contarme que era una vieja amiga?
– Pues, sí, porque creí que desconfiarías, que no querrías creerme. Sabía que no me escucharías, que no me dejarías ir. -Empezaba a enfadarse ella también.
– ¡Que no te dejaría ir! ¿Así es como me ves? ¿Como una especie de tirano? Lo considero del todo insultante.
– Pues no pretendía serlo. Sólo intento explicarte lo que ocurrió, por qué hice lo que hice.
– Y entonces estuviste con ella en el pub, con esa periodista amiga tuya, ¿y no hablasteis en absoluto de esa horrible señora Bradford? ¿Esperas que me lo crea?
– ¡Sí! De hecho, le pedí que no escribiera el artículo y que, por favor, no nos mencionara ni a ti ni a mí.
– Y te hizo caso, claro.
– La verdad es que sí. Si lees el artículo verás que no nos menciona a ninguno de los dos. Puedo ir a buscarlo si quieres…
– ¿Esperas que lea esa porquería?
– ¡Oh, cállate! -dijo Clio, sorprendiéndose a sí misma.
Él también se sorprendió claramente. Clio muy pocas veces pasaba a la ofensiva.