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– No exactamente -dijo Clio-, no. Pero…

– Hecho. Te quedas. Otra botella de vino. Ojalá fumaras, Clio, me haces sentir muy corrupta.

Sacó una botella de vino, la descorchó y sirvió una copa a Clio.

– Salud. Otra vez. Me alegro muchísimo de verte. Aunque sea en circunstancias tan penosas. Y…

Llamaron a la puerta con fuerza.

– Mierda -dijo Jocasta-. Perdóname un momento.

Clio tomó un largo sorbo de vino, sin muchas ganas de ver a nadie, medio escuchando cómo Jocasta saludaba a alguien, y después hablaba en voz baja (era evidente que le contaba a quien fuera que tenía una visita inesperada), y luego por fin entró y dijo:

– Clio, mira quién ha venido: ¡Josh!

Y allí estaba él, delante de ella, no muy cambiado, más o menos como le recordaba, sólo que parecía más grande, los cabellos rubios y los ojos grandes y azules, la sonrisa de dientes blancos, la causa -aunque fuera indirecta- de tantos de sus problemas. ¿Y ahora qué haría?

Capítulo 1 6

– ¡Hola, Martha! Un soplo del pasado. ¡No te atrevas a decir que no te acuerdas de mí!

Por segunda vez en cuarenta y ocho horas, Martha se quedó paralizada de golpe. Conocía perfectamente esa voz. Aquella voz musical y algo aguda. La última vez que la había oído, había sido en una estación atiborrada de Bangkok. Volvió a sentir el calor, y volvió a sentir el pánico, se vio huyendo, fingiendo que no la había oído, que no había visto a Jocasta, escabulléndose por un callejón diminuto y angosto y refugiándose entre el caos de los puestos.

– ¿Martha? ¿Eres tú, verdad? Chad Lawrence me dio tu número. Soy Jocasta. Jocasta Forbes.

– No, claro que no. Quiero decir que claro que te recuerdo. Me alegro de oírte. -Oía su propia voz, asombrosamente normal, agradable, cariñosa, pero no mucho más.

– Me encantaría verte, Martha. Es que, verás, este fin de semana, es muy raro, pero he estado con Clio.

– ¿Clio Scott? -Aquello estaba empeorando por momentos.

– Sí. En fin, Chad me ha dicho que te apuntas al partido.

– Pues, me lo estoy pensando.

– ¿En serio? Yo he oído que eres la posible candidata de tu distrito natal.

– ¡No! Todavía no, al menos. Oye, ahora mismo no puedo hablar.

– Por eso te llamaba. Para que quedáramos. Chad me llamó porque se le ocurrió que podría escribir un artículo sobre ti para el periódico.

Dios mío. Santo cielo. ¿Qué le preguntaría? ¿Qué?

– ¿Para el periódico?

– Sí. Para el Sketch, trabajo allí. Creía que Chad te lo había dicho.

Haz un esfuerzo, Martha, debe de pensar que eres totalmente idiota.

– ¿Qué me dices? Te dará a conocer, ¿no crees?

Hubo un silencio y entonces Jocasta dijo, en un tono de voz diferente:

– Oye, si te vas a meter en política más vale que te acostumbres. No puedes ganar si no te conocen, te lo digo yo. Apunta el número de mi móvil. Llámame si quieres que nos veamos. Cuando quieras que hagamos la entrevista.

– ¿La entrevista?

– El artículo.

– Oh, sí. Sinceramente, Jocasta, no creo que sea posible. Lo siento.

– Bien. No pasa nada. Adiós.

– Adiós, Jocasta. Y gracias por llamar.

– Será asquerosa -dijo Jocasta en voz alta al colgar.

– ¿Qué planes tienes?

La voz de Jeremy era distinta a cómo la recordaba; era casi insegura, nerviosa. Clio estaba mirando la hilera de champús de farmacia y se sorprendió tanto que casi dejó caer la cesta.

– No estoy del todo segura, si te he de ser sincera.

– ¿Dónde… dónde vives?

– En un piso en Guildford. O viviré. Al final de la semana. Esta mañana he firmado el contrato. Mientras, estoy en casa de los Salter.

– ¡Los Salter! ¿Les has contado lo… lo ocurrido?

– ¿Qué te he dejado? Sí, claro, no he tenido más remedio. Pero, mira, Jeremy, estoy en una droguería, y no es el mejor lugar para tener esta conversación. Si quieres hablar conmigo, quedaremos. -Se sentía fría y dominante.

– Sí. Deberíamos quedar. ¿Quieres venir a casa?

– Preferiría no hacerlo. ¿Un pub?

– Claro. ¿Te parece bien el de Thursley? ¿A las seis?

– Qué, ¿hoy? No. Esta noche no puedo. Lo siento.

Sí que podía, pero…

– ¿Mañana, entonces? Pero sobre las siete, porque tengo muchos pacientes.

Clio apagó el móvil y fue a ponerse a la cola de la caja. Su paz y seguridad en sí misma habían sido breves. Sin embargo había sido un comienzo.

– Jocasta, hola. Quería darte las gracias por la otra noche.

– No fue nada, ven siempre que quieras comer como es debido pero, Josh, deberías poner un poco de orden en tu vida.

– Ya, lo sé. No es muy divertido vivir sin Beatrice, y echo de menos una barbaridad a las niñas.

– Espero que sí. Aun así… -Se ablandó un poco-. No creo que vaya en serio en lo del divorcio. Sólo intenta darte una lección.

– No estés tan segura. Ha consultado a un abogado.

– Dios mío, Josh. Lo siento. Anoche no me lo dijiste.

– Es que no quería hablar de eso delante de Clio.

– Es un encanto, ¿verdad? Me cae muy bien. Pero me pareció un poco rara contigo. Josh, ¿hay algo que debería saber? ¿De ti y de ella? ¿No te acostarías con ella, no? ¿Mientras viajábamos?

– ¡Por supuesto que no! -Parecía sinceramente indignado de que Jocasta lo pensara.

– Lo siento. Es que parecía un poco incómoda y no entendía por qué. Sólo es eso.

– Jocasta, no pasó nada entre Clio y yo. ¿Está claro?

Martha estaba intentando trabajar un poco cuando volvió a sonar el teléfono. Era Chad.

– Martha, ¿a qué crees que estás jugando? -le dijo, con una voz tensa y áspera-. ¿Rechazar lo que podría haber sido un gran artículo en el Sketch? ¿Estás loca? Podrías haber ganado centenares de votos, incluso miles. Te recomiendo muy encarecidamente que la veas. Es la oportunidad de iniciarte en la vida política. Al menos, en la fase en que estás tú.

– Sí, pero…

– Martha, hazlo y basta. No va a decir nada malo de ti. Es una historia encantadora. Infancia en Binsmow, el viaje que hicisteis juntas, y después tu vertiginoso ascenso como abogada, la muerte de la limpiadora que te convierte a la política… Es tan hermoso que parece que nos lo hayamos inventado. Vas a llamar a Jocasta inmediatamente. Y haz acopio de humildad antes de hacerlo, está un poco desdeñosa.

– De hecho, Chad, en fin, me preguntaba si…

Dilo, Martha, acaba de una vez, es sólo una frase, unas palabras, y volverás a estar a salvo.

– Martha, ¿qué pasa? Tengo mucho trabajo.

– … si podía cambiar de idea.

La voz de Chad fue profundamente incrédula.

– ¿Cambiar de idea? ¿Cómo? ¿Retirarte?

– Eso… sí.

– Martha, ¿qué coño te pasa? ¿Es que no te das cuenta de todo el esfuerzo que te hemos dedicado? ¿Que el propio Jack Kirkland ha escrito al partido local? ¿Que yo he perdido mucho tiempo por tu culpa? ¿Que Norman Brampton ha trabajado como un mulo, llamando a todo el mundo, y probablemente arriesgándose a sufrir otro infarto? ¿Que hemos convencido a los miembros del partido local contra una oposición considerable, no sólo de que nos apoyen, sino de que tú les representes? ¿Te das cuenta del valor que eso exige por su parte? ¡Cómo te atreves a jugar con nosotros, como una niña pija y tonta! Empiezo a pensar que hemos cometido un craso error.

Martha no dijo nada, preguntándose si debía seguir adelante, sopesando qué miedo era peor.

– Mira -dijo-, tengo que irme. Será mejor que te aclares, Martha, y que lo hagas rápido. Decídete, en un sentido u otro.