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– No -dijo él bajito-, no, no hace falta. Fue poco razonable por mi parte.

Clio le miró fijamente. Se sentía rara.

– Clio -comentó él-, no sé cómo voy a vivir sin ti. Me he dado cuenta enseguida de que…, bueno, de que aún te quiero. Quiero que vuelvas. Lo digo en serio. -Esperó, mientras ella le seguía mirando-. ¿Qué me dices?

– No… no estoy segura -contestó-. Ha sido una sorpresa, la verdad. ¿Quieres decir que puedo seguir trabajando?

– Sí, puedes.

Era tentador. Muy tentador.

– Bueno -dijo Clio-, si puedo seguir trabajando…

– Puedes trabajar, Clio. Lo prometo.

Se calló y la miró.

– ¿Qué?

– Que espero que no sea por mucho tiempo. Que pronto tendremos hijos. Al menos yo, es lo que deseo. Y tú también, estoy seguro.

Clio supo que había llegado el momento, que no podía seguir engañándole por más tiempo, ya que Jeremy había hecho concesiones tan importantes para él.

– Jeremy -comentó Clio-, Jeremy, me temo que eso no va a pasar. O estoy casi segura de que no va a pasar. Tengo algo que decirte, algo que debería haberte dicho hace mucho tiempo.

– Hablemos aquí -dijo él, con la cara inexpresiva.

Clio se sentó más cerca de él. Le cogió la mano, sintiendo lástima por él, como no había creído que pudiera volver a sentir, y con una voz asombrosamente firme, empezó a contárselo.

Capítulo 17

Clio miró las ventanas sin cortinas y los estores todavía dentro de las bolsas de Habitat, y después fue a la cocina, puso el nuevo hervidor, se hizo una taza de café en una de sus tazas nuevas y se preguntó si lograría sobrevivir a su nueva vida.

Jeremy se lo había tomado bastante bien, la verdad. La había escuchado en silencio y respetuosamente y al final habían acordado que la única solución era separarse.

Él quería al menos la posibilidad de tener hijos y estaba claro que, con Clio, era muy poco probable. Y ella tampoco era (eso estaba igual de claro) la persona que él había creído, y aunque la decepción al principio había sido mínima, casi inexistente, había crecido de forma tan desproporcionada y tan rápida, y al final se había vuelto tan trágicamente inmensa, que no podía ni plantearse la posibilidad de afrontarlo.

Clamidia. Era una palabra bastante bonita. Podría ser nombre de chica. No sonaba en absoluto como el nombre de una enfermedad fea y grave. Una enfermedad que casi con certeza la había vuelto estéril.

Todavía no podía estar del todo segura. Aún había esperanza. Sin embargo, los dos últimos ginecólogos habían expresado graves dudas. Sus trompas de Falopio parecían estar completamente obstruidas. Y era culpa suya, sólo culpa suya. Se había acostado con varios hombres a los que apenas conocía, y había contraído esa horrible enfermedad asintomática y silenciosa que había vuelto para atormentarla cuando probablemente era demasiado tarde para hacer nada. Se le negaba una de las cosas que deseaba más que nada en el mundo, la maternidad; todo por un comportamiento alocado e irresponsable cuando tenía dieciocho años.

Todo empezó en el viaje a la isla. La terrible necesidad de saber que los hombres, cualquier hombre, podían desearla, considerarla sexualmente atractiva.

Clio había crecido en una familia extraordinariamente poco comunicativa, reprimida por su padre, anulada por sus hermanas, sintiéndose menos guapa, menos lista, menos interesante de lo que era en realidad. Había ido a una escuela sólo para chicas, y nunca había tenido una gran vida social, sobre todo porque era tímida y estaba gordita y, cuando iba a alguna fiesta, las demás chicas le hacían sombra; las otras siempre eran delgadas y seguras de sí mismas y sabían exactamente cómo explotar sus atractivos. Sus hermanas no habían hecho más que empeorarlo, haciendo comentarios sobre su peso y que no salía mucho, y le decían que debía aprender a afrontar la timidez en lugar de resignarse a ella.

– Es una forma de arrogancia -había dicho Artemis en una ocasión- pensar que todos están pendientes de ti.

Ariadne había dicho que sí, que tenía razón, ¿por qué iban a estar pendientes de ella?

– Olvídate de ti misma un rato, Clio, piensa en los demás para variar.

Había tenido un novio en el último trimestre de instituto. Ni siquiera le gustaba, pero era alguien con quien ir al cine y a quien llevar al baile de final de curso. La había besado un par de veces, y a ella la había asqueado, pero no había ido más lejos. Lo mejor que había hecho por ella era decirle que era bonita, y a ella le gustaba mucho su mejor amigo, lo que la había animado a ponerse a régimen, de modo que cuando se fue de viaje había perdido seis kilos. Así que, aunque en comparación con las otras dos sentía que estaba gorda como una foca -usaba una talla cuarenta cuando las otras seguro que usaban una treinta y seis-, sabía que estaba mucho mejor. De hecho, era casi bonita.

Como la alimentación tailandesa era lo contrario a la comida grasienta, al cabo de dos semanas de estar en Koh Samui ya había perdido tres kilos más. Una mañana se vio en el espejo de la cabaña de alguien y pensó que ya casi no podía considerarse gorda. Los cabellos se le habían aclarado con el sol, estaba bronceada y…, en fin, empezaba a sentirse más segura de sí misma y con menos necesidad de disculparse por su apariencia.

Aunque todavía estaba muy lejos de sentirse sexy.

Fue al ir a Koh Pha Ngan, a una de las fiestas de luna llena que todos le habían dicho que eran tan maravillosas, cuando se sintió vana e inútilmente virginal. Entre las tinieblas, con el fondo de la música resonante, había observado los hermosos cuerpos bronceados y esbeltos, disfrutando de los demás, y aunque se había puesto a hablar con un chico muy simpático, que evidentemente también era virgen, y se habían besado un rato, no había pasado nada más y él se había quedado dormido en la arena, después de fumar demasiada hierba. Clio todavía estaba en la fase de negarse a fumar, y al final se sintió tan mal que volvió a la cabaña y se metió en la cama sola, preguntándose si debería irse a Sidney mucho antes de lo que había planeado. Al día siguiente había vuelto a la relativa familiaridad de Koh Samui sintiéndose muy desgraciada.

Y entonces sucedió algo maravilloso. A la mañana siguiente, mientras bebía un café malísimo en el porche de la cabaña, de repente apareció Josh. Guapo, sexy y encantador.

Él había estado lejos, en el norte. Le dijo que era asombroso, había hecho una excursión de tres días caminando por la selva.

– Montaña arriba casi todo el tiempo, kilómetros y kilómetros, ocho horas al día, y hacía un calor y una humedad terribles. Casi tenía alucinaciones con mi ducha y mi cama.

Había hecho un viaje de veinticuatro horas a un poblado de elefantes, donde se quedó varios días.

Clio le ofreció un poco de su café asqueroso y se sentaron en la playa, donde él siguió contándole su viaje.

Le dijo que había causado sensación con sus cabellos rubios y que todo el poblado se había reunido para observarlo.

– Y me acariciaban los brazos, como soy tan peludo…

– Me encantaría ir -dijo Clio, y entonces, a fin de tener una excusa para marcharse de la playa, añadió que pensaba seguir viajando y que tal vez iría al norte.

– Oh, pero no deberías ir sola -dijo Josh-. Allí es más peligroso que aquí, deberías ir con un guía, pagar las comidas y el alojamiento por adelantado. Hazlo en Bangkok, es muy fácil. ¿Sigues en contacto con las otras?

– No. Jocasta se marchó hace semanas al norte y Martha hace quince días. Para ir a Phuket, creo.

– ¿Así que estás sola?

– Bueno, no, en realidad no. Estoy con dos chicas y un chico.

– ¿Sabes dónde podría dormir yo?

– En mi bungalow -dijo Clio, y después pensó que él creería que intentaba ligárselo y se ruborizó-. Es que somos cuatro, pero uno se marcha hoy. Podemos preguntar al tipo que gestiona el alquiler.