Pensó que seguiría besándola, pero había parado. Tal vez iba a quitarse el bañador. Clio se quedó echada, respirando con esfuerzo, mirándole; después volvió a cogerle la cabeza y le introdujo otra vez la lengua en la boca, sin saber cómo encontrar su pene, cómo introducirlo dentro de ella, y todo el tiempo experimentaba aquella sensación rara y violenta.
Pero de repente él se le resistía, y apartaba ligeramente la cabeza, y luego dijo:
– Clio, ahora no, ahora no. Frena.
Y entonces paró y le sonrió a medias, e incluso a pesar del alcohol y la hierba y su propia ignorancia, Clio lo supo. No la quería, ni ahora ni nunca. La rechazaba, se apartaba como hacían todos, y mirando por encima del hombro vio que la otra chica les miraba desde las rocas, con una expresión divertida. Roja de vergüenza y angustia, se apartó de Josh, se subió las bragas y se fue corriendo, lo más deprisa que pudo, al mar, y se zambulló sin pensar en el coral que le lastimaba los pies, y de haber tenido el valor suficiente habría seguido nadando hasta que no pudieran verla, pero no podía, no podía hacer eso y al final se volvió y le buscó con la mirada en la playa, pero él se había ido y estaba poniéndose en la cola para volver a subir al bote.
Regresaban al puerto. Josh estaba de pie con un grupo de amigos en la proa del barco. Vio que le miraba y la saludó cohibido, y después se volvió a mirar al mar. Una chica se le acercó, le rodeó la cintura, le metió una mano en el bolsillo del pantalón y a Clio le dolió físicamente verlos. Fue como si ahondaran en una herida en su estómago. El regreso se le hizo eterno. Y aquella noche, mientras estaban todos sentados en la playa, sucedió. Un chico, un chico bastante guapo, le preguntó si podía sentarse con ella, le ofreció una bebida y al poco rato empezó a besarla y luego le acarició los pechos, y le metió la mano dentro del pantalón, acariciándole el vello púbico y más adentro. Muy poco rato después, ella le llevó a su cabaña, esforzándose por reírse mucho, esforzándose para que Josh les viera. Y una pequeña parte de su humillación y sensación de insignificancia desaparecieron.
No fue una buena experiencia. El chico la penetró demasiado rápidamente, y le dolió mucho, pero se sintió curada y reivindicada y menos humillada, todo al mismo tiempo, y esperó contra toda probabilidad que Josh se diera cuenta de que alguien sí la quería, y que estuviera solo en la playa y en el bote y en toda Tailandia, por ser lo bastante idiota de haberla rechazado.
En los siguientes meses, se acostó con muchos chicos, algunos extraordinariamente guapos y sexys. A veces disfrutó y otras no. Lo importante parecía ser que fuera capaz de convencerles de que la querían. Se había convertido en una furcia, a su modo de ver, y también creía que debía despreciarse a sí misma, pero no se despreciaba. No experimentaba muchos sentimientos hacia sí misma. Simplemente huía de la persona inocente, aburrida y gorda que había sido y que tanto miedo le daba. Cada vez que se acostaba con un chico, esa persona se alejaba un poco más.
La que volvió a casa era una nueva Clio, más delgada que nunca, con los cabellos aclarados por el sol y un bronceado intenso. Una Clio que atraía a los hombres con facilidad, pero que seguía siendo nerviosa, deseosa de complacer, y estaba muy lejos de sentirse segura de sí misma sexualmente.
Y la nueva Clio no sabía, ni se le había ocurrido, que podía cargar con un legado de esos días despreocupadamente peligrosos que la dejaría marcada para el resto de su vida.
– Pensaba… pensaba que tal vez podríamos vernos. -Era la voz inconfundible de Kate, más temblorosa de lo normal. Era evidente que estaba nerviosa-. Almorzar o tomar algo, como dijiste tú.
– Por supuesto. -Jocasta sonrió-. Me gustaría mucho. ¿Cuándo tenías pensado?
– El sábado es el mejor día. Por la escuela.
– Hoy no puedo. ¿La semana que viene? ¿Quedamos en The Bluebird, en King's Road? Hay mucho ambiente, sobre todo los sábados.
– Pues no lo sé. ¿No es muy caro?
A Jocasta se le enterneció el corazón. Qué niña era Kate. ¿Cómo podía pensar en eso? Ella no lo pensaba. Ni por asomo.
– Kate, invito yo. Yo lo propuse, ¿recuerdas? ¿Sabes dónde está? Al final de todo, cerca de World's End.
– Creo que sí. Lo encontraré.
– Muy bien. A la una y media.
– Bien.
– Ah, Kate…
No, Jocasta. No.
– ¿Sí?
– ¿Cuándo es tu cumpleaños?
– El 15 de agosto. ¿Por qué?
– Es que pensaba en lo de las prácticas. Bien. Quedamos el sábado. ¿Cómo está tu abuela?
– Está muy bien, gracias. Adiós, Jocasta.
– Adiós, Kate.
Jocasta colgó el teléfono y se quedó mirándolo un buen rato. Después, muy despacio, como si alguien tirara de ella hacia atrás físicamente, se introdujo en el archivo del Sketch con el ordenador y tecleó «15 de agosto de 1986».
Capítulo 18
Carla Giannini era una de las grandes editoras de moda del periódico. Sabía exactamente qué querían los lectores de una sección de moda: no tanto siluetas y largos de falda, telas y cortes, como sexo. No se ocupaba de las colecciones y los diseñadores de alta costura. Con fotógrafos de la mejor calidad sacaba trajes pantalón y vestidos de Zara, Top Shop y Oasis, zapatos de Office, vaqueros y jerseys de punto de Gap, en modelos jóvenes y de piernas largas, que se pavoneaban en sus páginas con ojos turbios y sexys.
La propia Carla era una belleza, de ojos oscuros y rasgos más bien fuertes, al estilo de una joven Sophia Loren. Tenía un despacho en las nuevas oficinas y la mesa de Jocasta estaba cerca. No eran exactamente amigas, pero se pasaban tabaco y a menudo se contaban sus problemas, tan extraordinariamente diferentes, al final del día en un bar cercano, y de vez en cuando Carla invitaba a Jocasta a balnearios como Ragdale Hall y Champenys, donde los agentes de prensa obsequiaban a los periodistas con un fin de semana, con la esperanza de que los sacaran en sus publicaciones, o mejor aún, sacaran alguna fotografía.
El mayor problema de Carla era encontrar chicas para las fotos. Le gustaba sacar chicas de verdad, no del todo corrientes, pero sí cantantes, actrices, diseñadoras, chicas que tuvieran algo más que medidas y una carrera de modelo. Utilizaba a amigas, hijas de amigas, hermanas de novios, incluso a sus propias hermanas. Había intentado convencer a Jocasta para que hiciera de modelo, sin ningún éxito. Sin embargo, creyó que le había tocado la lotería cuando pasó por el Bluebird Cafe el sábado a la hora del almuerzo y vio a Jocasta sentada a una mesa, hablando animadamente con una de las chicas más guapas que veía desde hacía tiempo.
Anna Richardson volvió a llamar a Clio.
– Nos vamos mañana. Oye, piénsate lo de solicitar el empleo en Bayswater. Me preguntaron si te lo había dicho. Te quieren a ti.
Clio dijo que lo pensaría. En serio. Y se sirvió una copa de vino para celebrarlo. Al menos alguien la quería y no en un sitio cualquiera, sino uno de los mejores hospitales universitarios de Londres. La hacía sentir muy diferente. Más feliz. Más suelta. Menos desastrosa.
Mientras tomaba otra copa, se sentó a la mesa y se puso a escribir una carta.
– No -dijo Jocasta-. No, no, no, Carla. No puedes. No quiero ni que lo intentes, ¿está claro?
– ¿Pero por qué no, Jocasta? Es guapa. Preciosa. Por favor. Te llevaré a Babington House el fin de semana. Te invitaré a cenar en Daphne's. Te dejaré ponerte mi chaqueta Chanel…
– No -dijo Jocasta.
– No voy a venderla a un tratante de blancas, por el amor de Dios. Sólo la voy a vestir y hacerle unas fotos. ¿Quién es?