– ¿Va a ser peluquera? -exclamó él con una expresión tan incrédula como si Kate hubiera dicho que Sarah iba a entrar en un convento-. Qué cutre.
– ¿Qué tiene de cutre ser peluquera? -exclamó Kate a la defensiva-. A ella le gusta.
– Es un trabajo cutre -insistió él-, todo el día atendiendo a mujeres, haciéndoles la pelota y dándoles revistas para leer, y todo ese rollo. Mi madre es peluquera y yo solía pasar las tardes con ella después de la escuela. Era espantoso.
– Pues a Sarah le gusta. Le dan buenas propinas.
– ¿Ah, sí? -Ya no parecía interesado en Sarah. Kate se animó. Tal vez sólo preguntaba por cortesía.
– Bueno, ya hemos llegado -dijo él, entrando en su calle y haciendo chirriar los frenos.
Dejó el estéreo en marcha. Kate vio que su abuela espiaba por la ventana. Dios mío, que no saliera y pidiera que se lo presentara.
– Tengo que irme -dijo ella-. Muchas gracias por acompañarme.
– ¿Quieres que salgamos el sábado? -preguntó él. Le miraba las piernas y ella las sacó del coche de lado-. De copas por Brixton.
Kate sintió que se ruborizaba de emoción. Era increíble. Nat Tucker la invitaba a salir.
– Bueno… -Logró esperar un momento y después dijo-: Sí, de acuerdo.
Su tono fue asombrosamente moderado.
– Te recogeré. A las nueve. ¿De acuerdo?
– Sí. De acuerdo.
El esfuerzo por mantener una cara inexpresiva, un tono de voz despreocupado, era tan inmenso que casi no podía respirar. Se había alejado unos pasos cuando él la llamó.
– ¿No quieres la mochila?
– Oh, oh, sí. Gracias.
Nat bajó del coche, sacó la mochila y se la pasó por encima de la verja.
– Adiós y hasta pronto.
Kate fue incapaz de decir nada.
– ¿Martha? Hola, soy Jocasta.
– Creo que te habría reconocido -dijo Martha. Sonrió de una forma amable y cortés-. Estás igual que siempre. Pasa.
– Me temo que no estoy igual. -Jocasta entró en el piso. Era sencillamente alucinante. Suelo de madera clara, paredes blancas, ventanales inmensos y una cantidad mínima de muebles de color negro y cromo-. Qué maravilla -dijo.
– Gracias. Me gusta. Y está cerca del trabajo.
Martha también estaba maravillosa, de una forma elegante y cuidada. Estaba muy esbelta, y vestía con pantalones gris oscuro y una blusa de seda color crema. Su piel también era de color crema, y casi sin maquillar, sólo un poco de sombra de ojos y rímel y los labios pintados de beige oscuro. Tenía el pelo castaño liso y brillante, con mechas, cortado a la altura de los hombros.
– ¿Dónde? -preguntó Jocasta-. Me refiero al trabajo.
– Ah, ahí detrás. -Martha gesticuló vagamente hacia el mundo que había tras ellas.
– Sí, pero ¿cómo se llama?, ¿qué haces exactamente?
– Soy socia de un bufete de abogados de la City. Por ahora. -No accedió a decirle a Jocasta el nombre de la empresa.
– Vale. ¿Es divertido?
– Divertido no es la palabra, pero me gusta. ¿Te apetece un café o algo?
– Sí, por favor.
– Discúlpame un momento. Ponte cómoda. ¿Necesitas una mesa o un sitio para escribir?
– No, no te preocupes.
Desapareció. Menuda esnob, pensó Jocasta, y recordó a la otra Martha, más bien nerviosa y deseosa de hacer amigos, un poco a la defensiva con su familia. Demasiado educada y ansiosa por caer bien, ¿qué la había cambiado tanto? Clio apenas había cambiado.
Y era divertida. Muy divertida.
– Bien, ya está. -Martha apareció de nuevo, con una bandeja negra de madera, con tazas blancas, la cafetera, una jarra de leche y un bol con terrones de azúcar moreno y blanco. Jocasta casi esperó que dejara la cuenta sobre la mesa, delante de ella.
– Gracias. Bueno, salud. -Levantó su taza-. Me alegro de verte.
– Y yo a ti.
Estaba demasiado rígida, notó Jocasta, quieta y en absoluto control. También estaba claro que estaba muy nerviosa. Parecía raro en una persona tan obviamente segura de sí misma. En fin, para eso eran las entrevistas. Para descubrir cosas.
– Dime -dijo-, ¿qué hace tu hermano? ¿Es abogado?
– Oh, no -contestó Jocasta-, es un trabajo demasiado duro. Está trabajando para la empresa de la familia. Está casado, más o menos. Tiene dos niñas. -Sonrió a Martha-. ¿Fuiste a la Universidad de Bristol, verdad?
– Sí.
– ¿Y qué? ¿Te gustó?
– Sí, mucho.
– ¿Qué estudiaste?
– Derecho. Oye, ¿esto forma parte de la entrevista? Por que ya te he dicho…
– Martha -dijo Jocasta-, me estoy poniendo al día. Te contaré cosas de mí si quieres. Y de Clio.
Eso picó la curiosidad de Martha.
– ¿Cómo está Clio?
– No muy bien -dijo Jocasta-. Se está divorciando. Pero en el trabajo le va de maravilla.
– Qué pena, lo del divorcio. ¿Conoces a su marido?
– No. Parece un gilipollas. -Sonrió expansivamente a Martha-. Es cirujano. Arrogante, pagado de sí mismo. Está mejor sin él. La verdad es que yo le hice enfadar.
– Creía que no le conocías.
– Personalmente no. Pero escribí sobre su hospital. Una larga historia. En fin, no le hizo ninguna gracia.
– Ya me lo imagino -dijo Martha.
Cogió su taza de café. Le temblaba ligeramente la mano. Jocasta lo notó. Su pequeña mano con una perfecta manicura.
– Pero ella es la misma Clio de siempre. ¿Recuerdas que empezamos a llamarla pequeña Clio al segundo día de estar en Bangkok?
– No, no me acuerdo -dijo Martha.
Estaba decidida a frenar cualquier intento de reminiscencia.
– ¿Seguiste el plan que tenías, ir a Australia y acabar en Nueva York?
– Tienes una memoria asombrosa -dijo Martha-. Sí fui a Australia, pero no viajé mucho por Estados Unidos. Mira, Jocasta, no quiero ser descortés, pero no tengo mucho tiempo. Creo que deberíamos empezar.
– Por supuesto. Manos a la obra. Empezaremos por algunos datos básicos.
– ¿Como cuáles?
– Bueno, lo de siempre: tu edad, lo que haces, cómo te metiste en política, todo eso. Después iremos a los detalles. Es una buena historia, creo.
Vio que Martha se relajaba poco a poco y recuperaba la seguridad al asumir el control, presentando lo que era evidentemente una historia muy ensayada. Y era una buena historia, desde un punto de vista periodístico: la muerte de la mujer de la limpieza, su deseo de hacer algo por ayudar, para cambiar las cosas, su entrada en el Partido Progresista de Centro, su vuelta a las raíces.
Jocasta escuchó educadamente, le hizo preguntas sobre el Partido Progresista de Centro, sobre el número de parlamentarios que tenía, cuántos creían que se presentarían a las elecciones generales. Siguió con un rollo muy aburrido sobre el proceso electoral, y entonces empezó, de una forma muy furtiva, a cruzar la puerta. Lo que tenía de momento no la convertiría en la próxima Lynda Lee-Potter.
– Está claro que en tu despacho te va de maravilla -dijo-. ¿No lo echarás de menos?
– Seguramente, pero creo que vale la pena hacer algo, aunque sea poco.
– Me refería a los lujos.
– ¿Disculpa?
– Es evidente que este piso no es barato. Y que te gusta la ropa cara, reconozco los zapatos Jimmy Choo a primera vista. Y los bolsos de Gucci, si hace falta.
– Jocasta, no creo que eso sea relevante. -Había vuelto a ponerse tensa.
– Claro que lo es. Tiene que importarte mucho para abandonarlo todo. Creo que es estupendo.
– Bien -se relajó un poco-, bueno, ya te he dicho que me gustaría hacer alguna cosa. Y los bolsos de Gucci no pasan de moda. No podré tener el último modelo. Si me eligen, claro.
– Tendrás que ir y venir de Suffolk a menudo.
– Bastante. Todos los fines de semana.
– ¿Qué coche tienes?
– ¿Es importante?
– No lo sé. Sólo pensaba que tal vez también tendrías que cambiarlo. Chad me dijo que tenías un Mercedes descapotable.