– No me lo puedo creer -repetía-. ¿Cómo es posible que me hagáis esto?
– No te estamos haciendo nada, Kate -dijo Helen-, excepto cuidar de ti.
– Ah, claro. Y eso lo hacéis no dejándome salir unas horas con unos amigos.
– Kate, no estamos hablando de que salgas unas horas con unos amigos -dijo Jim-. Acabas de decir que quieres ir a un club en uno de los barrios más peligrosos de Londres con un vago…
– ¡No es un vago! -gritó Kate-. Trabaja para ganarse la vida. ¿Te enteras? Gana dinero, tiene un empleo. Un trabajo. ¡Y qué sabrás tú de Brixton!
– Es un barrio… conflictivo -dijo Helen.
– Lo que quieres decir es que hay muchos negros. Eres racista, encima.
– ¡Kate!
– La gracia de los clubes de Brixton es que son una pasada. Sarah ha ido muchas veces. Papá, ¿qué crees que va a ocurrirme, por Dios? ¿Que me tomaré un éxtasis y me moriré? ¿Que me pegarán una paliza? ¿Que acabaré tirada en la calle? Estaré con Nat. Él cuidará de mí.
– No -dijo Jim-. No irás con nadie, y es mi última palabra.
Kate le miró furiosa y después dijo:
– No puedo creer que seas tan ignorante.
Salió de la habitación y muy pronto el estruendo familiar de su música llenó la casa.
Jim miró a Helen.
– Estás de acuerdo conmigo, ¿no?
– Por supuesto que estoy de acuerdo. Es un lugar terrible, con un índice de delincuencia altísimo, y ella todavía es una niña. Ah, hola, mamá.
– ¿Qué ha pasado?
– Kate quería salir por Brixton -dijo Helen de mala gana.
Sabía cuál sería la reacción de su madre.
– ¿En serio? Y supongo que no la dejáis.
– Por supuesto que no.
Jilly suspiró, dejó el bastón de puño de plata que se veía obligada a utilizar y se sentó.
– Mi madre me prohibía ir a un club llamado Blue Ángel. En aquella época se consideraba muy pecaminoso, había un pianista negro maravilloso llamado Hutch que se decía que había tenido una aventura con la duquesa de Kent. En fin, fui un año después y la verdad es que estaba bien y lo pasé en grande. Y a consecuencia de eso decidí que mi madre era un poco tonta y le perdí un poco el respeto.
– Mamá, no creo que los clubes de Brixton puedan compararse con el Blue Ángel. Eres tú la que pareces tonta.
– Esas cosas siempre son relativas. ¿Con quién quiere ir, si puede saberse?
– Con un chico horrible que quiere llevarla en su coche.
– ¿No será el que la trajo de la escuela el otro día? -dijo Jilly-. Está como un tren. Entiendo que quiera salir con él. Yo misma iría si pudiera. Esa podría ser la solución -añadió-. Podría hacer de carabina. ¡Sería divertido!
– ¡Oh, mamá, por favor! -dijo Helen hastiada.
Su madre volvería a su casa al cabo de pocos días y no podía evitar desear que llegara el momento.
Jilly oyó que Kate bajaba cuando todos se habían acostado. Se levantó de la cama que tenía en el comedor y fue a la cocina, donde Kate se preparaba un té.
– Hola, cariño. ¿Me preparas uno a mí también? Siento que no puedas salir con ese chico.
Kate la miró con la cara enrojecida.
– Oh, abuela -dijo-, ¿qué le voy a decir? Eso es lo peor, pensar en una excusa que no sea totalmente penosa.
– A ver si puedo ayudarte -dijo Jilly-. Mentir es lo mío.
Se inventaron una buena mentira: que Jilly volvía a casa aquel fin de semana y Helen había insistido en que Kate la acompañara, para cuidarla. Kate llamó a Nat y se lo soltó, pero se dio cuenta de que no le hacía ninguna gracia.
– ¿No puedes negarte? ¿Decir que tienes que salir conmigo?
– No puedo -dijo Kate con tristeza.
– Vale, bueno. Ya nos veremos.
Le colgó. Kate subió y lloró.
Al día siguiente caminaba por la calle con Bernie cuando se oyó un frenazo y un estruendo de música. Era Nat en su Sax Bomb.
– Hola -dijo.
– Hola.
– ¿Quieres salir el sábado, Bern?
– Puede. ¿Dónde vas?
– A Brixton.
– Sí. Claro. Que bien.
– Adiós. Ya nos veremos.
No hizo ni caso a Kate. El esfuerzo de ella por mostrar desinterés fue tan grande que sintió un dolor físico. Especialmente cuando Bernie sacó el móvil y llamó a una docena de personas para contárselo. ¿Cómo podría vivir así? Todos, absolutamente todos, pensarían que era penosa.
Eran los conservadores, los conservadores de derecha los que más odiaban el nuevo partido. Blair mostraba una buena disposición hacia ellos. Desde ese punto de vista le habían hecho un favor, y habían debilitado a la oposición. Chad Lawrence fue el primero en sentir el vitriolo poco después de la presentación.
Un día, al entrar en la sala de fumadores, el reducto de parlamentarios conservadores le hizo el vacío. Un miembro venerable dijo que le gustaría recordarle que ya no era conservador:
– Más que eso, eres un traidor. No podemos prohibirte la entrada, pero podemos negarte un buen recibimiento.
Chad bajó a la Sala Pugin, sorprendido de su propio malestar.
Janet Fran estaba allí tomando un té. Chad le preguntó si podía sentarse con ella.
– Acaban de darme la patada en la sala de fumadores. Más o menos me han dicho que no era un caballero.
– Vaya por Dios -dijo Janet-. ¿O sea que habrá duelo al amanecer?
– Por supuesto. -Le sonrió. Pensó en lo simpática que era, y en que a pesar de su personalidad de esposa amable y comprensiva y madre y política comprometida en nombre de los ancianos y los desposeídos, podría haber dejado a Maquiavelo como un principiante.
Chad pidió un whisky doble.
– No es fácil, no. A veces… -la miró-, a veces, ¿tú también lo sientes? ¿En el fondo del fondo?
– Por supuesto. En mis horas más bajas -comentó Janet-. Pienso en el SDP. Tuvieron un inicio igual de fulgurante, y de todos modos se estrellaron. -Le cogió la copa y bebió un poco de whisky-. Pero asoma el día y pienso que he sido derrotista y tonta.
– No eres ninguna de esas dos cosas -dijo Chad-. Yo pienso en ti como nuestra Boadice, cruzando el puente de Westminster a caballo. Estará bien tener a Gners a bordo, ¿verdad? Es un fichaje maravilloso, un peso pesado.
– Sí…
Algo en su voz le hizo escuchar atentamente.
– ¿No te gusta?
– Claro que me gusta. Es encantador. No sé si es un peso pesado, eso es lo que pasa. Sí, sé que es maravilloso en los debates, pero un par de personas me han dicho que no lo es tanto cuando se trata de arremangarse y ponerse a trabajar. Probablemente no estoy siendo justa.
– Eso espero. Lo único que me preocupa a mí es su tendencia a bajarse los pantalones. Es un mujeriego. O lo era. Tiene muy mala fama.
– Ya se lo dije a Jack. Le dije que estuvieran al tanto de las habladurías. En fin, seguro que será un gran fichaje para el partido.
– Eso espero.
– Lo será. Ánimo, Chad. A la hora de la verdad, saldrá el hombre.
– O la mujer. Ya, claro. Tienes razón.
Chris Pollock entró como una tromba en la sala de prensa y tiró un artículo en la mesa de Jocasta.
– ¿Qué coño es esto? ¿Esto te parece un buen perfil, Jocasta? Porque ya puedes irte buscando otro periódico para publicarlo. No pienso publicar esta porquería. Es soso, no es informativo, no tiene vida…
– Más o menos como ella -dijo Jocasta bajito.
– ¿Qué has dicho?
– Nada. No, lo siento, Chris. A mí tampoco me gusta, si te he de ser sincera.
– Entonces, ¿por qué coño me lo entregas? Y esta foto. ¿De qué vas? No pienso publicarlo a menos que le saques algo más, que encuentres un ángulo potable. Mejor las dos cosas. Pero no puedo perder más tiempo con esto. Tengo que llenar el hueco con algo. ¡Qué mierda!
Se marchó como una tromba, gritando mientras avanzaba hacia la sala de imágenes. Carla salió de su despacho.