– Y haría bien. Y tu padre también debería.
– Mi padre murió. Mi madre y yo estamos solos. Con los pequeños.
– ¿Cuántos pequeños?
– Cinco. Soy el mayor.
– Ya. Y una trucha o una liebre de vez en cuando no van mal. Mira, te dejaré frente a tu casa y nadie se enterará.
El chico se miró el tobillo.
– De acuerdo -dijo por fin. Y después, de mala gana-: Gracias.
– No hay de qué. Una cosa a cambio. ¿Cómo se entra en la finca? Tú debes saber cómo.
– No.
– Por supuesto que lo sabes -dijo Jocasta rápidamente-. No seas tonto.
Hubo un largo silencio y después el chico dijo:
– Sigue esta pista hasta el muro. Camina hacia la derecha. A un centenar de metros hay un árbol muy grande. Una de las ramas cuelga hasta el otro lado del muro.
– Es un buen salto, ¿no? -dijo Jocasta sopesándolo-. Este muro tiene tres o cuatro metros de altura. ¿Y luego cómo se sale?
– No pienso decirte nada más -dijo-. Creía que sólo querías entrar.
Ella lo pensó un momento. Era bastante cierto, ya encontraría la forma de salir.
– Es verdad -dijo poniéndose de pie. Le ofreció una mano para levantarse-. En marcha.
Veinte minutos después, estaba de vuelta. Aparcó el coche bastante más abajo. No quería que los demás siguieran sus pasos. Sacó la linterna del vehículo, se colgó la mochila a la espalda y cerró la puerta del coche silenciosamente. Se puso la capucha de la sudadera y empezó a seguir el camino otra vez, por la cuneta, buscando la pista. No quería equivocarse. Sólo le faltaría perderse.
Bien. Había llegado al muro. A la derecha, había dicho él, un centenar de metros… Árbol, árbol, ¿dónde estaba el árbol, caray?
¡Ahí! Justo allí, cuando el muro dibujaba una curva. No le costó mucho trepar, hasta que llegó a la altura del muro, encaramada a una rama muy gruesa, con otra rama paralela sabiamente colocada para apoyarse.
Después la situación empeoró. Saltó a la pared con cierta facilidad, pero entonces tenía que bajar por el otro lado. Y era un salto de cuatro metros: sobre la hierba, eso sí, pero aun así parecía muy alto.
Y la casa no se veía por ninguna parte. No tenía ni idea de la dirección que debía tomar. Calculó mentalmente que apuntaría a las diez desde donde aterrizaría, pero era una pura conjetura.
Mierda, mierda. Debería haberse llevado un mapa. ¿Y si Keeble tenía perros vigilando la finca, o un guardia armado como se rumoreaba que tenían los gemelos Barclay?
– Oh, qué coño -dijo en voz alta.
Se quitó la mochila y la tiró, y después, pensando a la cámara lenta del miedo si aquélla sería la última cosa que haría, saltó detrás.
Capítulo 20
Jocasta salió de los matorrales y miró a su alrededor: ni rastro de la casa. Ya la encontraría. Por ahora lo había hecho de maravilla. Chris Pollock estaría orgulloso de ella. En cuanto a Nick…, no había pensado en Nick desde hacía horas, ¡qué desastre! De repente escuchó ladrar a un perro. Tenía perros guardianes. Pero el sonido no se movió. Permaneció quieto. Eso significaba que el perro estaba atado en alguna parte o se encontraba dentro de la casa. Seguiría el sonido.
Mientras avanzaba, despacio y con cautela, con la luz de la linterna baja enfocando al suelo, se preguntó cómo sería Fionnuala. Aisling, la segunda esposa de Gideon, se había casado con Michael Carlingford hacía un par de años y vivía medio año en Barbados y medio año en Londres. El divorcio había sido desagradable y ruidoso y era evidente que habían enviado a un internado a Fionnuala para que no fuera una molestia para sus padres. Jocasta sabía cómo te hacía sentir eso. De haber tenido ella ocasión de huir con una estrella del rock, lo habría hecho, sólo para causarles todos los problemas y vergüenza posibles.
Uno de los pocos fragmentos de información disponible sobre Fionnuala era que era una gran jinete, y que había tenido a su disposición caballos caros desde el momento que había sido capaz de montar. Montaba en algún acto ocasional, y cazaba de vez en cuando, y ésas eran las pocas ocasiones en las que le habían sacado alguna fotografía satisfactoria para las columnas de chismes. Fotos de una carita bastante rígida y seria bajo su gorra de montar.
En las dos ocasiones en que Jocasta había hablado un buen rato con Gideon Keeble, no la había mencionado. De hecho, podría no haber sabido que tenía una hija. Otra similitud entre ella y Fionnuala.
– Tienes muy mala cara, cariño.
– Estoy fatal. No creo que pueda aguantar mucho más.
Era tan poco propio de Helen quejarse que todos dejaron lo que estaban haciendo y la miraron.
Helen había tenido bronquitis después de Navidad, como todos los años, pero parecía haberle rebrotado. Las últimas semanas había tosido mucho, noche tras noche, había dormido poco y tenía un constante dolor de cabeza.
– Estás en los huesos -dijo Jim-. Demasiadas preocupaciones, seguro. Tu madre, la publicidad, todo. Ha sido mucha tensión para ti. Te pondrás bien pronto.
– ¡Papá! -exclamó Juliet-. ¿Eso es todo lo que puedes decir? Pobre mamá. Deberías llevarla a alguna parte. Que tome un poco el sol.
– Juliet -dijo Jim-, hablas como tu hermana. ¿Adónde quieres que la lleve, al sur de Francia o algo así?
– Pues sí. ¿Por qué no? Seguro que se está la mar de bien ahora.
– Seguro que sí. Y yo soy el rey Midas. ¿Sabes lo que cuesta ir allí?
– Cuarenta y cinco libras cada uno -dijo Juliet con firmeza-. Mira, lo dice en el periódico. Easyjet a Niza, cuarenta y cinco libras.
– Es una idea estupenda, Jim -dijo Helen-. Un poco de sol me iría de maravilla.
Todos la miraron. Ella nunca pedía nada para sí misma.
– La semana que viene tenemos vacaciones -dijo Juliet-. Venga, papá, dale un gusto a mamá.
– ¿Y a vosotras quién os cuidará?
– Podemos ir a casa de la abuela. Podemos ir las dos, porque tenemos vacaciones.
– Sí, o podría ir a casa de Charlotte -dijo Juliet-. Oh, venga, papá. Vive peligrosamente.
Janet caminaba por el vestíbulo central, con el abrigo y el portátil en la mano, cuando oyó que la llamaban.
– ¡Janet! ¡Hola! ¿Cómo estás? Hace días que quiero hablar contigo. -Era Eliot Griers. Le sonreía a su manera infantil-. ¿Tienes tiempo para tomar algo?
– Lo siento, Eliot, pero no. Esta noche quiero llegar pronto a casa. Son sólo las ocho y media.
– Bueno, qué se le va a hacer. Nos veremos mañana. En la fiesta de bienvenida de Jack. Y gracias por tu mensaje. Me muero de ganas de trabajar con vosotros.
– Genial. Sí, será maravilloso tenerte a bordo. Estamos en plena lucha ahora mismo, como puedes imaginarte.
– Por supuesto, pero es emocionante. En fin, Janet, quería pedirte un favor.
– Adelante -dijo ella, sonriéndole con cierta frialdad.
– Tengo una electora, una chica muy simpática, que es abogada de derechos humanos. Le comenté que estabas en la comisión y me dijo que le gustaría mucho conocerte. ¿Querrías dedicarle media hora?
– Claro -dijo-. Que llame a mi secretaria mañana y quede con ella.
– Es maravilloso. Le diré que le daremos una gira por aquí. A los electores les encanta. Ahora mismo no podemos perder a ninguno, ¿verdad? Es una chica muy inteligente, no te hará perder el tiempo.
Seguro que también era muy guapa, Janet estaba convencida.
Jocasta se encontró en la parte trasera de la casa. Era una maravilla, de estilo georgiano clásico, con unos ventanales altos preciosos en los que se reflejaba la luz de la luna y un porche que la recorría en toda su longitud.
De repente se sintió casi avergonzada. Caminó despacio siguiendo el porche, mirando dentro de las habitaciones: una salita iluminada con luz tenue, lo que parecía una biblioteca en semipenumbra, después un par de habitaciones a oscuras y lo que evidentemente era un estudio. Estaba bien iluminado. Mientras miraba, Gideon Keeble entró en la habitación, hablando por el móvil. Se sentó a la mesa, y de repente apagó el móvil y se quedó mirándolo como si no lo hubiera visto nunca. Después lo dejó, lenta y suavemente en la mesa, apoyó los brazos en el escritorio y enterró la cabeza en ellos.