Helen sintió que la sensación de injusticia se le atragantaba en la garganta. El deseo de decir algo infantil tipo: «Tu madre de verdad no ha demostrado mucho interés por ti por ahora», era muy fuerte. Pero con calma dijo:
– No seas tonta, Kate. No te tengo encerrada y no quiero estropearte nada. Lo sabes perfectamente. Sólo creo que eres demasiado joven para ir sola al Clothes Show, nada más.
– No iré sola -dijo Kate-. Iré con Sarah. Y pienso ir. Sé por qué no quieres que vaya: porque no te gusta Sarah. Nunca te ha gustado. No lo niegues, sabes que es verdad. Y no te molestes en llamarme para que baje porque me voy a mi habitación y no pienso cenar. ¿Está claro?
– Bien -dijo Helen-, como quieras.
El grupo de Apoyo a la Adopción estaría orgulloso de ella, pensó Helen. No era un gran consuelo.
Más tarde, después de cenar y después de que Kate apareciera para prepararse una tostada haciendo todo el ruido y creando el mayor desorden posible y se volviera a su habitación, sin dirigirle la palabra, Helen le preguntó a Jim si no estarían siendo demasiado estrictos.
– Tiene catorce años y muchos de sus amigos van a ir.
– Pues ella no -dijo Jim, cogiendo el periódico-. Es demasiado joven y se acabó.
Helen empezó a vaciar el lavavajillas y pensó como siempre en aquellas ocasiones, en la madre de Kate. Se imaginó que ella habría dejado ir a Kate al Clothes Show. Sería de esa clase de personas. Liberal. Divertida. Y por supuesto del todo irresponsable…
Seguramente tampoco se encontraría pringando con el lavavajillas.
Mucho más tarde, tras meterse en la cama, oyó llorar a Kate. Se levantó de la cama, en silencio, para no despertar a Jim, y salió al pasillo. Llamó a la puerta de la habitación de Kate.
– ¿Puedo pasar?
Hubo un silencio; era una buena señal. Si Kate le gritaba «no», sería imposible hablar con ella. Helen esperó. Por fin oyó:
– Pasa.
Estaba echada boca abajo, con los cabellos rubios desparramados por la almohada.
– Cariño, no llores, por favor. ¿Quieres beber algo? ¿Te preparo un chocolate?
– No, gracias.
Las gracias también eran una buena señal.
– ¿Tienes ganas de hablar?
– No me apetece, la verdad.
Eso significaba que sí.
Helen se sentó en la cama, con sumo cuidado.
– Lo siento, mi vida. Lo del Clothes Show. Papá y yo hemos hablado de eso otra vez.
– ¿Y? -La voz de Kate estaba llena de esperanza.
– Lo siento. Tal vez el año que viene.
– Mamá, tengo catorce años. No cuatro. Habrá montones de chicas de mi edad. Por Dios, ¡papá es un dinosaurio!
– No es verdad -dijo Helen, esforzándose por ser leal-. Los dos pensamos lo mismo. Lo siento. Mira, ¿te gustaría que fuéramos de compras mañana? ¿Que nos gastemos el dinero del regalo de cumpleaños de la abuela?
– ¿Y que me compres unos calcetines blancos? No, gracias.
Hubo un silencio. Después Kate dijo:
– Mami…
– ¿Sí?
– Yo no te odio.
– Ya sé que no, cariño. Nunca lo he pensado.
– Mejor. Es que a veces estoy tan enfadada. Enfadada con ella. Con mi… con mi madre. Es que… si supiera por qué lo hizo, me sentiría mejor. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Cómo? Podría haber muerto, podría…
– Mi vida, estoy segura de que se aseguró de que te encontraría alguien. Antes de… antes de irse.
Hubo un largo silencio y después Kate dijo:
– Me gustaría tanto saber algo de ella. Porque tener un hijo tiene que doler. Y hacerlo sola, no decírselo a nadie… Debía de ser muy valiente.
– Muy valiente.
– A veces intento imaginar en qué me parezco a ella. De qué manera. Pero no creo que yo sea tan valiente. Por ejemplo, yo no me dejaría hacer un empaste sin anestesia. Tener un hijo debe de doler mucho más. Y luego pienso: ¿qué más sé de ella? Apenas nada. Sólo que fue tremendamente irresponsable. ¿Es eso lo que te preocupa de mí? Por eso estás tan encima de mí, porque crees que me iré por ahí y me acostaré con alguien y me quedaré embarazada. Seguro que es eso.
– Kate, no seas tonta. No pensamos nada de eso.
– Entonces ¿por qué sois tan anticuados y estrictos conmigo?
– Sólo queremos protegerte. Es…
– Lo sé, lo sé, el mundo es un lugar muy malo, lleno de traficantes de drogas y tratantes de blancas en todos los rincones. Sobre todo en el Clothes Show. -Sonreía a medias-. Está bien, mamá. No puedes evitar ser mayor.
– No puedo, no. Lo siento. ¿Estás mejor ahora?
– Un poco mejor. Sí. Gracias por venir.
Helen ya estaba en la puerta cuando Kate dijo:
– Mamá. ¿Qué te parecería que intentara encontrarla?
– ¿A tu madre biológica?
– Sí.
– Me parecería bien, cariño. Por supuesto que sí, si eso es lo que quieres.
– Sí. Sí quiero.
– Entonces adelante, hazlo. -Dudó un momento-: Si puedo ayudarte en algo…
– No, no hace falta. -La carita había vuelto a apagarse-. Prefiero hacerlo sola, gracias.
Gracias a Dios que estaba oscuro, pensó Helen, cerrando la puerta, pues de otro modo Kate la habría visto llorar.
A veces deseaba haber ignorado todas las convenciones y no haberle dicho la verdad a Kate. No que ella no era su madre biológica, eso no, pero sí que su madre había muerto y por eso ella la había adoptado. ¿Cómo podía una personita de siete años -que era la edad que tenía Kate cuando formuló la pregunta: «¿Dónde está mi otra madre?»- asumir la noticia de que su otra madre, su madre de verdad, la había abandonado en un armario de la limpieza del aeropuerto de Heathrow, dejándola sin ni siquiera un pañal, envuelta en una manta, sin una nota? Helen lo había embellecido, le había dicho que estaba envuelta en una manta mullida y bien abrigada, y que su madre biológica se había asegurado de que la descubrirían antes de marcharse. En aquel momento Kate pareció aceptarlo; había escuchado con mucha atención y se había ido al jardín a jugar con su hermana. Luego había entrado y había dicho;
– He decidido que seguramente soy una princesa.
– Eres mi princesa -había dicho Jim, y Kate le había sonreído encantada.
– Pues tú puedes ser mi príncipe. De todos modos quiero casarme contigo.
Entonces la vida era muy sencilla.
Le dijeron que era especial, que sus padres la habían elegido, en lugar de nacer de ellos, como su hermana Juliet (que llegó con gran sorpresa y alegría de sus padres dos años después de que adoptaran a Kate), y ella aparentaba estar contenta con eso y nunca pareció que le diera más importancia. Hasta que, a los nueve años, un día horrible volvió de la escuela llorando y diciendo que una de las niñas se había burlado de ella por ser adoptada.
– Me ha dicho que si mi otra madre me hubiera querido no me habría abandonado.
– No, Kate, eso no es cierto -dijo Helen, presa del pánico al darse cuenta del problema al que empezaban a enfrentarse-. Ya te lo he dicho, ella quería que tuvieras una casa mejor de la que podía ofrecerte, quería que estuvieras con unos padres que pudieran cuidarte como te mereces. Ella no podía, ya te lo he explicado mil veces.
En ese momento Kate pareció aceptarlo, pero al hacerse mayor y más lista, la verdad se volvió más descarnada y más dura y la preocupó más y más.
Sin embargo, todo fue bien hasta que otras amigas, que sabían lo que había sucedido realmente, se lo contaron. Así que al final ya no hubo disimulo posible, y tuvo que acostumbrarse a vivir con una desagradable verdad.
La madre de Helen la había ayudado mucho a medida que Kate crecía y se volvía más difícil. Cuando le dijo que adoptarían una niña abandonada (así se les llamaba entonces), Jilly la advirtió de lo que temía que sucediera, pero también dijo que no volvería a hablar de ello. Y no lo hizo. A partir de entonces intentó ayudar en todo lo que pudo. Que consistía sobre todo en regalar billetes de diez libras a Kate y llevarla de compras.