El novicio se enojó:
– ¿Usted quiere decir que nuestras oraciones son inútiles?
– Absolutamente. Si tu no te despiertas temprano jamás podrás ver la salida del sol. Si tú no rezas, aunque Dios esté siempre cerca, nunca conseguirás notar Su presencia.
LA PEQUEÑA FINCA Y LA VACA
Un filósofo paseaba por el bosque con un discípulo, conversando sobre la importancia de los encuentros inesperados. Según el maestro, todo lo que tenemos delante nos brinda la oportunidad de aprender o de enseñar.
En ese momento, cruzaban la entrada de una finca que, a pesar de estar muy bien ubicada, tenía una apariencia miserable.
– Mire este lugar -comentó el discípulo. -Tiene usted razón: acabo de aprender que mucha gente está en el Paraíso pero no se da cuenta, y continúa viviendo en condiciones miserables.
– Dije aprender y enseñar -le retrucó el maestro. -Constatar lo que acontece no es suficiente: es preciso verificar las causas, puesto que sólo entendemos el mundo cuando entendemos las causas.
Llamaron a la puerta, y fueron recibidos por los moradores: un matrimonio y tres hijos, con las ropas rasgadas y sucias.
– Está usted en medio de este bosque, y no hay ningún comercio en los alrededores -le dijo el maestro al padre de familia. -¿Cómo hacen para sobrevivir aquí?
El señor, muy tranquilo, le respondió:
– Amigo mío, tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte de ese producto lo vendemos o lo cambiamos en la ciudad vecina por otros tipos de alimentos; con la parte que nos queda producimos queso, cuajada, manteca, para consumo nuestro. Y así vamos subsistiendo.
El filósofo agradeció la información, contempló el lugar por unos momentos, y se fue. En medio del camino, le dijo al discípulo:
– Busca la vaca, llévala al precipicio allí enfrente, y arrójala al vacío.
– ¡Pero es el único medio de sustento de la familia!
El filósofo permaneció callado. Al no tener otra alternativa, el joven hizo lo que se le pedía, y la vaca murió con la caída.
La escena quedó grabada en la memoria del discípulo. Después de muchos años, cuando ya era un empresario de éxito, decidió volver al mismo lugar, contarle todo a la familia, pedir perdón, y ayudarlos financieramente.
Cuál no fue su sorpresa al ver el lugar transformado en un sitio bello, con árboles floridos, un auto en el garage, y algunos niños jugando en el jardín. Sintió gran desesperación, al imaginar que la familia humilde había tenido que vender la finca para sobrevivir. Le abrieron el paso, y fue recibido por un casero muy simpático.
– ¿Qué pasó con la familia que vivía aquí hace diez años? -preguntó.
– Siguen siendo los dueños del lugar -fue la respuesta.
Sorprendido, entró corriendo a la casa, y el dueño lo reconoció. Preguntó cómo estaba el filósofo, pero el joven estaba por demás ansioso por saber cómo habían conseguido mejorar la finca, y arreglárselas tan bien en la vida:
– Bueno, nosotros teníamos una vaca, pero cayó a un precipicio y murió -dijo el señor. -Entonces, para poder alimentar a mi familia, tuve que plantar hierbas y legumbres. Las plantas demoraban en crecer, así que comencé a cortar madera para vender. Al hacerlo, tuve que replantar los árboles, y me ví en la necesidad de comprar plantas. Al comprar plantas, pensé en la ropa de mis hijos, y se me ocurrió que tal vez pudiera cultivar algodón. Pasé un año difícil, pero cuando llegó el tiempo de la cosecha, ya estaba exportando legumbres, algodón, hierbas aromáticas. Nunca me había dado cuenta del potencial que tenía aquí: ¡resultó bueno que la vaquita muriera!
EL GUSTO Y LA LENGUA
Un maestro zen descansaba con su discípulo. En un determinado momento, sacó un melón de sus alforjas, lo dividió en dos, y ambos comenzaron a comerlo.
En medio de la comida, el discípulo dijo:
– Mi sabio maestro, sé que todo lo que usted hace tiene un sentido. Compartir este melón conmigo tal vez sea una señal de que tiene algo para enseñarme.
El maestro siguió comiendo en silencio.
– Por su silencio, entiendo la pregunta oculta -insistió el discípulo. -Y debe ser la siguiente: ¿el gusto que estoy experimentando al comer esta deliciosa fruta está en qué lugar: en el melón o en mi lengua?
El maestro nada dijo. El discípulo, entusiasmado, prosiguió:
– Y como todo en la vida tiene un sentido, pienso que estoy cerca de la respuesta a esta pregunta: el gusto es un acto de amor y de interdependencia entre los dos, porque sin el melón no habría un objeto de placer, y sin la lengua…
– ¡Basta! -dijo el maestro. -Los más tontos son aquellos que se juzgan más inteligentes y que buscan una interpretación para todo! El melón está sabroso, ésto es más que suficiente, ¡y déjame comerlo en paz!
EL HOMBRE QUE PERDONABA
Hace muchos años, vivía un hombre que era capaz de amar y perdonar a todos los que encontraba en su camino. Por esta razón, Dios envió un ángel para que hablara con él.
– Dios me pidió que viniera a visitarte y que te dijera que Él quiere recompensarte por tu bondad -dijo el ángel… Cualquier gracia que desees, te será concedida. ¿Te gustaría tener el don de curar?
– De ninguna manera -respondió el hombre. -Prefiero que el propio Dios elija a aquellos que deben ser curados.
– ¿Y qué te parecería atraer a los pecadores hacia el camino de la Verdad?
– Esa es una tarea para ángeles como tú. Yo no quiero que nadie me venere, y tener que dar el ejemplo todo el tiempo.
– No puedo volver al cielo sin haberte concedido un milagro. Si no eliges, te verás obligado a aceptar uno.
El hombre reflexionó un momento, y terminó por responder:
– Entonces, deseo que el Bien se haga por mi intermedio, pero sin que nadie se dé cuenta -ni yo mismo, que podría entonces pecar de vanidoso.
Y el ángel hizo que la sombra del hombre tuviera el poder de curar, pero sólo cuando el sol estuviese dándole en el rostro. De esta manera, por dondequiera que pasaba, los enfermos se curaban, la tierra volvía a ser fértil, y las personas tristes recuperaban la alegría.
El hombre caminó muchos años por la Tierra, sin darse cuenta nunca de los milagros que realizaba, porque -cuando estaba de frente al sol, tenía a su sombra detrás. De esta manera, pudo vivir y morir sin tener conciencia de su propia santidad.
EL MALABARISTA DE NUESTRA SEÑORA
Cuenta una leyenda medieval que, con el Niño Jesús en brazos, Nuestra Señora decidió bajar a la Tierra y visitar un monasterio.
Orgullosos, todos los padres formaron una larga fila, y cada uno se postraba ante la Vírgen, para rendir homenaje a la madre y al hijo. Uno recitó bellos poemas, otros mostraron ilustraciones para la biblia, un tercero dijo el nombre de todos los santos. Y así siguieron, un monje después de otro, mostrando su talento y su dedicación a los dos.
En el último lugar de la fila había un padre, el más humilde del convento, que nunca había aprendido los sabios textos de la época. Sus padres eran personas simples, que trabajaban en un viejo circo de los alrededores, y todo lo que le habían enseñado había sido arrojar bolas hacia arriba y realizar algunos malabarismos.
Cuando llegó su turno, los otros padres quisieron dar por terminado el homenaje, porque el antiguo malabarista no tenía nada importante que decir, y podía perjudicar la imagen del convento. Sin embargo, en el fondo de su corazón, también él sentía una inmensa necesidad de dar algo de sí a Jesús y a la Virgen.
Avergonzado, sintiendo la mirada reprobadora de sus hermanos, sacó algunas naranjas de la bolsa y comenzó a arrojarlas hacia arriba, haciendo malabarismos -que era la única cosa que sabía hacer.