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En el último lugar de la fila había un padre, el más humilde del convento, que nunca había aprendido los sabios textos de la época. Sus padres eran personas simples, que trabajaban en un viejo circo de los alrededores, y todo lo que le habían enseñado había sido arrojar bolas hacia arriba y realizar algunos malabarismos.

Cuando llegó su turno, los otros padres quisieron dar por terminado el homenaje, porque el antiguo malabarista no tenía nada importante que decir, y podía perjudicar la imagen del convento. Sin embargo, en el fondo de su corazón, también él sentía una inmensa necesidad de dar algo de sí a Jesús y a la Virgen.

Avergonzado, sintiendo la mirada reprobadora de sus hermanos, sacó algunas naranjas de la bolsa y comenzó a arrojarlas hacia arriba, haciendo malabarismos -que era la única cosa que sabía hacer.

Fue sólo en este instante que el Niño Jesús sonrió, y comenzó a batir palmas en el regazo de Nuestra Señora. Y fue hacia él que la Virgen extendió los brazos, dejando que cargara un rato al niño.