– No puedo curarlo -dijo. -Todo lo que podía hacer ya lo hice. Su muerte está próxima.
– No quiero morir, soy joven -respondió Julián.
Elías, como todo nagual, estaba más interesado en comportarse como un guerrero -concentrando su energía en la batalla de su vida-que ayudando a alguien que nunca había mostrado respeto por el milagro de la existencia. Sin embargo, sin lograr explicarse porqué, decidió acceder a su pedido.
– Vaya a las cinco de la madrugada para las montañas -dijo. -Espéreme a la salida del poblado. No falte. Si usted no viene, va a morir antes de lo que piensa: su único recurso es aceptar mi invitación. Nunca podré reparar el daño que usted ya hizo a su cuerpo, pero puedo detener su avance hacia el precipicio de la muerte. Todos los seres humanos caen en este abismo, más pronto o más temprano; usted está a pocos pasos de él, y no puedo hacerlo retroceder.
– ¿Qué puede hacer entonces?
– Puedo hacer que camine por el borde del abismo. Voy a desviar sus pasos para que usted siga por la enorme extensión de esta margen entre la vida y la muerte; puede ir a derecha e izquierda, pero mientras que no caiga en él, podrá continuar vivo.
El nagual Elías no esperaba gran cosa del actor, un hombre prejuicioso, libertino, y cobarde. Se quedó sorprendido cuando a las cinco de la mañana del día siguiente, lo encontró esperando en uno de las salidas del pueblito. Lo llevó para las montañas, le enseñó los secretos de los antiguos naguales mexicanos, y con el tiempo Julián Osorio se transformó en uno de los más respetados hechiceros yaquis. Nunca se curó de la tuberculosis, pero vivió hasta los ciento siete años, siempre caminando por el borde del abismo.