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Durante el resto del día se quedó allí. Y la estatua permaneció inmóvil. Sin embargo, el niño, fiel a las instrucciones de su padre, estaba seguro que la Divinidad descendería del altar para recibir la ofrenda.

Después de mucho esperar, suplicó:

– ¡Oh Señor, ven y come! Ya es muy tarde, ya no puedo esperar más.

Nada ocurrió. Entonces comenzó a gritar.

– Señor, mi padre me pidió que estuviese aquí cuando Tú descendieses, para aceptar la ofrenda. ¿Por qué no lo haces? ¿Sólo comes las ofrendas de manos de mi padre? ¿O qué es lo que hice mal?

Y lloró copiosamente por largo rato. Cuando levantó los ojos y limpió las lágrimas, se llevó un susto: allí estaba la Divinidad, alimentándose con lo que se le había ofrecido.

Alegre, el niño volvió corriendo a la casa. Cuál no fue su sorpresa cuando, al llegar, uno de sus parientes le dijo:

– El servicio terminó. ¿Dónde está la comida?

– Pero el Señor se la ha comido -respondió, sorprendido, el pequeño.

Todos se mostraron asombrados.

– ¿Qué es lo que estás diciendo? Repítelo, pues no te oímos bien.

El niño respondió, con toda naturalidad e inocencia:

– El Señor se comió todo lo que le ofrecí.

– ¡No es posible! -dijo un tío. -Tu padre te lo dijo sólo para que observaras si Ella comía. Todos nosotros sabemos que este es un acto meramente simbólico. Debes haberte robado la comida.