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—Por ese motivo, cuando venís a otro planeta, ¿tenéis dificultades para aceptar la existencia de g'rakh en otros seres? —inquirió Srin'gahar—. No hace falta que contestes. Comprendo.

—¿Puedo hacer otra pregunta? —agregó Gundersen—. ¿Por qué los sulidores están aquí?

—Les permitimos hacerlo.

—En el pasado, en la época en que la Compañía gobernaba Belzagor, los sulidores jamás salían de la región de las brumas.

—Entonces no les permitíamos venir aquí.

—Pero ahora sí. ¿Por qué?

—Porque ahora nos resulta más fácil hacerlo. Antes había dificultades.

—¿Qué dificultades? —insistió Gundersen.

—Tendrás que preguntárselo a alguien que haya nacido más veces que yo —replicó Srin'gahar suavemente—. He nacido sólo una vez y para mí muchas cosas son tan extrañas como para ti.; ¡Mira, hay otra luna en el cielo! Bailaremos a la salida de la tercera luna.

Gundersen levantó la mirada y vio el pequeño disco blanco que se desplazaba rápidamente a poca altura y que, en apariencia, rozaba las copas de los árboles. Las cinco lunas de Belzagor estaban situadas muy distantes entre sí, de modo que la más cercana estaba apenas fuera del Límite de Roche y la más lejana tan distante que sólo era visible a los ojos atentos en una noche clara. En cualquier momento, en el cielo nocturno había dos o tres lunas, pero las órbitas de la cuarta y la quinta eran tan excéntricas que nunca se las podía ver desde extensas regiones del planeta y cruzaban la mayor parte de las zonas restantes sólo tres o cuatro veces al año. Cada año, durante una sola noche, era posible ver al unísono las cinco lunas a lo largo de una franja de diez kilómetros de ancho en un ángulo de alrededor de cuarenta grados con respecto al ecuador, de noreste a sudoeste. Gundersen fue testigo una sola vez de la noche de las Cinco Lunas.

En ese momento los nildores avanzaban hacia la orilla del lago.

Salió la tercera luna y apareció girando retrógradamente desde el sur.

Entonces volvería a verlos bailar. Con anterioridad, había visto una vez esa ceremonia, al principio de su carrera, cuando se encontraba en las Cataratas de Shangri-la, en los trópicos septentrionales. Aquella noche los nildores se reunieron aguas arriba de las cataratas, en ambas orillas del río Madden, y durante horas, después del anochecer, pudieron oírse sus gritos confusos a pesar del rugido de las aguas. Al final Kurtz, que en esa época también estaba destinado en Shangri-la, propuso: «¡Vamos, presenciemos el espectáculo!». Hizo salir a Gundersen. Ello ocurrió seis meses antes del episodio en la estación de las serpientes y Gundersen todavía no comprendía cuan extraño era Kurtz. Pero lo comprendió rápidamente después de que Kurtz se uniera a la danza de los nildores. Las enormes bestias formaban semicírculos irregulares, pataleaban, trompeteaban estridentemente, haciendo estremecer el suelo, y súbitamente apareció Kurtz entre ellos, con los brazos en alto y el pecho descubierto perlado de sudor y brillante a la luz de las lunas, bailando tan intensamente como cualquier nildor, lanzando imponentes y resonantes rugidos, golpeando con los pies, agitando la cabeza. Los nildores formaron un grupo a su alrededor, dejándole bastante espacio, permitiéndole así entrar plenamente en el frenesí, acercándosele o separándose de él alternativamente: una sístole y diástole de estremecedora energía. Gundersen permaneció allí en estado de estupefacción y no se movió cuando Kurtz le llamó para que se uniese a la danza. Miró durante lo que le parecieron varias horas, hipnotizado por el bum bum bum bum de los nildores danzantes hasta que al final logró quebrar el trance, buscó a Kurtz y lo encontró en incesante movimiento: una figura delgada, huesuda y esquelética que se sacudía como un títere colgado de hilos invisibles y que, a pesar de su gran altura, parecía frágil al moverse dentro del círculo de colosales nildores. Kurtz no podía oír las palabras de Gundersen ni reparar en su presencia y al final éste regresó solo a la estación. Por la mañana, encontró a Kurtz, que parecía agotado y gastado, agazapado en el banco que daba a las cataratas. Kurtz se limitó a decir: «Debiste quedarte. Debiste bailar».

Los antropólogos habían estudiado esos ritos. Gundersen había leído la literatura acerca del tema para aprender todo cuanto fuese posible. Evidentemente, la danza estaba precedida y rodeada del drama, un episodio hablado semejante a las obras de misterio medievales de la Tierra, una nueva representación teatral de algún mito nildor sumamente importante que servía de forma de entretenimiento y de experiencia religiosa extática. Por desgracia, el idioma del drama era una lengua litúrgica obsoleta de la cual los terráqueos no entendían una sola palabra y los nildores, que no habían dudado en enseñar a los primeros visitantes nacidos en la Tierra su idioma moderno relativamente simple, jamás habían ofrecido la menor pista con respecto a la otra. Los antropólogos habían observado un detalle que ahora a Gundersen le resultó alentador: de manera invariable, pocos días después de la representación de ese rito, algunos grupos de nildores del rebaño que lo llevaba a cabo emprendía el camino de la región de las brumas, presumiblemente para someterse al renacimiento.

Gundersen se preguntó si el rito podía ser una ceremonia de purificación, un modo de alcanzar un estado de gracia antes de someterse al renacimiento.

Todos los nildores se habían reunido a la vera del lago. Srin'gahar fue uno de los últimos en acercarse. Gundersen permaneció solitario en la ladera de arriba de la cuenca y observó la reunión de los corpulentos seres. Los movimientos divergentes de las lunas fragmentaban las sombras de los nildores y la luz fría del cielo convertía sus pieles suaves y verdes en mantos negros y peludos. Gundersen miró hacia la izquierda y vio a los sulidores en cuclillas delante de sus chozas, excluidos de la ceremonia aunque, al parecer, no tenían prohibido verla.

En medio del silencio se oyó un torrente lento, claro y enérgico de palabras. Gundersen hizo esfuerzos para oír, intentó captar algún indicio con relación al significado y buscó un recurso mágico que le permitiera llegar a la comprensión de ese idioma secreto. Pero no lo logró. Vol'himyor, el anciano nacido muchas veces, era el orador y recitaba palabras evidentemente conocidas por todos los que estaban en el lago: una invocación, un introito. Luego hubo un prolongado silencio y después llegó la respuesta de un segundo nildor situado en el otro extremo del grupo, nildor que repitió exactamente los ritmos y las tortuosidades del recitado de Vol'himyor. Silencio de nuevo y luego la respuesta de Vol'himyor, dicha más vigorosamente. El centro de la ceremonia pasó de un extremo a otro y la interacción entre ambos celebrantes se convirtió en algo que, para los nildores, constituía un diálogo sorprendentemente rápido. Cada diez versos el rebaño en su totalidad repetía las palabras de uno de los celebrantes y enviaba oscuros reverberos a la noche.

Después de unos diez minutos, se escuchó la voz de un tercer nildor. Vol'himyor replicó. Un cuarto orador se dedicó a declamar. Ahora los versos aislados surgían en rápido estallido por parte de muchos miembros de la congregación. Nadie perdía el ritmo, ningún nildor se entrometía en el texto de otro. Todos parecían saber intuitivamente en qué momento debían intervenir y en cuál guardar silencio. El tempo se aceleró. La ceremonia se había convertido en un mosaico de breves letanías emitidas desde cualquier parte del grupo, en rotación azarosa. Algunos nildores se habían levantado y se movían lentamente en sus sitios, levantaban las patas y volvían a apoyarlas.

Los relámpagos atravesaron el firmamento. A pesar de la sofocante atmósfera, Gundersen sintió un escalofrío. Se vio a sí mismo como un trotamundos en una Tierra prehistórica, espiando un grotesco cónclave de mastodontes. Ahora todos los asuntos humanos parecían infinitamente lejanos. El drama crecía hacia una especie de clímax. Los nildores bramaban, pataleaban, se llamaban con tremendos resoplidos. Iniciaron una formación y se reunieron en hileras separadas entre sí. Aún se oían declamaciones y respuestas, amplificaciones antifonales de palabras cargadas de un extraño significado. La atmósfera se tornó más húmeda y Gundersen ya no podía oír palabras individuales, sólo acordes ricos y profundos de gruñidos corales, ah ah ah ah, ah ah ah ah, el viejo ritmo que recordaba desde aquella lejana noche en las Cataratas de Shangri-la. Ahora era un sonido inspirador y jadeante, extático, una serie incesante y alegre de exhalaciones —ah ah ah ah, ah ah ah ah, ah ah ah ah—, haciendo apenas una pausa entre cada grupo de cuatro sonidos. Toda la selva parecía resonar. Los nildores carecían de instrumentos musicales, pero a Gundersen le pareció que enormes tambores emitían ese ritmo hipnóticamente intenso. Ah ah ah ah; Ah ah ah ah. ¡AH AH AH AH! ¡ AH AH AH AH!