Y los nildores danzaban.
Abajo, en la orilla del lago, se movían veintenas de grandes sombras oscuras que corveteaban como gacelas, corrían dos pasos hacia adelante, se frenaban en el tercero y recuperaban el equilibrio en el cuarto. El universo tembló. Bum bum bum bum, bum bum bum bum. La etapa anterior de la ceremonia —el diálogo dramático que pudo ser una especie de sutil disquisición filosófica— había cedido totalmente el paso a ese aporreo primitivo, a ese arrastre aterrorizante de cuerpos gigantescos y mastodónticos. Bum bum bum bum. Gundersen miró a la izquierda y vio extasiados a los sulidores, meneando de un lado a otro sus cabezas peludas al son de la danza. Ninguno de los bípedos había abandonado su posición de piernas cruzadas. Se contentaban con mecerse, menear la cabeza y golpear de vez en cuando el suelo con los codos.
Gundersen quedó aislado de su propio pasado e incluso del sentido de su propio parentesco con su especie. Emergieron recuerdos inconexos. Estaba de nuevo en la estación de las serpientes, prisionero del veneno alucinatorio y se sentía convertido en un nildor que corcoveaba pesadamente en medio de la arboleda. Otra vez se encontraba a la vera del gran río, otra vez era testigo de la misma danza. También recordó noches pasadas en la seguridad de las estaciones de la Compañía en lo más denso del bosque, junto a los de su propia especie, cuando habían oído el sonido de patas que golpeaban en la lejanía. En esas ocasiones Gundersen se había apartado de todo lo extraño que ese planeta le ofrecía: había pedido el traslado de la estación de las serpientes en lugar de probar el veneno por segunda vez, había rechazado la invitación de Kurtz para participar en la danza y había permanecido en el interior de las estaciones cuando en el bosque comenzaron los aporreos rítmicos. Pero esa noche sentía muy poca lealtad hacia la humanidad. Descubrió que anhelaba unirse a ese incomprensible frenesí de las tinieblas que se desarrollaba a orillas del lago. Algo monstruoso corría libremente en su interior, liberado por la incesante repetición de ese bum bum bum bum. ¿Qué derecho tenía a inmiscuirse como Kurtz en una ceremonia ajena? No se atrevía a intervenir en ese ritual.
De todos modos, descubrió que bajaba por la ladera esponjosa hacia el sitio donde los nildores reunidos corcoveaban.
Si podía considerarlos solamente como elefantes saltarines y refunfuñantes, todo estaría bien. Si era capaz incluso de considerarlos como unos salvajes que armaban jaleo, todo estaría bien. Pero le resultaba imposible no suponer que esa ceremonia de palabras y danzas contenía complejos significados para ese pueblo, y eso era lo peor de todo. Podían tener patas gruesas, cuellos cortos y trompas largas y colgantes, pero eso no los convertía en elefantes ya que sus colmillos triples, sus copetes erizados de púas y sus extrañas anatomías demostraban lo contrario; podían carecer de tecnología, carecer incluso de una lengua escrita, pero ello no los convertía en salvajes pues la complejidad de sus mentes demostraba lo contrario. Se trataba de seres que poseían g'rakh. Gundersen recordó que inocentemente había intentado enseñar a los nildores las artes de la cultura terrícola con el fin de ayudarlos a «elevarse»; había querido humanizarlos, ensalzar sus espíritus, pero no había logrado nada y ahora descubrió que su propio espíritu era arrastrado —¿hacia abajo?— sin duda hacia el nivel de ellos, fuese cual fuese. Bum bum bum bum. Sus pies ejecutaron vacilantes el «paso de cuatro» mientras bajaba por la pendiente hacia el lago. ¿Se atrevía? ¿Lo aplastarían por blasfemo?
A Kurtz le habían permitido bailar. A Kurtz le habían permitido bailar.
Había ocurrido en otra latitud, hacía mucho tiempo, y los participantes fueron otros nildores, pero a Kurtz le habían permitido bailar.
—Sí —le gritó un nildor—. ¡Ven a bailar con nosotros!
¿Era Vol'himyor? ¿Era Srin'gahar? ¿Era Thali'vanoom del tercer nacimiento? Gundersen no sabía quién de ellos había hablado. En la oscuridad, en la sudorosa bruma, no veía con claridad y todas esas formas gigantes le parecían idénticas. Llegó al final de la pendiente. Los nildores le rodeaban y le abrían paso de una punta a otra del lago. Sus cuerpos emitían olores acres que, mezclados con los vapores del lago, ahogaban y mareaban a Gundersen. Oyó que varios le decían:
—¡Si, sí, baila con nosotros!
Y danzó.
Encontró una zona libre de terreno pantanoso y se apoderó de ella, avanzó, retrocedió y pisó y volvió a pisar su pequeño espacio presa del fervor. Ningún nildor se le acercó. Agitaba la cabeza, ponía los ojos en blanco, balanceaba los brazos, mecía y hamacaba su cuerpo mientras los pies le transportaban incansablemente. Ahora aspiró el aire denso. Gritó en lenguas extrañas. Su piel parecía incendiada y se quitó la ropa, pero no percibió ninguna diferencia. Bum bum bum bum. Incluso en ese momento, persistía un fragmento de su viejo desarraigo, lo suficiente para maravillarse del espectáculo de sí mismo danzando desnudo en medio de un rebaño de bestias gigantes y extrañas. ¿Acaso ellos, en sus arrebatos finales de pasión, invadirían su terreno y le aplastarían en el fango? Seguramente era peligroso permanecer allí, en medio del rebaño. Pero se quedó. Bum bum bum bum, una vez y otra y otra. En uno de sus giros, observó, gracias a la resplandeciente luz refractada de las lunas, que los malidares mascaban plácidamente las malas hierbas, sin hacer caso del frenesí circundante; Ellos carecen de g'rakh pensó. Son bestias y, cuando mueren, sus espíritus abatidos descienden a las entrañas de la tierra. Bum bum bum bum.
Notó que unas sombras satinadas se deslizaban por el terreno y se movían cautelosamente entre las hileras de nildores danzantes. ¡Las serpientes! El fuerte son de los aporreos con las patas las había atraído desde los tupidos claros en los que vivían.
Los nildores permanecieron totalmente impávidos ante el movimiento de esos gusanos letales. Una sola cuchillada de las dos púas erizadas derribaría incluso a un nildor poderoso, pero no le daban importancia. Al parecer, las serpientes eran bien recibidas. Se deslizaron hacia Gundersen, que sabía que el veneno no significaba un peligro mortal para él, pero no deseaba volver a probarlo. De todos modos, no modificó el ritmo de su danza mientras cinco de esos seres gruesos y rosados se retorcieron a su lado. No le tocaron.
Las serpientes pasaron y desaparecieron. Pero el bullicio continuaba. Y todo seguía temblando. El corazón de Gundersen martilleaba pero no se detuvo. Se entregó plenamente, se fundió con los que le rodeaban y compartió tan profundamente como pudo la intensidad de la experiencia.