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En el edificio del puerto espacial no había nadie. Algunos robots que formaban parte del equipo homeostático reparaban la pared lejana, donde las láminas de plástico gris habían sucumbido a la invasión de esporas: tarde o temprano, la podredumbre de la selva se apoderaba de todo en esa zona del planeta. Pero ésta era la única actividad visible. No había oficina aduanera. Los nildores carecían de ese tipo de burocracia. No se preocupaban por lo que uno llevaba a su mundo. Los nueve pasajeros fueron sometidos a una inspección de aduana en la Tierra, poco antes de iniciar el viaje; la Tierra se preocupaba enormemente por lo que se llevaba a planetas subdesarrollados. Tampoco había allí oficina de las líneas espaciales, ni cabinas para cambiar dinero, ni quioscos de periódicos, ni ninguna de las demás instalaciones que normalmente se encuentran en un puerto espacial. Sólo existía un enorme cobertizo vacío, que antaño había sido el nexo de una activa avanzada colonial, en la época en que el Planeta de Holman pertenecía a la Tierra. Gundersen creía ver fantasmas de aquella época a su alrededor: figuras con ropa tropical de color caqui que transmitían mensajes, comisionados que esgrimían inventarios, técnicos en computadoras adornados con guirnaldas de perlas de la memoria, porteadores nildores cargados de productos listos para embarcar. Ahora todo estaba quieto. Las raspaduras de los robots de reparación retumbaban en el vacío.

La azafata de la línea espacial se dirigió a los ocho pasajeros.

—El guía llegará en cualquier momento. Los llevará al hotel y…

Se suponía que Gundersen también iría al hotel, aunque sólo fuese por esa noche. Esperaba organizar por la mañana algún tipo de transporte. No había hecho planes formales para su viaje hacia el norte; sería, esencialmente, una improvisación, un reconocimiento de su pasado. Preguntó a la azafata:

—¿El guía es un nildor?

—¿Quiere decir un nativo? No, señor Gundersen, es un terráqueo. —Revisó una serie de impresos—. Se llama Van Beneker y debió de estar aquí como mínimo media hora antes del aterrizaje de la nave, de modo que no comprendo por qué motivo…

—Van Beneker nunca fue muy puntual —comentó Gundersen—. Pero allí está.

Un coleóptero muy oxidado y manchado a causa del clima se había detenido en la entrada abierta del edificio apeándose de él un hombre bajo y pelirrojo, también sumamente oxidado y sucio por el mismo motivo. Llevaba un arrugado traje de faena y botas altas hasta las rodillas. Su pelo raleaba y su calva bronceada brillaba entre los escasos mechones aplastados. Entró en el edificio y miró a su alrededor, parpadeando. Sus ojos eran de color azul claro y ligeramente hipertiroideos.

—¿Van?—preguntó Gundersen—. Por aquí. Van.

El hombrecillo se acercó. Mientras aún estaba lejos de los turistas, dijo de manera apresurada y superficiaclass="underline"

—Quiero darles la bienvenida a Belzagor, nombre con el que ahora se conoce el Planeta de Holman. Me llamo Van Beneker y les mostraré de este fascinante planeta todo lo que está legalmente permitido y…

—Hola, Van —interrumpió Gundersen.

El guía se detuvo en medio del discurso, notoriamente irritado. Volvió a parpadear y miró con atención a Gundersen. Por último preguntó, aunque incrédulamente:

—¿Señor Gundersen?

—Sólo Gundersen. Ya no soy su jefe.

—¡Cielos, señor Gundersen! ¿Ha venido a hacer el recorrido?

—No exactamente. He venido a hacer mi propio recorrido.

Van Beneker se dirigió a los demás:

—Quiero que me disculpen un momento. —Luego dijo a la azafata de la línea espacial—: Está bien. Puede traspasármelos oficialmente. Me hago responsable. ¿Están todos aquí? Uno, dos, tres… ocho. Perfecto. Bueno, el equipaje sale por allí, junto al coleóptero. Dígales que esperen. Enseguida me reuniré con ellos. —Cogió del brazo a Gundersen—. Venga por aquí, señor Gundersen. No se imagina lo asombrado que estoy. ¡Cielos!

—Van, ¿cómo lo ha pasado?

—Piojosamente mal. ¿De qué otro modo podría ser en este planeta? ¿Cuándo se fue exactamente?

—En el 2240. El año siguiente a ¡a retirada. Hace ocho años.

—Ocho años. ¿Y qué ha hecho desde entonces?

—La oficina central me encontró trabajo —respondió Gundersen—. Estuve activo. Ahora dispongo de un año de permisos acumulados.

—¿Para pasarlo aquí!

—¿Por qué no?

—¿Para qué?

—Iré a la región de las brumas —explicó Gundersen—. Quiero visitar a los sulidores.

—No es posible que quiera hacer eso —aseguró Van Beneker—. ¿Para qué lo haría?

—Para satisfacer una curiosidad.

—Cuando un hombre sube a esa región sólo surgen problemas. Señor Gundersen, usted conoce los rumores al respecto. No necesito recordarle cuántos muchachos fueron y cuántos no regresaron. —Van Beneker rió—. ¿No habrá venido hasta aquí para saludar a los sulidores? Apuesto cualquier cosa a que tiene algún otro motivo.

Gundersen pasó por alto la cuestión.

—Van, ¿qué hace aquí actualmente?

—La mayor parte del tiempo de guía turístico. Recibimos nueve, diez grupos anuales. Los paseo por el océano, les muestro algo de la región de las brumas y luego visitamos el Mar de Polvo. Es un bonito recorrido.

—Sí.

—El resto del tiempo me relajo. Hablo mucho con los nildores y a veces visito a los amigos en las estaciones de monte. Conocerá a todos, señor Gundersen. La gente que sigue allí es la misma de antes.

—¿Qué ha pasado con Seena Royce? —preguntó Gundersen.

—Está en las Cataratas de Shangri-la.

—¿Aún es tan bonita?

—Eso cree ella —replicó Van Beneker—. ¿Supone que pasará por allí?

—Naturalmente —afirmó Gundersen—. Haré una peregrinación sentimental. Visitaré todas las estaciones de monte. Veré a los viejos amigos: Seena, Cullen, Kurtz, Salamone. Todos los que sigan allí.

—Algunos han muerto.

—Todos los que sigan allí —repitió Gundersen. Miró al hombrecillo y sonrió—: Será mejor que ahora se ocupe de los turistas. Esta noche podremos conversar en el hotel. Quiero que me informe de todo lo que ha sucedido mientras estuve fuera.

—Es muy fácil, señor Gundersen. Puedo sintetizarlo con una sola palabra: podredumbre. Todo se pudre. Mire esa pared del puerto espacial.

—La veo.

—Mire ahora a los robots de reparación. No brillan mucho, ¿verdad? También han comenzado a averiarse. Si se acerca, verá las manchas en los cascos.

—Pero la homeostasis…

—Claro. Todo se repara, hasta los robots de reparación. Pero el sistema se derrumbará. Tarde o temprano, la podredumbre invadirá los programas básicos y entonces no habrá más reparaciones y este mundo retornará directamente a la edad de piedra. Quiero decir que retornará por completo. Y entonces los nildores serán felices. Comprendo a esos grandes cabrones tanto como cualquier otra persona. Sé que están desesperados por ver salir de este planeta los últimos restos de la podredumbre terráquea. Fingen ser amigos, pero el odio está presente en todo momento, un odio real y enfermizo y…

—Van, debería ocuparse de los turistas —aconsejó Gundersen—. Comienzan a inquietarse.

2

Una caravana de nildores los trasladaría del puerto espacial al hoteclass="underline" dos terráqueos por nildor, aunque Gundersen viajaría solo y Van Beneker, con el equipaje, abriría el camino en su coleóptero. Los tres nildores que pastaban en el linde del campo se acercaron lentamente para unirse a la caravana y del monte salieron otros dos. Gundersen se sorprendió de que los nildores aún estuviesen dispuestos a actuar como bestias de carga de los terráqueos.