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Súbitamente se sintió muy fatigado.

Apenas había entrado en la edad madura, sólo tenía cuarenta y ocho años y los viajes normalmente no le afectaban. En consecuencia, ¿a qué se debía ese cansancio? Comprendió que había estado excepcionalmente tenso desde que volviera a posar los pies sobre el planeta. Rígido, inflexible, tenso… sin certeza sobre los motivos de su regreso, inseguro de la recepción que le darían, quizás algo afectado por viejas culpas y ahora la tensión se notaba. Accionó un conmutador y convirtió la pared en un espejo. Sí, su rostro estaba tenso; los pómulos, siempre prominentes, ahora asomaban como cuchillas, tenía los labios apretados y la frente arrugada. El delgado bloque de la nariz se veía dilatado por las ventanas inflamadas de tensión. Gundersen cerró los ojos y se sometió a uno de los ejercicios de relajación. Treinta segundos después tenía mejor aspecto y decidió que un trago podría ayudarlo. Bajó al salón.

Ninguno de los turistas había llegado. Las persianas estaban abiertas y oyó el rugido y el estrépito del mar, olió su salobridad. A lo largo de la orilla habían dejado que se formara una línea blanca y cuajada de sal acumulada. Había pleamar; sólo se veían las puntas de las piedras dentadas que enmarcaban la zona dedicada a los baños. Gundersen observó las aguas manchadas por la luz de las lunas y fijó la mirada en la negrura del horizonte oriental. También habían salido tres lunas la última noche que estuvo allí, cuando le ofrecieron una fiesta de despedida. Acabada la jarana, Seena y él fueron a darse un baño de medianoche a los bancos ocultos por la marea en los que apenas hacían pie y cuando regresaron a la orilla, desnudos y cubiertos de sal, hicieron el amor detrás de las rocas y él la abrazó con la certeza de que lo hacía por última vez. Pero ahora había regresado.

Sintió una nostalgia tan poderosa que se estremeció.

Gundersen contaba treinta años de edad cuando llegó al Planeta de Holman como asistente del agente de estación. Tenía cuarenta y era administrador de sector cuando se marchó. En cierto sentido, sus primeros treinta años de vida fueron un preludio sin importancia de esa década y los últimos ocho años un epílogo vacío. Había vivido su vida en ese continente silencioso, rodeado por bruma y hielo al norte, por bruma y hielo al sur, por el océano de Benjamini al este, por el Mar de Polvo al oeste. Durante un tiempo, había gobernado medio mundo, al menos en ausencia del residente principal, y ese planeta se lo había quitado de encima como si él nunca hubiese estado. Gundersen se apartó de las persianas y tomó asiento.

Van Beneker apareció con su ropa de faena sudorosa y arrugada. Guiñó cordialmente un ojo a Gundersen y revisó un armario.

—También soy el camarero, señor Gundersen. ¿Qué desea beber?

—Alcohol —replicó Gundersen—. Lo que usted recomiende.

—¿Botella o jeringa?

—Botella. Me agrada el sabor.

—A sus órdenes. Pero para mí, la jeringa. Es el efecto, señor, el efecto.

Van Beneker colocó un vaso vacío ante Gundersen y le entregó una botella que contenía tres onzas de un líquido de color rojo oscuro: aguardiente de las tierras altas, un producto local. Hacía ocho años que Gundersen no lo probaba. La botella contaba con su propia heladora por condensación; Gundersen la agitó con un movimiento rápido y breve y observó tranquilamente los copos de hielo que se formaban en el interior. Correctamente enfriado, se sirvió su trago y se llevó rápidamente el vaso a los labios.

—Son existencias anteriores a la retirada —comentó Van Beneker—. No queda mucho, pero sabía que usted lo apreciaría. —Sostenía un tubo ultrasónico sobre su antebrazo izquierdo. Sonó un zumbido y la jeringa envió el alcohol directamente a sus venas. Van Beneker sonrió—. Así llega más rápido. La taberna del obrero. ¿No? ¿No? ¿Quiere otro aguardiente, señor Gundersen?

—Todavía no. Van, será mejor que atienda a los turistas.

Los turistas, cuatro matrimonios, habían entrado en el bar: primero los Watson, luego los Miraflores, los Stein y, por último, los Christopher. Evidentemente, esperaban encontrar el bar rebosante de vida, lleno de otros turistas que se llamaban atolondradamente de una punta a otra y de camareros con chaquetas rojas que servían las copas. En su lugar vieron paredes de plástico descascarado, una escultura sónica que ya no funcionaba y estaba totalmente cubierta de telarañas, mesas vacías y ese desagradable señor Gundersen que observaba melancólicamente un vaso. Los turistas se miraron defraudados. ¿Para ver eso habían recorrido años luz? Van Beneker se acercó a ellos y les ofreció alcohol, tabaco, todo lo que los limitados recursos del hotel podían proporcionar. Los turistas formaron dos grupos cercanos a las ventanas y conversaron en voz baja, visiblemente cohibidos delante de Gundersen. Seguramente percibían la estupidez de sus papeles: esas personas suaves y pudientes cuyo aburrimiento les había llevado a atisbar los extremos de la galaxia. Stein dirigía una tienda de venta de hélices en California, Miraflores una cadena de casinos lunares, Watson era médico y Christopher… Gundersen no logró recordar a qué se dedicaba Christopher. Tenía algo que ver con el mundo de las finanzas.

—En la playa hay algunos de esos animales, los elefantes verdes —comentó la señora Stein.

Todos miraron. Gundersen pidió otro trago y se lo sirvieron. Van Beneker, ruborizado y sudoroso, volvió a guiñar el ojo y acercó una segunda jeringa a su brazo. Los turistas rieron entre dientes.

—¿No tienen vergüenza? —preguntó la señora Christopher.

—Ethel, quizá sólo están jugando —opinó Watson.

¿Jugando? Bueno, si eso te parece un juego…

Gundersen se estiró y miró por la ventana sin levantarse. En la playa se acoplaba una pareja de nildores: la hembra estaba arrodillada donde la sal era más espesa, el macho la montaba, le agarraba los hombros, apretaba firmemente el colmillo central contra el copete erizado de púas de su cráneo y maniobraba hábilmente sus cuartos traseros a medida que se acercaba al empujón de la consumación. Los turistas reían, hacían torpes comentarios y parecían sobresaltados y excitados. Considerablemente sorprendido, Gundersen se dio cuenta de que él también estaba sorprendido, aunque los nildores que copulaban no eran una novedad; cuando un feroz bramido orgásmico llegó desde la playa, Gundersen apartó la mirada, perturbado sin saber el motivo.

—Parece molesto —comentó Van Beneker.

—No necesitaban hacerlo aquí.

—¿Por qué no? Lo hacen en todas partes. Ya sabe cómo son las cosas.

—Vinieron deliberadamente aquí —murmuró Gundersen—. ¿Para exhibirse ante los turistas? ¿O para molestarlos? No deberían reaccionar de ninguna manera ante los turistas. ¿Qué intentan demostrar? Supongo que el hecho de que sólo son animales.

—Usted no comprende a los nildores, Gundy.

Gundersen levantó la mirada, sorprendido tanto por las palabras de Van Beneker como por el súbito descenso de «señor Gundersen» a.«Gundy». Van Beneker también parecía sorprendido, pues pestañeó rápidamente y se acomodó un mechón caído de pelo descolorido.

—¿Así que no los comprendo? —preguntó Gundersen—. ¿Ni siquiera después de pasar diez años aquí?

—Discúlpeme, pero creo que nunca los comprendió, ni siquiera cuando estaba aquí. Solíamos ir mucho a las aldeas cuando trabajaba para usted. Y lo vi.

—Van, ¿en qué sentido cree que no logré comprenderlos?

—Los despreció. Los consideró meros animales.

—¡No es verdad!

—Claro que sí, Gundy. Jamás reconoció que tuvieran el menor indicio de inteligencia.

—Eso es absolutamente falso —aseguró Gundersen. Se levantó, cogió otra botella de aguardiente del armario y regresó a la mesa.

—Se la habría traído —dijo Van Beneker—. Bastaba con que me lo pidiese.