Perdió la fe en su capacidad de juicio. Sintió la tentación de esperar agazapado en la roca a que la bruma se despejara antes de continuar, pero luego comprendió que quizá tendría que pasar la noche o más tiempo allí. También recordó tardíamente que llevaba equipo adecuado para resolver esos problemas. Revisó la mochila, sacó la brújula y apuntó hacia el horizonte, girando el brazo en un arco que concluía donde la brújula emitía su zumbido indicador del norte. Este acto confirmó sus conclusiones respecto de la corriente e inició nuevamente el cruce del río, llegando poco después a los escalones sumergidos en los que había caído. Esta vez no tuvo dificultades.
Una vez que llegó a la otra orilla, se desnudó y secó sus ropas y su cuerpo con el rayo de menor potencia de la antorcha de fusión. La noche había caído. No habría desestimado otra invitación a una aldea de sulidores, pero ese día no apareció ningún sulidor hospitalario. Pasó incómodo la noche, acurrucado bajo un arbusto.
El día siguiente fue más cálido y menos brumoso. Gundersen avanzó cautelosamente, temeroso de que sus horas de ardua caminata pudieran desperdiciarse si se topaba con un nuevo obstáculo, pero todo salió bien y logró atravesar las corrientes de agua o los arroyos ocasionales que se cruzaron en su camino. Allí el terreno estaba acanalado y plegado como si manos gigantescas, una por el norte y otra por el sur, hubiesen unido el planeta. A medida que Gundersen bajaba una ladera y subía la siguiente, también ganaba altura constantemente ya que todo el continente se elevaba hacia la imponente meseta sobre la cual se erguía la montaña del renacimiento.
A primeras horas de la tarde dejaron de destacarse los pliegues este-oeste; ahora el terreno era tan sesgado que caminaba en paralelo a una serie de suaves surcos norte-sur que desembocaban en un amplio prado circular sin árboles. Los grandes animales del norte —cuyos nombres Gundersen ignoraba— pastaban allí en grandes manadas, frotando la nariz contra el terreno ligeramente cubierto de nieve. Parecían pertenecer sólo a cuatro o cinco especies —algunos de patas gruesas y joroba, cual una vaca chapuda, otros semejantes a gacelas demasiado grandes, y otras variedades—, pero había quizá millares de cada una. Hacía el este, al borde mismo de la pradera, Gundersen vio lo que le pareció una reducida partida de caza de sulidores que cercaban a algunos animales.
Volvió a oír el zumbido del motor. El coleóptero que había visto el otro día apareció en ese momento, sobrevolando a poca altura. Gundersen se echó al suelo instintivamente con la esperanza de pasar desapercibido. Los animales se arremolinaron inquietos a su alrededor, perplejos por el ruido, pero no se desbocaron. El coleóptero aterrizó aproximadamente a mil metros al norte. Llegó a la conclusión de que Seena debió salir a buscarlo, con la esperanza de interceptarlo antes de que pudiera entregarse a los sulidores de la montaña del renacimiento. Pero se equivocaba. La escotilla del coleóptero se abrió y salieron Van Beneker y sus turistas.
Gundersen se arrastró hasta quedar oculto por un alto matorral de una planta parecida a los cardos, encima de un montecillo. No soportaba la idea de volver a reunirse con aquel grupo, al menos en esa etapa de su peregrinación, en la que ya se había purgado de tantos vestigios del Gundersen que había sido.
Los observó.
Caminaban hacia los animales, los fotografiaban e incluso se atrevían a tocar a algunas de las bestias más pesadas. Gundersen oyó sus voces y sus risas, que quebraban el congelado silencio; palabras aisladas llegaron hasta él, tan carentes de sentido como el galimatías de Kurtz. También oyó la voz de Van Beneker en medio de la cháchara, la voz que describía, explicaba y exponía. Para Gundersen, los nueve seres humanos que tenía ante él, en el prado, eran tan extraños como los sulidores. Quizá más. Tuvo conciencia de que los últimos días de bruma y frío, la odisea solitaria por un mundo de blancura y silencio, habían producido un cambio en él que apenas comprendía. Se sentía ligero de alma, libre del exceso de equipaje del espíritu, un hombre más sencillo en todos los sentidos pero, a la vez, más complejo.
Aguardó más de una hora oculto mientras el grupo de turistas recorría el prado. Todos regresaron al coleóptero. ¿Adónde irían ahora? ¿Los llevaría Van Beneker al norte para atisbar la montaña del renacimiento? No. No. Era imposible. Como terráqueo que era, Van Beneker temía al renacimiento y no se atrevería a invadir una zona tan misteriosa.
De todos modos, cuando despegó, el coleóptero tomó rumbo norte.
Acongojado, Gundersen le gritó que regresara. Como si lo hubiera oído, el pequeño y brillante vehículo viró a medida que ganaba altura. Van Beneker debió tratar de coger, simplemente, viento de cola. El coleóptero se dirigió hacia el sur. El paseo había concluido. Gundersen lo vio pasar en lo alto y perderse en un elevado banco de niebla. Atragantado de alivio, corrió y ahuyentó a los sorprendidos animales con gritos desenfrenados.
Ahora todos los obstáculos parecían quedar atrás. Gundersen cruzó el valle, atravesó sin esfuerzo una loma nevada, vadeó un riachuelo poco profundo y se abrió paso por un tupido bosque cuyos árboles eran bajos y gruesos rematados en forma cónica. Siguió un ritmo sereno de viaje y ya no hacía caso del frío, la bruma, la humedad, la altura o el cansancio. Estaba en armonía con su empresa. Cuando durmió, lo hizo a pierna suelta; cuando buscó alimento para complementar sus concentrados, encontró aquello que era bueno; cuando se propuso cubrir distancias, las cubrió. La paz del bosque brumoso le llevó a hacer prodigios. Se puso a prueba a sí mismo, buscó los límites de su resistencia, los encontró y los superó en cada oportunidad.
Durante esa etapa del viaje estuvo totalmente solo. A veces veía huellas de sulidores en la delgada costra de nieve que cubría gran parte del terreno, pero no se encontró con ninguno. El coleóptero no regresó. Hasta sus sueños estaban vados: el fantasma de Kurtz que le había acosado ahora no aparecía y sólo tenía confusas ensoñaciones que olvidaba en el momento de despertar.
Ignoraba cuántos días habían pasado desde la muerte de Cedric Cullen. El tiempo había fluido y se había fundido en sí mismo. No sentía fatiga ni estaba impaciente: no deseaba que todo hubiese concluido. Apenas se sorprendió cuando al trepar por un saliente inclinado y uniforme, de unos treinta metros de ancho —rodeado por un muro de carámbanos y salpicado de espesas matas de hierba y árboles delgados—, levantó la mirada y comprendió que había iniciado la escalada de la montaña del renacimiento.
15
A la distancia, la montaña parecía elevarse dramáticamente desde la llanura brumosa en una sola tirada. Ahora que se encontraba realmente en sus laderas inferiores, Gundersen comprobó, de cerca, que la montaña se fragmentaba en una serie de plataformas superpuestas de piedra de color rosa. La totalidad de la montaña era la suma de esas plataformas, pero desde allí no tenía la sensación de una mole unificada. Ni siquiera podía divisar los elevados picos, las torrecillas y las cúpulas que, sabía, debían alzarse a miles de metros por encima de él. Una capa de bruma persistente ocultaba la montaña desde un poco más abajo de la mitad, quedando visible sólo su ancha base. Lo demás, lo que le había guiado durante cientos de kilómetros, podría no haber existido nunca.
La escalada fue sencilla. A derecha e izquierda, Gundersen vio paredes escarpadas, cimas impracticables, frágiles puentes de piedra que enlazaban un saliente con otro; también existía un sendero en zigzag, indudablemente de origen natural, que proporcionaba al escalador paciente acceso a alturas superiores. Los excrementos de incontables nildores cubrían esa larga plataforma de piedra y le demostraba que debía estar en el camino correcto. No podía imaginar que los enormes seres subieran a la montaña por otra ruta. Hasta un sulidor se sentiría abrumado por esos precipicios y hondonadas.