Los munzores parloteantes saltaban de saliente en saliente o atravesaban arrastrando los pies aterradores abismos recorridos por hilos de enredaderas. Bestias parecidas a chivos, blancas y con marcas negras en forma de estrella, corveteaban en los fosos arenosos de laderas inalcanzables y lanzaban resonantes saludos que retumbaban en el silencio. Gundersen ascendió constantemente. El aire era fresco pero vigorizante; a ese nivel sólo había manojos de bruma, lo que le daba una clara panorámica hacia adelante y hacia atrás. Miró hacia atrás y vio que súbitamente las tierras bajas envueltas en niebla quedaban muy abajo. Creyó ser capaz de ver hasta el prado donde había aterrizado el coleóptero.
Se preguntó cuándo le interceptaría algún sulidor.
Al fin y al cabo, aquél era el lugar más sagrado del planeta. ¿No había guardianes? ¿No había nadie que le detuviera, que le interrogara, que le obligase a regresar?
Después de dos horas de ascensión llegó a un sitio donde la pendiente disminuía y la plataforma se convertía en un prolongado paseo horizontal que se curvaba a la derecha y desaparecía más allá de la mole de la montaña. A medida que Gundersen avanzaba, en esa curva aparecieron tres sulidores. Apenas le miraron y siguieron su camino, sin hacer caso de él, como si fuera corriente que un terráqueo subiera a la montaña del renacimiento.
O, pensó Gundersen asombrado, como si le esperaran.
Poco después lía plataforma volvía a ascender. Un saliente de piedra formaba un techo a un lado del camino, pero no constituía un refugio pues los pequeños y cacareantes munzores de cara marchita anidaban en lo alto y arrojaban guijarros y desperdicios. ¿Monos? ¿Roedores? Fueran lo que fuesen, introducían una nota sacrílega en la solemnidad de la gran cumbre, burlándose de los que emprendían el ascenso. Colgaban de sus colas prensiles, sacudían sus orejas largas y copetudas, escupían y reían. ¿Qué decían? «¡Vete, terráqueo, este santuario no te pertenece!» ¿Eso decían? O, tal vez: «¡Abandonad la esperanza, vosotros los que entráis aquí!».
Pasó la noche bajo el saliente. En varias ocasiones los munzores rozaron su cara. Le despertó lo que parecía el llanto de una mujer. Los sollozos, graves e intensos, provenían del abismo inferior. Se asomó al saliente y presenció una estrepitosa tormenta de nieve. Bajo la tormenta volaban delgados animales de las cumbres superiores parecidos a murciélagos, que subían y bajaban con sus cuerpos tubulares negros y sus grandes alas amarillas y correosas; descendían hasta que Gundersen los perdía de vista y volvían a subir hacia sus crías, acarreando trozos de carne cruda en sus picos rojos y puntiagudos. No volvió a oír los sollozos. Volvió a dormirse y descansó como drogado hasta que un brillante amanecer chocó como el rayo contra la ladera de la montaña.
Se bañó en una corriente de agua rodeada de hielo que bajaba por un barranco uniforme y se cruzaba en el camino. Luego siguió ascendiendo y durante la tercera hora de caminata matinal encontró a un grupo de nildores que se dirigían al rehacimiento. No eran verdes sino de color gris rosado, lo que les caracterizaba como miembros de la rara afín: los nildores del hemisferio oriental. Gundersen jamás había sabido si esos nildores contaban con instalaciones para el renacimiento en su propio continente o sí se sometían al proceso aquí. Ahora esa incertidumbre estaba resuelta. Eran cinco nildores que avanzaban lentamente y con gran esfuerzo. Sus pellejos estaban resquebrajados y acanalados y sus trompas —más gruesas y largas que las de los nildores occidentales— colgaban débilmente. El simple hecho de mirarlos le fatigó. De todos modos, ellos tenían buenos motivos para estar cansados; como los nildores carecían de medios para atravesar el océano debieron de tomar el camino terrestre, el terrible viaje hacia el noreste a través del lecho seco del Mar de Polvo. En el desempeño de su trabajo, Gundersen ocasionalmente había visto a los nildores orientales arrastrándose por ese yermo cristalino y al fin comprendió cuál era su destino.
—¡Gozad de la alegría de vuestro renacimiento! —Les saludó al pasar, empleando la concisa inflexión oriental.
—¡La paz te acompañe en tu viaje! —respondió serenamente uno de los nildores.
Ellos tampoco veían nada raro en el hecho de que estuviese allí. Pero él sí. No podía dejar de pensar en sí mismo como en un intruso, un entrometido. Se escondía y acechaba instintivamente, manteniéndose en la parte interior del sendero, como si así fuese menos visible. Suponía que en cualquier momento algún guardián de la montaña le rechazaría, se asomaría súbitamente para impedirle el ascenso.
Por encima de su cabeza, dos o tres curvas más arriba, vio algunos movimientos.
Dos nildores y alrededor de una docena de sulidores se encontraban allí, de pie junto a la entrada de una oscura grieta de la ladera. Sólo podía verlos si se asomaba peligrosamente desde el borde del sendero. Un tercer nildor salió de la caverna y entraron varios salidores. ¿Se trataba de una estación intermedia en el camino hacia el renacimiento? Estiró el cuello para ver mejor pero al seguir adelante llegó a un punto del camino desde el cual ese nivel superior no era visible.
Tardó más de lo que calculaba en llegar a ese lugar. El sendero en zigzag se extendía hacia un costado para rodear una delgada y puntiaguda torre de piedra quebradiza. Gundersen trazó un giro hasta la cara nororiental. Cuando logró volver a ver el nivel de la grieta, caía un hosco crepúsculo y el lugar que buscaba seguía por encima de su cabeza.
Se hizo noche cerrada antes de que llegara a ese nivel. Un pesado manto de niebla lo ocultaba todo. Quizás estaba a mitad de camino de la cumbre. En ese lugar el sendero se ensanchaba en la ladera de la montaña formando una amplia plaza cubierta de fragmentos quebradizos de piedra clara, y sobre el muro abovedado de aquélla Gundersen vio una abertura negra, una enorme V invertida, cuya entrada debía conducir a una imponente caverna. Tres nildores dormían a la izquierda de la entrada y, a la derecha, cinco sulidores parecían conferenciar.
Retrocedió, se apostó tras un pedrejón y se puso a espiar cautelosamente la boca de la caverna. Los sulidores entraron y durante más de una hora no ocurrió nada. Después los vio salir, despertar a uno de los nildores y conducirlo hacía el interior. Transcurrió otra hora hasta que salieron a buscar al segundo. Después de un rato, se asomaron en busca del tercero. Era totalmente de noche. La bruma, compañera constante, se acercaba y se adhería a todo. Los animales de pico grande parecidos a murciélagos y semejantes a marionetas de cuerda, descendían de las zonas más altas de la montaña, chillaban y desaparecían abajo en medio de la niebla arremolinada, para regresar instantes después en un ascenso igualmente veloz. Gundersen estaba solo. Era el momento de atisbar hacia el interior de la caverna pero no se animó a llevar a cabo esa inspección. Titubeó aterido, incapaz de avanzar. Respiraba dificultosamente a causa de la bruma. No veía nada en ninguna dirección; hasta los bichos semejantes a murciélagos eran invisibles, meras reverberaciones sonoras a medida que ascendían y caían. Intentó recuperar parte del valor que había sentido al día siguiente de la muerte de Cullen, cuando emprendió la marcha sin compañía por aquellas regiones invernales. Mediante un esfuerzo consciente al fin recuperó parte de esa energía.
Caminó hasta la boca de la caverna.
En el interior, sólo vio oscuridad. En la entrada no se distinguían sulidores ni nildores. Dio un cauteloso paso hacia el interior. La caverna estaba fresca, pero era un frescor seco, mucho más agradable que el frío empapado por la bruma del exterior. Cogió su antorcha de fusión, emitió una rápida llamarada de luz y descubrió que se encontraba en el centro de una enorme cámara cuyo elevado techo se confundía en las sombras. Las paredes de la cámara eran una fantasía barroca de repliegues, ondas, contrafuertes, aristas y torres de piedra pulida y translúcida, que resplandecieron como cristal retorcido durante el fugaz momento en que la luz las acarició. Delante, flanqueado por dos alas ondulantes de piedra que se separaban como cortinas congeladas, se abría un pasadizo lo bastante amplio para Gundersen pero probablemente difícil para los corpulentos nildores que lo habían atravesado antes.