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Gundersen llegó al final del pasadizo. Apretó las palmas de las manos contra la piedra fría e inflexible. Jadeante y empapado en sudor, giró hacia la última cámara y entró.

En el interior se encontraba un sulidor que aún no dormía, de pie junto a tres de las lentas serpientes de los trópicos, que se movían a su alrededor trazando suaves espirales. El sulidor era enorme y estaba encanecido por la edad: un ser de presencia y dignidad excepcionales.

—¿Na-sinisul? —preguntó Gundersen.

—Sabíamos que con el correr del tiempo vendrías aquí, Edmund Gundersen.

—Jamás imaginé… no comprendí… —Gundersen se detuvo e intentó recuperar el dominio de sí mismo. Agregó con más serenidad—: Discúlpame si me he entrometido. ¿He interrumpido el comienzo de tu renacimiento?

—Aún me quedan varios días —respondió el sulidor—. Ahora me limito a preparar la cámara.

—Y resurgirás como un nildor.

—Sí —afirmó Na-sinisul.

—¿Entonces la vida recorre un ciclo aquí? Sulidor en nildor en sulidor en nildor en…

—Sí, una y otra vez, renacimiento tras renacimiento.

—¿Todos los nildores pasan parte de sus vidas como sulidores? ¿Todos los sulidores pasan parte de sus vidas como nildores?

—Sí, todos.

¿Cómo había comenzado?, se preguntó Gundersen. ¿Cómo se habían intrincado los destinos de esas dos razas tan distintas? ¿De qué modo toda una especie había consentido en someterse a semejante metamorfosis? Era incapaz de comprenderlo. Pero ahora comprendió por qué nunca había visto a un nildor o un sulidor jóvenes. Preguntó:

—¿En este mundo, se producen alguna vez nacimientos por parte de cualquiera de las dos razas?

—Sólo cuando se necesita reemplazar a alguno que no puede renacer. No ocurre a menudo. Nuestra población es estable.

—Estable pero constantemente cambiante.

—Por medio de un modelo de cambio previsible —dijo Na-sinisul—. Cuando surja, seré Fi'gontor del noveno nacimiento. Mi pueblo ha esperado treinta giros para que me reúna con él, pero las circunstancias me han obligado a permanecer todo ese tiempo en el bosque de las brumas.

—¿Nueve renacimientos es algo excepcional?

—Entre nosotros se cuentan algunos que han estado aquí quince veces. Hay otros que no aguardan cien giros para ser llamados una vez. La llamada llega cuando llega y para aquellos que la merecen la vida no tendrá fin.

—No… tendrá… fin…

—¿Por qué habría de tenerlo? —preguntó Na-sinisul—. En esta montaña somos purgados de los venenos de la edad y en otra parte nos purgamos de los venenos del pecado.

—Es decir, en la meseta central.

—Veo que has hablado con el hombre Cullen.

—Sí —afirmó Gundersen—. Poco antes de su muerte.

—Yo también sabía que su vida estaba acabada —comentó Na-sinisul—. Aquí nos enteramos rápidamente de todo. —¿Dónde están Srin'gahar, Luu'khamin y los demás con los que he viajado? —se interesó Gundersen.

—Están aquí, en celdas cercanas.

—¿Ya han iniciado el renacimiento?

—Hace algunos días. Pronto serán sulidores y vivirán en el norte hasta que se les llame para volver a adoptar la forma de nildor. Renovamos nuestras almas emprendiendo nuevas vidas.

—¿Durante la etapa de sulidor guardáis recuerdo de vuestra vida pasada como nildor?

—Por supuesto. ¿Cómo puede ser valiosa la experiencia si no se conserva? Acumulamos sabiduría. Nuestra comprensión de la verdad se acrecienta viendo el universo ora a través de los ojos de un nildor, ora a través de los de un sulidor. Las dos formas no sólo son distintas corporalmente. Someterse al renacimiento no consiste en entrar meramente en una nueva vida sino en un nuevo mundo.

Dubitativo, Gundersen preguntó:

—Y cuando alguien que no es de este planeta se somete al renacimiento, ¿qué ocurre? ¿Qué tipos de cambios tienen lugar?

—¿Has visto a Kurtz?

—He visto a Kurtz —replicó Gundersen—. Pero no sé en qué se ha convertido Kurtz.

—Kurtz se ha convertido en Kurtz —afirmó el sulidor—. Para vosotros, no puede haber verdadera transformación pues no contáis con una especie complementaria. Es verdad que cambiáis, pero sólo os convertís en aquello para lo que tenéis un potencial. Liberáis las fuerzas que ya existen en vuestro interior. Mientras dormía, el mismo Kurtz eligió su nueva forma. Nadie la concibió por él. Edmund Gundersen, no es sencillo explicarlo con palabras.

—Si me sometiera al renacimiento, ¿me convertiría necesariamente en algo semejante a Kurtz?

—No, a menos que tu alma sea como la de Kurtz, pero eso no es posible.

—¿En qué me convertiría?

—Nadie puede saber estas cuestiones antes de que se produzcan. Si deseas descubrir qué hará en ti el renacimiento debes aceptarlo.

—Si solicitara el renacimiento, ¿se me permitiría someterme a él?

—Cuando nos vimos por primera vez te dije que nadie en este mundo te impedirá hacer algo —le recordó Na-sinisul—. Nadie te detuvo a medida que ascendías la montaña del renacimiento. Nadie te detuvo cuando exploraste estas cámaras. El renacimiento no te será negado si sientes que necesitas experimentarlo.

Afable, serena e inmediatamente Gundersen dijo:

—Entonces solicito el renacimiento.

16

En silencio y sin sorprenderse, Na-sinisul le conduce hasta una celda vacía y le indica que se quite la ropa. Gundersen se desnuda. Sus dedos sólo luchan con los cierres de resorte y los ganchos. Por indicación del sulidor, Gundersen se acuesta en el suelo, como han hecho todos los demás candidatos al renacimiento. La piedra está tan fría que silba cuando su piel desnuda la toca. Na-sinisul sale. Gundersen observa los fungoides brillantes en el alto techo abovedado. La cámara es lo bastante grande para contener cómodamente a un nildor; a Gundersen, acostado como está en el suelo, le parece inmensa.

Na-sinisul regresa con un cuenco hecho con un tronco hueco. Se lo ofrece a Gundersen. El cuenco contiene un líquido de color azul claro.

—Bebe —dice el sulidor suavemente.

Gundersen bebe.

El sabor es dulce, como el del agua azucarada. Se trata de algo que ha probado con anterioridad y sabe cuándo fue: años atrás, en la estación de las serpientes. Es el veneno prohibido. Vacía el cuenco y Na-sinisul se va.

Dos sulidores a los que Gundersen no conoce entran en la celda. Se arrodillan a ambos lados de él e inician un cántico bajo y murmurante, una especie de ritual. No comprende nada. Amasan y acarician su cuerpo; sus manos, con las temibles garras retraídas, son asombrosamente suaves, como las patas de un gato. Gundersen está tenso, pero la tensión se diluye. Ahora siente que la droga le hace efecto; un engrosamiento de la nuca, una tirantez en el pecho, un opacamiento de la visión. Na-sinisul está de nuevo en la habitación, aunque Gundersen no le vio entrar. Lleva un cuenco.

—Bebe —dice.

Gundersen obedece.

Se trata del alma de Kurtz. Este se acerca a Gundersen, o al revés, y aquél no está dormido.

Ahora estás entre nosotros, dice Kurtz, y Gundersen responde: Sí, al fin estoy aquí. El alma se abre al alma y Gundersen atisba la tiniebla en la que Kurtz se ha convertido, más allá de la cortina de color gris perla que envuelve su espíritu, en un lugar de terror donde figuras negras van y vienen con sus múltiples piernas por tramas acanaladas. Las formas caóticas se enlazan, se expanden y disuelven en el interior de Kurtz. Gundersen mira más allá de esa zona lúgubre y oscura y encuentra una luz brillante, fría y dura que brilla lechosa desde lo más profundo y entonces Kurtz pregunta: ¿Ves? ¿Ves? ¿Soy un monstruo? Tengo bondad en mi interior.