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—Acaba de esparcir por la selva un millar de micro amplificadores —explicó Kurtz—. Dentro de diez minutos, cubrirán un radio de diez kilómetros. Están sintonizados para captar las frecuencias de mi guitarra y de la flauta de Gio' y las resonancias rebotan por todas partes. —Kurtz comenzó a tocar una melodía. Salamone apareció con una corta flauta travesera e interpretó una melodía propia en los intervalos de la tonada de Kurtz. La interpretación de ambos se convirtió en una imponente zarabanda, delicada e hipnótica, dos o tres notas que se repetían incesantemente sin variación de volumen ni de tono. Durante diez minutos no ocurrió nada excepcional. En ese momento Kurtz inclinó la cabeza hacia el borde de la selva—. Vienen. Ya vienen —murmuró—. Somos los auténticos y originales encantadores de serpientes.

Gundersen observó las serpientes que salían del bosque. Eran cuatro veces más largas que un hombre y tan gruesas como el brazo de un terráqueo corpulento. Sus lomos estaban cubiertos en toda su longitud por aletas ondulantes. Sus pieles eran lustrosas, de color verde claro y evidentemente pegajosas, ya que los desperdicios del suelo del bosque se adherían a ellas: fragmentos de hojas, tierra y pétalos arrugados. En lugar de ojos, contaban con hileras de puntos sensores del tamaño de grandes platos que bordeaban sus rizadas aletas dorsales. Sus cabezas eran romas y a modo de boca tenían aberturas, sólo aptas para mordisquear terrones de tierra. Donde debían estar las fosas nasales, sobresalían dos púas esbeltas y largas como el pulgar de un hombre; éstas alcanzaban una longitud cinco veces superior en momentos de tensión o cuando la serpiente era atacada y producían un líquido azuclass="underline" un veneno. A pesar del tamaño de estos seres y la llegada de alrededor de treinta simultáneamente. Gundersen no sintió miedo, aunque seguramente se habría incomodado ante la llegada de un pelotón de pitones. No eran pitones. Ni siquiera eran reptiles, sino seres correspondientes a una división primaria baja, en realidad gusanos gigantes. Eran pesadas y carecían de inteligencia evidente. Sin duda alguna reaccionaban vigorosamente ante la música. Ésta las había atraído a la estación y ahora se agitaban en un ballet espectral, buscando la fuente del sonido. Las primeras ya habían entrado en el edificio.

—¿Tocas la guitarra? —preguntó Kurtz—, Toma… no dejes de emitir sonidos. Ahora la melodía no tiene importancia.

Entregó el instrumento a Gundersen, que por un momento luchó con la digitación y luego produjo una imitación defectuosa y vacilante de la melodía de Kurtz. Mientras tanto, éste deslizó una gorra tubular de color rosado sobre la cabeza de la serpiente más cercana. Una vez en su sitio, la gorra se contrajo rítmicamente; de momento, los zigzaguees de la serpiente se tornaron más intensos, movió convulsivamente la aleta y golpeó el suelo con la cola. Luego se serenó. Kurtz retiró la gorra y la colocó sobre la cabeza de otra serpiente y luego de otra y otra.

Les extraía el veneno. Se decía que esos seres eran letales para los sistemas metabólicos nativos; jamás atacaban pero si se las provocaba se defendían y el veneno era universalmente eficaz. Pero lo que era veneno en el Planeta de Holman constituía una bendición en la Tierra. El veneno de las serpientes selváticas era una de las exportaciones más lucrativas de la Compañía. Correctamente destilado, diluido, cristalizado y purificado, el líquido servía como catalizador en los trabajos de regeneración de miembros humanos. Una dosis suavizaba la resistencia de la célula humana al cambio, corrompía insidiosamente el citoplasma y hacía que éste indujera al núcleo para que pusiese en actividad su material genético. En consecuencia, estimulaba enormemente el nuevo despertar de la división celular y la duplicación de partes corporales cuando era necesario que creciesen un brazo, una pierna o una cara nuevos. Gundersen ignoraba cómo o por qué daba resultado, pero había visto el material en acción durante su período de entrenamiento, cuando un compañero perdió ambas piernas de las rodillas para abajo en un accidente de vuelo a gran altura. La droga hacía fluir la carne. Liberaba a los guardianes del modelo corporal codificado y facilitaba enormemente la tarea de los cirujanos genéticos sensibilizando y estimulando la zona de regeneración. Las piernas de su compañero habían vuelto a crecer en seis meses.

Gundersen siguió tocando la guitarra, Salamone la flauta y Kurtz recolectando veneno. Súbitamente, del monte llegaron sonidos mugientes: evidentemente, la música también atrajo a un rebaño de nildores. Gundersen los vio salir pesadamente de la maleza y detenerse casi con timidez en el borde del claro.

Eran nueve. Poco después, iniciaron una danza chabacana, tambaleante y pesada. Agitaban las trompas según el ritmo de la música, balanceaban las colas y hacían girar los copetes erizados de púas.

—Todo listo —informó Kurtz—. Cinco litros…, un buen botín.

Las serpientes, una vez extraído su veneno, se perdieron en el bosque en cuanto la música cesó. Los nildores se quedaron un rato más, miraron con atención a los hombres del interior de la estación y finalmente se fueron. Kurtz y Salamone enseñaron a Gundersen las técnicas de destilación del precioso líquido, preparándolo para su envío a la Tierra.

Y eso fue todo. No pudo percibir nada escandaloso en los acontecimientos y no comprendió por qué en el cuartel general se había hablado tan disimuladamente de ese sitio ni el motivo por el cual Salamone intentó arrancarle un juramento de silencio. Tampoco se atrevió a preguntar. Tres días después, volvieron a convocar a las serpientes, extrajeron nuevamente el veneno y el proceso también le pareció intachable a Gundersen. Rápidamente comprendió que Kurtz y Salamone ponían a prueba su confianza antes de iniciarle en los misterios.

Después de la tercera semana de trabajo en la estación de las serpientes, finalmente le permitieron acceder a los secretos. El veneno había sido recogido, las serpientes se habían ido y de los más de doce nildores que se sintieron atraídos por el concierto de ese día, unos pocos aún remoloneaban en el exterior del edificio. Gundersen comprendió que algo excepcional estaba a punto de ocurrir cuando vio que Kurtz, luego de dirigir una significativa mirada a Salamone, desenganchaba un contenedor de veneno antes de ser introducido en el aparato de destilación. Lo vertió en un ancho cuenco, que, como mínimo, tenía un litro de capacidad. En la Tierra, el valor de esa cantidad de droga equivaldría al salario anual de Gundersen como ayudante del agente de estación.

—Ven con nosotros —le invitó Kurtz.

Los tres hombres salieron y de inmediato se acercaron tres nildores con los espinazos erguidos, las orejas temblorosas y un comportamiento extraño. Parecían asustados e impacientes. Kurtz entregó el cuenco de veneno puro a Salamone, que bebió y se lo devolvió. Kurtz también bebió. Ofreció el cuenco a Gundersen y preguntó:

—¿Tomas la comunión con nosotros?

Gundersen vaciló.

—No hay peligro —explicó Salamone—. No puede afectar a tus núcleos si lo ingieres internamente.

Gundersen se llevó el cuenco a los labios y bebió un trago con cautela. El veneno era dulce pero acuoso.

—…sólo tu cerebro —agregó Salamone.

Kurtz cogió delicadamente el cuenco en sus manos y lo dejó en el suelo. En ese momento el nildor más grande avanzó y hundió delicadamente la trompa en el recipiente. Después se acercó el segundo nildor y luego el tercero. El cuenco quedó vacío.

—Si es venenoso para la vida local… —comentó Gundersen.

—No cuando lo beben, sólo si se inyecta directamente en el torrente sanguíneo —aclaró Salamone.

—¿Qué ocurrirá ahora?

—Espera —replicó Kurtz— y vuelve tu alma receptiva a cualquier posibilidad que surja.

Gundersen no tuvo que esperar mucho tiempo. Sintió un engrosamiento en la base del cuello, una aspereza en el rostro y los brazos le resultaron inenarrablemente pesados. Le pareció mejor ponerse de rodillas a medida que el efecto se intensificaba. Se volvió hacia Kurtz y buscó un apoyo en esos ojos oscuros y brillantes, pero los ojos de Kurtz ya habían comenzado a achatarse y expandirse y su prensil trompa verde casi llegaba al suelo. Salamone también había entrado en la metamorfosis, corcoveaba cómicamente y golpeaba el suelo con sus colmillos. El engrosamiento continuó. Ahora Gundersen sabía que pesaba varias toneladas y puso a prueba su coordinación corporal, caminó de un lado a otro y aprendió a moverse a cuatro patas. Se dirigió al manantial y absorbió agua con la trompa. Frotó su pellejo correoso contra los árboles. Lanzó bramidos de alegría en su enormidad. Se unió a Kurtz y a Salamone en una danza salvaje que hizo temblar la tierra. Los nildores también se habían transformado: uno se había convertido en Kurtz, otro en Salamone y el tercero en Gundersen, y las tres ex bestias realizaban piruetas salvajes, trastabillaban y caían ante su falta de familiaridad con los movimientos humanos. Pero a Gundersen no le interesaba lo que los nildores hacían. Se concentró exclusivamente en su propia experiencia. En algún punto del fondo de su alma le aterrorizó saber que este cambio se había producido en él y que estaba condenado a vivir eternamente como un corpulento animal de la selva, arrancando cortezas y desgajando ramas; pero era gratificante haber cambiado los cuerpos de ese modo y tener acceso a una serie totalmente nueva de datos sensorios. Su visión había disminuido y todo lo que veía estaba envuelto en un halo peludo, aunque existían compensaciones: podía distinguir olores mediante su dirección y su textura y su visión era enormemente más sensible. Equivalía a poder ver las gamas ultravioleta e infrarroja. Una deslustrada flor del bosque le envió mareantes oleadas de dulzura húmeda y blanda; el sonido de las pinzas de los insectos en los túneles subterráneos parecía una sinfonía de percusión. ¡Y su inmensidad! ¡El éxtasis de poseer un cuerpo semejante! Su conciencia transformada se encumbró, se precipitó y volvió a elevarse. Pisó árboles y se felicitó por ello con tonos resonantes. Pastó y se hartó. Luego se sentó un rato, totalmente inmóvil, y meditó sobre la existencia del mal en el universo, preguntándose por qué debía existir semejante cosa y si el mal existía realmente como fenómeno objetivo. Sus respuestas le sorprendieron y deleitaron y se volvió hacia Kurtz para comunicarle estas ideas, pero en ese momento el efecto del veneno comenzó a desaparecer con sorprendente rapidez y poco después Gundersen se sentía totalmente normal. Sin embargo, estaba llorando y sentía una angustia vergonzosa, como si le hubiesen descubierto molestando flagrantemente a un menor. Los tres nildores no estaban a la vista.