Salamone cogió el cuenco y entró en la estación.
—Ven —dijo Kurtz—. Entremos también nosotros.
No quisieron discutir ningún aspecto de la experiencia con él. Le permitieron compartirla pero no estaban dispuestos a explicar nada y le interrumpían severamente cuando hacía una pregunta. El rito era estrictamente personal. Gundersen fue incapaz de evaluar la experiencia. ¿Se había convertido su cuerpo realmente en el de un nildor durante una hora? Apenas podía decirse que sí. Bien, en consecuencia, ¿acaso su mente, su alma, habían emigrado de algún modo al cuerpo del nildor? ¿Y el alma del nildor, si es que los nildores tenían alma, había penetrado en la suya? ¿Qué tipo de conjunción, qué especie de unión de interioridades se había producido en el claro del bosque?
Tres días después, Gundersen solicitó que lo trasladaran de la estación de las serpientes. En aquella época, lo desconocido le trastornaba fácilmente. Cuando Gundersen le anunció que se iba, la única reacción de Kurtz fue una risa seca y bruta!. El servicio normal en la estación era de ocho semanas, de las cuales Gundersen había cumplido menos de la mitad. Nunca más volvió a trabajar allí.
Más tarde, reunió todos los comentarios que pudo sobre los acontecimientos en la estación de las serpientes. Le contaron confusos relatos de perversiones sexuales en la arboleda, de acoplamientos entre terráqueo y nildor, entre terráqueo y terráqueo; oyó murmullos de que aquellos que bebían habitualmente el veneno sufrían cambios corporales extraños, terribles y permanentes; le contaron historias relativas a que, en los consejos privados, los nildores más viejos condenaban amargamente la práctica morbosa de ir a la estación de las serpientes para beber el líquido ofrecido por los terráqueos. Pero Gundersen ignoraba si esos comentarios eran ciertos. Años más tarde, le resultó difícil mirar a Kurtz a los ojos en las raras ocasiones en que se encontraron. A veces, incluso tuvo dificultades para vivir consigo mismo. De manera tangencial, quedó manchado por esa única hora de metamorfosis. Se sentía como una virgen que había intervenido en una orgía y que salió desflorada pero ignorante de lo que le había acontecido.
Los fantasmas se desvanecieron. El sonido de la guitarra de Kurtz disminuyó y desapareció por completo.
Srin'gahar preguntó:
—¿Nos vamos ahora?
Gundersen salió lentamente de la estación en ruinas.
—¿Actualmente recoge alguien los jugos de las serpientes?
—Aquí, no —repuso el nildor.
Srin'gahar se arrodilló. El terráqueo montó y el nildor le transportó en silencio, de regreso al sendero que habían seguido anteriormente.
4
A primeras horas de la tarde se acercaron al campamento nildor que constituía el objetivo inmediato de Gundersen. Durante la mayor parte del día habían atravesado la amplia llanura costera, pero ahora el terreno se hundía bruscamente, ya que tierra adentro existía una larga y estrecha depresión que iba de norte a sur, una profunda hendidura entre la meseta central y la costa. En el acceso a esa grieta, Gundersen vio la inmensa devastación del follaje que indicaba la presencia de un numeroso rebaño de nildores a pocos kilómetros de distancia. Una cicatriz dentada atravesaba el bosque desde el suelo hasta una altura de aproximadamente el doble de la estatura de un hombre.
Ni siquiera la desbordante fertilidad tropical de la región podía hacer crecer la vegetación al mismo ritmo que el apetito de los nildores; esas zonas de defoliación necesitaban un año o más tiempo para recuperarse después de la partida del rebaño. A pesar del impacto de éste, el bosque que rodeaba la cicatriz era aún más tupido que en la llanura costera del este. Se trataba de una selva húmeda, vaporosa y oscura que se elevaba junto a la potencia vecina. En el valle la temperatura era notoriamente superior a la de la costa y, a pesar de que la atmósfera no podía ser más húmeda, en el aire se percibía una acuosidad casi tangible. La vegetación también era distinta. En la llanura, los árboles solían tener hojas puntiagudas, en ocasiones peligrosamente puntiagudas. Aquí el follaje era redondeado y carnoso: pesados discos combados de color azul oscuro que resplandecían voluptuosamente cuando unos extraviados rayos de luz solar se filtraban por el techo del bosque.
Gundersen y su montura prosiguieron el descenso y siguieron lía línea de la cicatriz de pastoreo. Avanzaron por el lecho de un torrente que corría serpenteante hacia el interior; el terreno era esponjoso y blando y la mayor parte del tiempo Srin'gahar caminaba con el barro hasta las rodillas. Entraban en una amplia cuenca circular que parecía ser el punto más deprimido de toda la región. Tres o cuatro arroyos corrían hacia ésta y alimentaban un lago oscuro y cubierto de malezas situado en el centro. A orillas del lago se encontraba el rebaño de Srin'gahar. Gundersen vio varios cientos de nildores pastando, durmiendo, acoplándose y caminando.
—Bájame —pidió y se sorprendió a sí mismo—. Caminaré a tu lado.
Sin decir palabra, Srin'gahar lo dejó desmontar.
Gundersen se lamentó de su impulso igualitario en cuanto tocó el suelo. Las anchas patas del nildor podían hacer frente al terreno fangoso y Gundersen descubrió que empezaba a hundirse si permanecía en el mismo sitio unos instantes. Pero ahora no volvería a montar. Cada paso era una batalla, pero combatió. Además, estaba tenso e inseguro pues ignoraba qué acogida tendría, y también tenía hambre, ya que durante el largo viaje no había comido nada a excepción de unas cuantas frutas amargas que arrancó de los árboles. La pesadez de la atmósfera le dificultaba la respiración. Se sintió muy aliviado cuando, ladera abajo, la caminata se tornó más fácil. Allí, una trama de plantas esponjosas que se extendían desde el lago se entrelazaba con el fango y formaba una plataforma firme, aunque no totalmente tranquilizadora, de algunos centímetros de espesor. Srin'gahar levantó la trompa y envió un trompetazo de saludo en dirección al campamento. Algunos nildores respondieron del miso modo. Srin'gahar se dirigió a Gundersen: