"De allí en adelante, cada vez que hemos andado en las montañas o en el desierto, aunque no lo hayas notado, la polilla siempre nos ha seguido. Si tomamos todo esto en cuenta, podemos decir que para ti el aliado es una polilla. Pero no puedo decir que sea realmente una polilla como son todas las polillas que conocemos. Llamar polilla al aliado es, nuevamente, sólo una manera de decir las cosas, una manera de hacer entender esa inmensidad que está allí afuera."
– ¿Para usted también es una polilla el aliado? -pregunté.
– No. La manera que uno entiende al aliado es asunto personal -dijo.
Mencioné que habíamos vuelto al punto de partida; no me había dicho lo que en realidad era un aliado.
– No hay necesidad de confundirse -dijo-. La confusión es un sentimiento en el que uno se mete, pero también uno puede salirse de él. En este momento no hay modo de dar aclaraciones. A lo mejor hoy, más tarde, podremos considerar en detalle estos asuntos: depende de ti. O más bien, depende de tu poder personal.
Rehusó decir una palabra más. Me preocupé mucho con el temor dé fallar en la prueba. Don Juan me llevó atrás de su casa y me hizo sentarme en un petate al borde de una zanja de riego. El agua se movía tan despacio que casi parecía estancada. Me ordenó estarme quieto, cesar mi diálogo interno y mirar el agua. Dijo haber descubierto, años antes, que yo tenía cierta afinidad con las masas de agua, un sentimiento de lo más conveniente para las empresas en que me hallaba envuelto. Argüí que yo no tenía particular afición a las masas acuáticas, pero tampoco me disgustaban. Dije que precisamente por eso el agua era benéfica para mí: me es indiferente. En situaciones tensas que requerían esfuerzo máximo, el agua no podía atraparme, pero tampoco rechazarme.
Se sentó un poco atrás de mí, a mi derecha, y me aconsejó dejarme ir sin miedo, porque él estaba allí para ayudarme si había necesidad.
Tuve un momento de temor. Lo miré, esperando otras instrucciones. Tomó mi cabeza y la volvió hacia el agua, ordenándome proceder. Yo no tenía idea de qué debía hacer, de modo que simplemente me relajé. Al mirar el agua, percibí los juncos en la otra orilla. Inconscientemente, posé en ellos mis ojos sin enfocar. La corriente despaciosa los hacía vibrar. El agua tenía el color de la tierra del desierto. Las ondulaciones en torno a los juncos me parecieron surcos o grietas sobre una superficie lisa. En cierto instante los juncos se agigantaron, el agua era una planicie ocre pulida, y luego, en cuestión de segundos, me quedé profundamente dormido, o acaso entré en un estado perceptual que carecía de paralelo. Lo que más se acercaría a describirlo sería decir que me dormí y tuve un sueño portentoso.
Sentí que podía seguir en él indefinidamente si así lo deseaba, pero deliberadamente le puse fin entrando en un diálogo interno consciente. Abrí los ojos. Yacía en el petate. Don Juan estaba a unos metros. Mi sueño había sido de tal magnificencia que empecé a contárselo. Me hizo seña de callar. Con una larga vara, señaló dos sombras que unas ramas secas de matorral proyectaban sobre el suelo. La punta de su vara siguió el perímetro de una de las sombras -como si la estuviera dibujando; luego saltó a la otra e hizo lo mismo con ella. Las sombras tenían unos treinta centímetros de largo y unos tres de ancho; distaban entre sí doce o quince. El movimiento de la vara me hizo desenfocar los ojos y me hallé mirando, a lo bizco, cuatro sombras largas; de repente las dos de enmedio se juntaron en una y crearon una extraordinaria percepción de profundidad. Había cierta inexplicable redondez y volumen en la sombra así formada. Era casi un tubo transparente, una barra redonda de alguna sustancia desconocida. Sabía que tenía los ojos cruzados, y sin embargo parecía enfocar un solo sitio; la imagen era allí clara como el cristal. Pude mover los ojos sin disiparla.
Continué observando, pero sin bajar la guardia. Experimentaba una curiosa compulsión de soltarme y sumergirme en la escena. Algo en lo que observaba parecía jalarme; pero algo dentro de mí salió a la superficie e inicié un diálogo semiconsciente; casi en el acto tomé conciencia de mi entorno en el mundo de la vida cotidiana.
Don Juan me observaba. Parecía intrigado. Le pregunté si pasaba algo. No respondió. Me ayudó a sentarme. Sólo entonces advertí que yo había estado de espaldas, mirando el cielo, y que, don Juan había estado inclinado casi sobre mi rostro.
Mi primer impulso fue decirle que había visto las sombras en el piso mientras miraba el cielo, pero me puso la mano en la boca. Estuvimos un rato en silencio. Yo no tenía pensamientos. Experimentaba una exquisita sensación de paz, y luego, abruptamente, tuve un impulso irrefrenable de pararme e ir al chaparral en busca de don Genaro.
Hice un intento de hablar a don Juan: él sacó la barbilla y torció los labios en un mandato mudo de callar. Traté de evaluar mi predicamento en forma racional; sin embargo, disfrutaba tanto mi silencio que no quería molestarme con consideraciones lógicas.
Tras una pausa momentánea, sentí de nuevo el deseo imperioso de adentrarme en el matorral. Seguí una vereda. Don Juan iba a la zaga, como si yo fuera el guía.
Caminamos cosa de una hora. Logré permanecer sin pensamientos. Luego llegamos a un cerro. Don Genaro estaba allí, sentado cerca de la cima de un farallón. Me saludó efusivamente, a gritos, pues se hallaba a unos quince metros del suelo. Don Juan me hizo tomar asiento y se sentó junto a mí.
Don Genaro explicó que yo había hallado el sitio donde me esperaba porque él me guió con un sonido que hizo. Apenas pronunció esas palabras, me di cuenta de que en verdad había estado oyendo un sonido peculiar que creí ser zumbido en mis oídos; había parecido más bien un asunto interno, una condición corporal, un sentimiento de sonido que por indeterminado escapaba a la evaluación y la interpretación conscientes.
Creí que don Genaro tenía un pequeño instrumento en la mano izquierda. Desde el lugar donde me hallaba, no lo distinguía claramente. Parecía un birimbao; con él producía un sonido suave y extraño que era prácticamente indiscernible. Siguió tocándolo un momento, como dándome tiempo para enterarme por completo de lo que me había dicho. Luego me mostró la mano izquierda. Estaba vacía; no tenía en ella ningún instrumento. Yo había tenido la impresión de que tocaba algo por la forma en que se llevó la mano a la boca; de hecho, producía el sonido con los labios y con el borde de la mano izquierda, entre el pulgar y el índice.
Me volví hacia don Juan para explicarle que me habían engañado los movimientos de don Genaro. Él hizo un ademán rápido y me dijo que no hablara y que prestase mucha atención a lo que don Genaro hacía. Me volvía mirar a don Genaro, pero ya no estaba allí. Pensé que había descendido. Esperé unos momentos a que emergiera entre las matas. La roca donde había estado era una formación peculiar, algo así como un gran reborde en la cara del farallón. No le quité la vista de encima más que algunos segundos. Si hubiera ascendido, lo habría visto antes de que llegara a la cima del farallón, y si hubiera bajado también hubiera sido visible desde donde me hallaba.
Pregunté a don Juan dónde estaba don Genaro. Repuso que seguía de pie en el reborde. Hasta donde yo podía juzgar, no había nadie allí, pero don Juan insistió una y otra vez en que don Genaro seguía en la roca.
No parecía bromear. Sus ojos eran fijos y fieros. Dijo en tono cortante que mis sentidos no eran la avenida correcta para apreciar lo que don Genaro hacía. Me ordenó parar mi diálogo interno. Pugné un momento y empecé a cerrar los ojos: Don Juan se lanzó hacia mí y me sacudió por los hombros. Susurró que yo debía mantener la vista en el reborde.
Me sentía soñoliento y oía las palabras de don Juan como si llegasen de muy lejos. Automáticamente miré el reborde. Don Genaro estaba allí de nuevo. Eso no me interesaba. Noté, a media conciencia, que me resultaba muy difícil respirar, pero antes de que pudiese pensar algo al respecto, don Genaro saltó a tierra. Eso tampoco captó mi interés. Se acercó y me ayudó a levantarme, sosteniéndome el brazo; don Juan me asió el otro. Entre los dos me levantaron. Luego, sólo don Genaro me ayudaba a caminar. Me susurró al oído algo que no entendí, y de pronto sentí que había jalado mi cuerpo de alguna manera extraña; me agarró, por así decirlo, de la piel del estómago, y me subió al reborde, o quizás a otra roca. Yo podría haber jurado que era el reborde; sin embargo, la fugacidad de la imagen me impidió evaluarla en detalle. Luego sentí que algo en mí desfallecía y caí hacia atrás. Tuve una leve sensación de angustia, o acaso incomodidad física. Lo siguiente que supe fue que don Juan me hablaba. No le entendía. Concentré mi atención en sus labios. Tenía la sensación de que experimentaba un sueño; yo trataba de romper desde adentro una tela membranosa que me envolvía, mientras don Juan hacía por rasgarla desde afuera. Por fin se reventó; las palabras de don Juan se hicieron audibles, y su significado nítido. Me ordenaba salir por mí mismo a la superficie. Luché desesperadamente por cobrar sobriedad; no tuve éxito. Me pregunté, en un plano bien consciente, por qué pasaba tantos apuros. Pugné por hablar conmigo mismo.