A mi desconcierto se sumaba la sensación enloquecedora de que, cuando don Juan me tocó el hombro y volví la cara, lo vi con su pantalón y su camisa de caqui, con sus huaraches y su sombrero de paja, y luego, cuando llamó mi atención sobre su atuendo y lo enfoqué en detalle, la unidad completa de su atavío se fijó, como si yo la creara con mi pensamiento. La boca parecía ser la parte de mi cuerpo más afectada por el asombro. Se abría involuntariamente. Don Juan me tocó levemente la barbilla, como ayudándome a cerrarla.
– De veras te está creciendo la papada -dijo, y rió en explosiones cortas.
Tomé nota, entonces, de que no llevaba sombrero; su cabello blanco y corto estaba peinado de raya. Se vela como un viejo caballero mexicano, un habitante urbano impecablemente vestido.
Le dije que Hallarlo allí me tenía tan estremecido que necesitaba sentarme. Se mostró muy comprensivo y sugirió ir a un parque cercano.
Anduvimos unas calles en completo silencio y llegamos a la Plaza Garibaldi, un sitio donde los mariachis ofrecen sus servicios: especie de centro de empleo para músicos.
Don Juan y yo nos mezclamos con veintenas de espectadores y turistas y circunvalamos el parque. Tras un rato se detuvo, se reclinó en una pared y alzó levemente sus pantalones, en las rodillas; llevaba calcetines café claro. Le pedí decirme el significado de su misteriosa atavío. Su vaga réplica fue que, sencillamente, debía andar de traje -ese día por razones que se me aclararían después.
El hallar trajeado a don Juan había sido tan extraño que mi agitación resultaba casi incontrolable. Yo llevaba varios meses sin verlo y más que nada en el mundo quería hablar con él, pero de algún modo la escena no encajaba y mi atención se perdía en vericuetos. Notando, sin duda, mi ansiedad, don Juan sugirió que fuéramos a la Alameda, un parque más calmado, a algunas cuadras de distancia.
No había demasiada gente en el parque, ni tuvimos dificultad para hallar una banca vacía. Tomamos asiento. Mi nerviosismo había cedido el paso a un sentimiento de incomodidad. No me atrevía a mirar a don Juan.
Hubo una larga pausa enervante; aún sin verlo, dije que finalmente la voz interna me había lanzado en busca suya, que los tremendos sucesos presenciados en su casa habían afectado muy hondamente mi vida, y que me era necesario hablar de ellos.
Hizo un ademán de impaciencia y dijo que su política era no ocuparse nunca de sucesos pasados.
– Lo importante es que has seguido mi consejo -dijo-. Has tomado tu mundo cotidiano como un desafío, y la prueba de que has reunido suficiente poder personal es el hecho indiscutible de que me has encontrado sin ninguna dificultad, en el sitio exacto en que debías.
– Dudo mucho poder aceptar crédito por eso -dije.
– Yo te estaba esperando y llegaste -dijo-. Eso es lo único que sé; eso es lo único que a cualquier guerrero le importaría saber.
– ¿Qué va a pasar ahora que lo he encontrado? -pregunté.
– Por principio de cuentas -dijo-, no vamos a discutir los dilemas de tu razón; esas experiencias pertenecen a otro tiempo y a otro ánimo. Son, hablando con propiedad, meros escalones de una escalera sin fin; darles importancia significaría quitársela a lo que está ocurriendo ahora. Un guerrero no puede de ningún modo permitirse eso.
Tuve un deseo casi invencible de quejarme. No era que resintiese nada que me hubiera ocurrido, pero anhelaba solaz y simpatía. Don Juan parecía estar al tanto de mi estado y habló como si yo hubiese dado voz a mis pensamientos.
– Sólo como guerrero puede uno soportar el camino del conocimiento -dijo-. Un guerrero no puede quejarse ni lamentar nada. Su vida es un desafío interminable, y no hay modo de que los desafíos sean buenos o malos. Los desafíos son simplemente desafíos.
Su tono era seco y severo; su sonrisa, cálida y apaciguadora.
– Ahora que estás aquí, lo que haremos será esperar una señal -dijo.
– ¿Qué clase de señal? -pregunté.
– Necesitamos averiguar si tu poder puede valerse por sí solo -dijo-. La última vez se apagó en forma miserable; esta vez las circunstancias de tu vida personal parecen haberte dado, al menos en la superficie, todo lo necesario para tratar con la explicación de los brujos.
– ¿Hay alguna probabilidad de que usted me hable de ella? -pregunté.
– Depende de tu poder personal -dijo-. Como pasa siempre en el hacer y el no-hacer de los guerreros, el poder personal es lo único que importa. Hasta ahora, yo diría que vas muy bien.
Tras un momento de silencio, como si quisiera cambiar de tema, se puso en pie y señaló su traje.
– Me puse mi traje para ti -dijo en tono misterioso-. Este traje es mi desafío. ¡Mira qué bien me queda! ¡Qué fácil! ¿Eh? ¡Como si no fuera nada¡
En verdad, don Juan se veía extraordinariamente bien de traje. Todo lo que se me ocurría como rasero de comparación era el aspecto que mi abuelo solía tener en su pesado traje de franela inglesa. Siempre me daba la impresión de que se sentía desnaturalizado, fuera de lugar en un traje. Don Juan, al contrario, estaba a sus anchas.
– ¿Piensas que es fácil para mí verme natural de traje? -preguntó don Juan.
No supe qué decir. Sin embargo, concluí para mis adentros que, a juzgar por su apariencia y su porte, era para él lo más fácil del mundo.
– Andar de traje es un desafío para mí -dijo-. Un desafío tan difícil como andar de huaraches y poncho sería para ti. Pero tú nunca has tenido la necesidad de tomar eso como desafío. Mi caso es diferente; soy indio.
Nos miramos. Alzó las cejas en muda interrogación, como pidiéndome comentarios.
– La diferencia básica entre un hombre común y un guerrero es que un guerrero toma todo como un desafío -prosiguió-, mientras un hombre ordinario toma todo como bendición o maldición. El hecho de que estés hoy aquí indica que has inclinado la balanza en favor del camino del guerrero.
Su mirada fija me ponía nervioso. Traté de levantarme y caminar, pero me hizo volver a mi sitio.
– Vas a estarte aquí sentado y tranquilo hasta que acabemos -dijo, imperioso-. Estamos esperando una señal; no podemos proceder sin ella, porque no basta que me hayas encontrado, como no bastó que encontraras a Genaro aquel día en el desierto. Tu poder debe acorralarse y dar una indicación.
– No puedo figurarme lo que usted quiere -dije.
– Vi algo rondando por este parque -dijo.
– ¿Era el aliado? -pregunté.
– No. No lo era. Conque debemos sentamos aquí y averiguar qué clase de señal está acorralando tu poder.
Luego me pidió razón detallada de cómo había yo llevado a cabo las recomendaciones que don Genaro y él mismo hicieron acerca de mi mundo cotidiano y mis relaciones con la gente. Me sentí un poco apenado. Don Juan me tranquilizó con el argumento de que mis asuntos personales no eran privados, pues incluían una tarea de brujería que él y don Genaro estaban cultivando en mí. Observé, en broma, que mi vida se había arruinado a causa de esa tarea, e hice recuento de las dificultades para mantener mi mundo de día con día.
Hablé largo rato. Don Juan rió de mi relato hasta derramar lágrimas en abundancia. Se palmeaba repetidas veces los muslos; ese gesto, que yo le había visto cientos de veces, estaba definitivamente fuera de lugar cuando se hacia sobre los pantalones de un traje. Me llené de una aprensión que me vi compelido a expresar.
– Su traje me asusta más que todo lo que usted me ha hecho -dije.
– Ya te acostumbrarás -repuso-. Un guerrero debe ser fluido y debe variar en armonía con el mundo que lo rodea, ya sea el mundo de la razón o el mundo de la voluntad.
"El aspecto más peligroso de esa variación surge cada vez que el guerrero descubre que el mundo no es ni lo uno ni lo otro. A mí me dijeron que el único modo de salir a flote en medio de esas variaciones era proseguir con nuestras acciones como si uno creyera. En otras palabras, el secreto de un guerrero es que él cree sin creer. Pero, por lo visto, un guerrero no puede nada más decir que cree y dejar allí las cosas. Eso sería demasiado fácil. Creer no más que por creer lo libraría de examinar su situación. Cuan do un guerrero tiene por fuerza que creer, lo hace porque así lo escoge, como expresión de su predilección más íntima… Un guerrero no cree; un guerrero tiene que creer."