Don Juan y yo volvimos a vernos a eso del mediodía siguiente, en el mismo parque. Él lucía aún su traje café. Tomamos asiento en una banca; se quitó el saco, lo dobló con gran cuidado, pero a la vez con un aire de suprema indiferencia, y lo puso en la banca. Su despreocupación era muy estudiada y, sin embargo, completamente natural. Me sorprendí mirándolo con fijeza. Él parecía al tanto de la paradoja que me presentaba, y sonrió. Enderezó su corbata. Llevaba una camisa beige de manga larga. Le quedaba muy bien.
– Traigo todavía mi traje porque quiero decirte algo de gran importancia -dijo, dando palmadas en mi hombro-. Ayer te salieron las cosas muy bien; así que ya es hora de llegar a ciertos arreglos finales.
Hizo una larga pausa. Parecía estar preparando una declaración. Tuve una sensación extraña en el estómago. Mi suposición inmediata fue que don Juan iba a darme allí mismo la explicación de los brujos. Se puso en pie un par de veces y se paseó de un lado a otro frente a mí, como si le resultara difícil dar voz a lo que tenía en mente.
– Vamos al restaurante de enfrente a comer algo -dijo finalmente.
Desdobló el saco, y antes de ponérselo me mostró que tenla forro completo.
– Hecho a la medida -dijo, y sonrió como si eso lo enorgulleciera, como si le importara.
– Tengo que llamarte la atención sobre estas cosas, porque si no, no lo notarías, y es importante que tengas en cuenta que mi forro es completo. Tú te das cuenta de todo sólo cuando piensas que así debes hacerlo; pero la condición de un guerrero, es darse cuenta de todo en todo momento.
"Mi traje y todos estos adornos son importantes porque representan mi condición en la vida. O mejor dicho, la condición de una de las dos partes de mi totalidad. Esta discusión ha estado pendiente, por muchos años. Yo sé que esta es la hora de tenerla. Todos los puntos de esta discusión tienen que estar, sin embargo, perfectamente cortados, de lo contrario no tendrá sentido. Quise que mi traje te diera la primera pista. Creo que ha cumplido su misión. Ahora es tiempo de hablar, porque en los asuntos de este tema, no hay comprensión completa sin palabras."
– ¿Cuál es el tema, don Juan?
– La totalidad de uno mismo.
Se puso en pie abruptamente y me guió a un restaurante en un gran hotel al otro lado de la calle. Una recepcionista con cara de pocos amigos nos dio una mesa dentro, en un rincón ciego. Obviamente, los lugares preferentes estaban cerca de las ventanas.
Dije a don Juan que la mujer me recordaba a otra encargada, en un restaurante de Arizona donde él y yo comimos una vez, la cual nos preguntó, antes de darnos el menú, si teníamos dinero suficiente para pagar.
– Es muy natural lo que le pasa a esta pobre mujer -dijo don Juan, como simpatizando con ella-. Los chicanos no le caen bien, así como a la otra.
Rió suavemente. Dos o tres personas, en las mesas adyacentes, volvieron la cabeza y nos miraron.
Don Juan dijo que sin saberlo, o quizás incluso contra sus propias intenciones, la recepcionista nos había dado la mejor mesa en todo el locaclass="underline" una mesa donde podíamos hablar, y yo podía escribir hasta hartarme.
Acababa de sacar del bolsillo mi bloc de notas, y de ponerlo en la mesa, cuando de pronto el mesero se cirnió sobre nosotros. También parecía de mal humor. Nos miraba con aire de reto.
Don Juan procedió a ordenar una comida muy complicada. Pedía sin ver el menú, como si lo conociese de memoria. Yo me hallaba desconcertado: la aparición del mesero fue inesperada y no me dio tiempo de leer el menú, de modo que le dije que me trajera lo mismo.
– Te apuesto a que no tienen lo que ordené -me susurró don Juan al oído.
Estiró brazos y piernas y me indicó relajarme y ponerme cómodo, porque la comida tardaría eternidades.
– Estás en cierto trecho del camino, muy agudo y peligroso. Quizás ésta sea la última encrucijada, y también, quizá, la más difícil de entender. Algunas de las cosas que te voy a señalar hoy, probablemente nunca serán claras. De todos modos, no se supone que sean claras. Con que no te preocupes ni te desalientes. Todos nosotros somos una bola de idiotas cuando entramos en el mundo de la brujería, y entrar en ese mundo no nos garantiza, en ningún sentido, que cambiaremos. Algunos seguimos idiotas hasta el fin.
Me gustó que se incluyera entre los idiotas. Supe que no lo hacía por bondad, sino como recurso pedagógico.
– No te agites si no comprendes lo que voy a decirte -continuó-. Teniendo en cuenta tu temperamento, temo que te rompas la crisma tratando de entender. ¡No lo hagas! Lo que voy a decirte sirve sólo para señalar una dirección.
Tuve un súbito sentimiento aprensivo. Las admoniciones de don Juan me refundieron en una especulación interminable. Otras veces me había lanzado advertencias por el estilo, e invariablemente, aquello sobre lo cual me advertía había resultado devastador.
– Me pongo muy nervioso cuando usted habla así -dije.
– Ya sé -repuso calmadamente-. Trato, a propósito, de tenerte alerta. Necesito tu atención, toda tu atención.
Hizo una pausa y me miró. Reí nerviosa, involuntariamente. Supe que don Juan quería estirar al máximo las posibilidades dramáticas de la situación.
– No te digo todo esto por crear un efecto -dijo como si leyera mis pensamientos-. Simplemente te estoy dando tiempo de hacer los ajustes del caso.
En ese instante, el mesero se detuvo a nuestro lado para anunciar que no tenían lo que habíamos ordenado. Don Juan rió en alta voz y pidió tortillas y frijoles. El mesero torció despectivamente la boca y dijo que no servían eso; sugirió filete o pollo. Optamos por una sopa.
Comimos en silencio. No me gustó la sopa, ni pude terminarla, pero don Juan vació su propio plato.
– Me he puesto mi traje -dijo de repente- para hablarte de algo, algo que ya conoces pero que necesita aclararse si va a ser efectivo. He esperado hasta ahora, porque Genaro siente que no sólo debes estar dispuesto a emprender el camino del conocimiento, sino que tus esfuerzos, por sí mismos, deben ser lo bastante impecables para hacerte digno de tal conocimiento. Te has portado muy bien. Ahora te diré cuál es la explicación de los brujos.
Hizo una nueva pausa, se frotó las mejillas y jugó con su lengua dentro de la boca, como si se palpara los dientes.
– Voy a hablarte del tonal y del nagual -dijo, y me dirigió una mirada penetrante.
Ésta era la primera vez que usaba esos dos términos en mi presencia. Yo tenía una vaga familiaridad con ellos, gracias a la literatura antropológica sobre las culturas de México central. Sabia que el "tonal" era, según la creencia, una especie de espíritu guardián, generalmente un animal, que el niño obtenía al nacer y con el cual tenía lazos íntimos por el resto de su vida. "Nagual" era el nombre dado al animal en que los brujos, supuestamente, podían transformarse, o al brujo que efectuaba tal transformación.
– Éste es mi tonal -dijo don Juan, frotándose las manos en el pecho.
– ¿Su traje?
– No. Mi persona.
Se golpeó el pecho y los muslos y los flancos del costillar.
– Mi tonal es todo esto.
Explicó que cada ser humano tenía dos facetas, dos entidades distintas, dos contrapartes que entraban en funciones en el instante del nacimiento; una se llamaba "tonal" y la otra "nagual".
Le dije lo que los antropólogos sabían acerca de ambos conceptos. Me dejó hablar sin interrumpirme.
– Bueno, lo que fuera que sepas del tonal y el nagual es pura tontería -dijo-. Yo me baso para decir esto en el hecho de que habría sido imposible que alguien te hablara antes de lo que yo te estoy diciendo acerca del tonal y del nagual. Cualquier idiota se podría dar cuenta de que no sabes nada, porque para conocer al tonal y al nagual tendrías que ser brujo y no lo eres. O habrías tenido que hablar de ellos con un brujo, y no lo has hecho. Conque olvídate o tira de lado todo cuanto has oído antes, porque nada de eso se puede aplicar.