– Sigo sin comprender el sentido de todo esto, don Juan. ¿Significa que voy a morir pronto?
– Si eres estúpido, pues ni modo -repuso él, cortante-. Pero, vamos a ponerlo en términos más amenos; todo esto que he dicho significa que se te van a caer los calzones. Una vez hiciste oferta al poder, y esa oferta no se puede retirar. No diré que estás a punto de cumplir tu destino, porque no hay destino. Lo único que uno puede decir es que estás a punto de cumplir tu oferta. La señal fue clara. La muchacha esa vino a ti al filo del día. Te queda muy poco tiempo, y ninguno para idioteces. Espléndido estado. Yo diría que lo mejor de nosotros siempre sale a flote cuando estamos de espaldas contra la pared, cuando sentimos que la espada se cierne sobre nuestra cabeza. En lo personal, yo prefiero ese estado y no viviría de ningún otro modo.
REDUCIR EL TONAL
La mañana del miércoles dejé mi hotel a eso de las nueve cuarenta y, cinco. Caminé despacio, permitiéndome quince minutos para llegar al sitio en el que don Juan y yo habíamos quedado de vernos. Él había elegido una esquina del Paseo de la Reforma, a cinco o seis cuadras de distancia, frente a la oficina de boletos de una aerolínea.
Yo acababa de desayunarme con un amigo. Quiso acompañarme, pero le insinué que iba a ver a una muchacha. Deliberadamente, caminé por la acera opuesta al lado de la calle donde estaba la oficina. Tenía la persistente sospecha de que mi amigo, que siempre me pedía presentarle a don Juan, sabía que yo iba a verlo y acaso me siguiera. Temía que, de volverme, lo hallaría detrás de mí.
Vi a don Juan en un puesto de revistas, al otro lado de la calle. Empecé a cruzar, pero tuve que detenerme en el camellón y esperar hasta que fuera seguro atravesar el resto de la ancha avenida. Me volví, con aire casual, para ver si mi amigo me seguía. Estaba parado en la esquina detrás de mí. Sonrió avergonzado y saludó con la mano, como diciéndome que había sido incapaz de dominarse. Eché a correr hacia la otra acera sin darle tiempo de alcanzarme.
Don Juan parecía al tanto de mi predicamento. Cuando llegué con él, lanzó una mirada furtiva por encima de mi hombro.
– Ahí viene -dijo-. Mejor nos metemos por la calle lateral.
Señaló una calle que desembocaba diagonalmente en el Paseo de la Reforma en el punto donde nos hallábamos. Rápidamente me orienté. Nunca estuve en esa calle, pero dos días antes había ido a la oficina de la aerolínea. Conocía su peculiar distribución. La oficina estaba en la cuchilla formada por las dos calles. Una puerta daba a cada una; la distancia entre ambas sería de tres o cuatro metros. Un pasillo cruzaba la oficina de puerta a puerta, y era fácil pasar de una calle a otra. Había escritorios a un lado del pasadizo y, del otro, un gran mostrador redondo con dependientes y cajeras. El día en que estuve allí, el sitio se hallaba repleto de gente.
Quería apresurarme, incluso correr, pero el paso de don Juan era calmado. Cuando llegábamos a la puerta de la oficina, en la calle diagonal, supe, sin tener que volverme, que mi amigo había, atravesado corriendo la avenida y estaba a punto de tomar la calle por donde íbamos. Miré a don Juan, en la esperanza dé que tuviera una solución. Alzó los hombros. Me sentí molesto; tampoco a mí se me ocurría nada, excepto propinar una trompada a mi amigo. Debo de haber suspirado o exhalado en ese momento preciso, pues de buenas a primeras sentí una súbita pérdida de aire debida a un formidable empujón que don Juan me había dado, y que me lanzó, girando, por la puerta de la oficina. Impelido por el tremendo empellón, prácticamente entré volando. Don Juan me tomó tan desprevenido que mi cuerpo no ofreció resistencia alguna; el susto se mezcló con la sacudida concreta del empuje. Automáticamente extendí los brazos para proteger mi rostro. La fuerza del empujón fue tan grande que la saliva brotó de mi boca y experimenté un vértigo leve al trastabillar dentro del recinto. Casi perdí el equilibrio y tuve que hacer un esfuerzo supremo por no caer. Giré un par de veces; pareció que la velocidad de mis movimientos emborronara la escena. Vagamente advertí una multitud de clientes que realizaban sus negocios. Me sentí muy apenado. Supe que todo el mundo me miraba cruzar tambaleante la oficina. La idea de que estaba haciendo el ridículo era más que incómoda. Una serie de pensamientos cruzó en destellos mi mente. Tuve la certeza de que caería de cara. O chocaría con un cliente, acaso una anciana que sería lastimada por el impacto. O peor aun, la puerta de cristal en el otro lado estaría cerrada, y me estrellaría contra ella.
En un estado de ofuscación, alcancé la puerta al Paseo de la Reforma. Estaba abierta y salí. Mi preocupación del momento era conservar la calma, dar vuelta a la derecha y caminar hacia el centro como si nada hubiera ocurrido. Estaba seguro de que don Juan se me uniría, y tal vez mi amigo había seguido caminando por la calle diagonal.
Abrí los ojos, o mejor dicho los enfoqué en el área frente a mí. Tuve un largo momento de insensibilidad antes de tomar plena conciencia de lo que había pasado. No me hallaba en el Paseo de la Reforma, como debería haber sido, sino en el mercado de La Lagunilla, a dos kilómetros y medio de distancia.
Lo que experimenté en el instante de ese reconocimiento, fue un azoro tan intenso que sólo pude mirar, estupefacto.
Observé en torno para orientarme. Advertí que me hallaba muy cerca de donde había encontrado a don Juan durante mi primer día en la ciudad de México, Acaso estuviera incluso en el mismo sitio. Los puestos de monedas antiguas estaban a metro y medio. Hice un esfuerzo supremo por cobrar dominio de mí. Obviamente, experimentaba una alucinación. No podía ser de ningún otro modo. Rápidamente me volví para trasponer de nuevo la puerta de la oficina, pero a mis espaldas no hallé más que una hilera de puestos con libros y revistas de segunda mano. Don Juan estaba junto a mí, a mi derecha. Lucía una enorme sonrisa.
Había una presión en mi cabeza, una sensación cosquilleante, como si por mi nariz pasara soda carbonatada. Me hallaba mudo. Traté, sin éxito, de decir algo.
Oí con claridad la voz de don Juan: me decía que no tratara de hablar ni de pensar, pero yo quería decir algo, cualquier cosa. Una angustia espantosa crecía dentro de mi pecho. Sentí lágrimas rodar por mis mejillas.
Don Juan no me sacudió, como suele hacer cuando caigo presa de un miedo incontrolable. En vez de ello, me dio suaves palmaditas en la cabeza.
– Ya, ya, Carlitos -dijo-. No te me deschavetes.
Sostuvo mi rostro entre sus manos por un instante.
– No trates de hablar -dijo.
Soltándome, señaló lo que tenía lugar en torno nuestro.
– Esto no es para hablar -dijo-. Esto es nada más para observar. ¡Observa! ¡Observa todo!
Yo estaba en verdad llorando. Pero mi reacción al llanto era muy extraña; lo dejaba fluir sin ninguna preocupación. No me importaba, en ese momento, si hacía o no el ridículo.
Miré alrededor. Precisamente frente a mí había un hombre de edad madura, con camisa rosa de manga corta y pantalones gris oscuro. Parecía norteamericano. Una mujer regordeta, sin duda su esposa, lo tomaba del brazo. El hombre manipulaba algunas monedas, mientras un muchacho de trece o catorce años, acaso el hijo del propietario, lo vigilaba. El muchacho seguía cada movimiento del hombre. Finalmente, éste puso de nuevo las monedas sobre la mesa, y el muchacho se relajó de inmediato.
– ¡Observa todo! -volvió a ordenar don Juan.
No había nada insólito que observar. La gente pasaba en todas direcciones. Me volví. Un hombre, que parecía atender el puesto de revistas, me miraba con fijeza. Parpadeó repetidas veces, como a punto de quedarse dormido. Se veía cansado o enfermo, amén de andrajoso.
Sentí que no había nada que observar, al menos nada de verdadera importancia. Contemplé la escena. Descubrí que era imposible concentrar mi atención en cualquier cosa. Don Juan caminó en círculo a mi derredor. Actuaba como si evaluase algo en mí. Meneó la cabeza y frunció los labios.