– Vamos, vamos -dijo, tomándome gentilmente del brazo-. Es hora de andar.
Apenas empezamos a movernos, advertí que mi cuerpo era muy ligero. De hecho, sentía esponjosas las plantas de los pies. Tenían una elasticidad peculiar, como si fueran de hule.
Don Juan estaba sin duda al tanto de mis sensaciones: me sostenía con fuerza, como para impedirme escapar; me lastraba, como temiendo que yo fuera a ascender más allá de su alcance, a semejanza de un globo.
Caminando me sentí mejor. El nerviosismo cedió el paso a una tranquilidad amable.
Nuevamente, don Juan insistió en que yo debía observarlo todo. Le dije que no había nada que yo quisiera observar, que no me concernía lo que la gente estuviera haciendo en el mercado, y que no deseaba sentirme como un idiota, obsecrando cumplidamente la trivial actividad de alguien que compraba mondas o libros viejos, mientras lo importante se me escapaba entre los dedos.
– ¿Y cuál es lo importante? -preguntó.
Me detuve y le dije con vehemencia que lo importante era lo que él hubiese hecho para hacerme percibir que en cuestión de segundos había cubierto la distancia entre la oficina de boletos y el mercado.
En ese punto me eché a temblar y sentí que iba a enfermar. Don Juan me hizo poner las manos contra el estómago.
Señaló en torno y declaró una vez más, en tono sereno, que la actividad mundana en nuestro derredor era lo único importante.
Me enojé con él. Tuve una sensación física de girar. Aspiré hondo.
– ¿Qué hizo usted, don Juan? -pregunté con forzada naturalidad.
En tono confortante, repuso que de eso podía hablarme en cualquier momento, pero que los acontecimientos en torno mío no se repetirían jamás. Yo estaba en completo acuerdo con ello. La actividad que yo presenciaba no podía, obviamente, repetirse en toda su complejidad. Mi argumento fue que en cualquier momento me era posible observar una actividad muy semejante. En cambio, la implicación de haber sido transportado a través de la distancia, fuera en la forma que fuere, era inconmensurablemente significativa.
Cuando expuse este parecer, don Juan hizo temblar su cabeza como si lo que oía le resultara doloroso.
Anduvimos un trecho en silencio. Mi cuerpo estaba enfebrecido. Noté que las palmas de mis manos y las plantas de mis pies ardían. El mismo calor insólito parecía también localizarse en mis fosas nasales y mis párpados.
– ¿Qué hizo usted, don Juan? -pregunté, implorante.
En vez de responder, me palmeó el pecho y rió. Dijo que los hombres eran criaturas muy frágiles, y se hacían aún más frágiles a través de su vicio de entregarse a todo. En un tono sumamente serio, me exhortó a no sentirme a punto de perecer; a empujarme más allá de mis límites y, simplemente, centrar la atención en el mundo en torno mío.
Seguimos caminando, a un paso muy lento. Mi preocupación era suprema. No me permitía prestar atención a nada. Don Juan se detuvo y pareció deliberar si hablaba o no. Abrió la boca para decir algo, pero aparentemente cambió de idea y echamos a andar de nuevo.
– Lo que pasó es que viniste aquí -dijo de repente, mientras se volvía a mirarme con fijeza.
– ¿Cómo ocurrió eso?
Dijo que lo ignoraba; lo único que sabía era que yo mismo había elegido ese lugar.
El nudo ciego se complicaba aún más conforme hablábamos. Yo quería conocer los pasos que él había seguido, y él insistía en que la elección del sitio era la única cosa que podíamos discutir, y como yo no sabía por qué lo elegí, no había esencialmente nada de qué hablar. Criticó, sin enfado, mi obsesión por razonarlo todo, y la llamó una entrega innecesaria. Dijo que actuar sin buscar explicaciones era más sencillo y efectivo, y que yo disipaba mi experiencia hablando y pensando acerca de ella.
Tras unos momentos, declaró que debíamos dejar ese sitio, pues yo lo había echado a perder y me sería cada vez más dañino.
Dejamos el mercado y caminamos hasta la Alameda. Me hallaba exhausto. Me desplomé en una banca. Sólo entonces se me ocurrió mirar mi reloj. Eran las 10:20 AM. Tuve que realizar un gran esfuerzo para enfocar mi atención. No recordaba la hora exacta en que don Juan y yo nos encontramos. Calculé que habría sido alrededor de las diez. Y no podíamos haber tardado más de diez minutos en caminar del mercado al parque, lo cual dejaba sólo otros diez minutos fuera de cuenta.
Hablé a don Juan de mis cálculos. Sonrió. Tuve la certeza de que la sonrisa ocultaba desprecio, aunque nada había en su rostro que traicionara tal sentimiento.
– Usted piensa que soy un idiota sin remedio, ¿no es cierto, don Juan?
– ¡Ajá! -exclamó, incorporándose de un salto.
Su reacción fue tan inesperada que yo también salté al mismo tiempo.
– Dime exactamente que es lo que estoy sintiendo -dijo con énfasis.
Yo sentía conocer sus sentimientos. Era como si yo mismo los sintiera. Pero cuando traté de decir lo que sentía, me di cuenta de que no podía hablar de ello. Hablar requería un esfuerzo tremendo.
Don Juan dijo que yo todavía no tenía poder suficiente para "verlo" a él. Pero ciertamente podía "ver" lo bastante para encontrar por mí mismo explicaciones adecuadas de lo que estaba ocurriendo.
– No tengas pena -dijo-. Dime exactamente lo que ves.
Tuve un pensamiento súbito y extraño, muy similar a los que suelen acudir a mi mente antes de quedarme dormido. Era más que una idea; podría llamársele, con más exactitud, una imagen completa. Vi un cuadro que contenta diversos personajes. El que estaba justo enfrente de mí era un hombre sentado tras un marco de ventana. El área más allá del marco era difusa, pero el marco y el hombre resaltaban con la claridad del cristal. El hombre me miraba; tenía la cabeza vuelta ligeramente hacia la izquierda, de manera que la mirada era de reojo. Pude ver que sus ojos se movían para conservarme en foco. Apoyaba en el pretil el codo derecho. Tenía empuñada la mano y contraídos los músculos.
A la izquierda del hombre, había otra imagen en el cuadro. Era un león volador. Es decir, la cabeza y la melena eran de león, pero la parte inferior del cuerpo pertenecía a un perro de aguas de pelambre blanca y rizada.
Iba yo a enfocar en él mi atención, cuando el hombre produjo con los labios un ruido chasqueante y sacó por la ventana la cabeza y el tronco. Todo su cuerpo emergió como si algo lo empujara. Quedó suspendido un momento, agarrando el pretil con las puntas de los dedos mientras oscilaba como péndulo. Después se soltó.
Experimenté en mi propio cuerpo la sensación de caída. No era un desplome, sino un descenso suave, y luego un flotar acojinado. El hombre carecía de peso. Permaneció estacionario un instante y luego se perdió de vista como si una fuerza incontrolable lo hubiera absorbido a través de una grieta en el cuadro. Un segundo después se hallaba de nuevo en la ventana, mirándome de reojo. Su antebrazo derecho descansaba en el pretil, sólo que esta vez su mano se agitaba diciéndome adiós.
El comentario de don Juan fue que mi "ver" era demasiado elaborado.
– Eso no es lo mejor que tienes -dijo-. ¿Quieres que te explique lo que sucedió? Bueno, pues yo quiero que uses tu ver para explicarlo. Ahorita viste, pero viste porquerías. Esa clase de información es inútil para un guerrero. Llevaría demasiado tiempo descifrar qué es qué. El ver debe ser directo, porque un guerrero no puede malgastar su tiempo en deshilar lo que él mismo está viendo. Ver es ver porque acaba con todas esas idioteces.
Le pregunté si consideraba que mi visión había sido sólo una alucinación, y no "ver" en realidad. Él estaba convencido, a causa de lo intrincado del detalle, de que había sido "ver", pero que no se ajustaba a la ocasión.
– ¿Piensa usted que mis visiones explican algo? -pregunté.