Me hallaba muy cansado. Había algo sumamente fatigoso en aquellas figuras extrañas. La sensación que predominaba en mi era un amago de náusea. No me habían gustado. Me habían hecho sentir atrapado y sin esperanza.
Don Juan me ordenó escribir para dispersar de ese modo el sentimiento sombrío. Y tras un largo intervalo silencioso, durante el cual no pude escribir nada, me pidió llamar gente que él mismo escogería.
Emergió una nueva serie de figuras. No eran micoformes; más bien parecían tazas japonesas para sake, volteadas boca abajo. Algunas tenían, a manera de cabeza, una formación como el pie de las tazas; otras eran más redondas. Sus formas eran atractivas y apacibles. Sentí que en ellas había alguna propiedad inherente de felicidad. Rebotaban, en oposición a la pesadez lastrada que el grupo anterior había exhibido. De algún modo, el mero hecho de que estuviesen allí frente a mí aliviaba mi fatiga.
Entre las personas elegidas por don Juan estaba su aprendiz Eligio. Al evocar la imagen de Eligio, recibí una sacudida que me sacó de mi estado visionario. Eligio tenía una forma blanca y larga que respingó y pareció saltarme encima. Don Juan explicó que Eligio era un aprendiz muy talentoso y que, sin duda, había notado que alguien lo estaba "viendo".
Otra de las elecciones fue Pablito, aprendiz de don Genaro. El sobresalto que la visión de Pablito me produjo fue incluso mayor que en el caso de Eligio.
Don Juan rió tan fuerte que las lágrimas corrían por sus mejillas.
– ¿Por qué tiene esa gente formas distintas? -pregunté.
– Tienen más poder personal -repuso-. Como habrás notado, no están pegados al suelo.
– ¿Qué les ha dado esa ligereza? ¿Nacieron así?
– Todos nacemos así de ligeros y livianos, pero nos volvemos pesados y fijos. Eso es lo que nos hacemos a nosotros mismos. Así pues, podríamos decir que esas personas tienen distinta forma porque viven como guerreros. Pero eso no es importante. Lo que tiene valor es que ahora estás en el borde. Has llamado cuarenta y siete personas, y sólo falta una más para completar las cuarenta y ocho originales.
Recordé en ese momento que años antes me había dicho, al discutir la brujería del maíz y la adivinación, que el número de maíces que un guerrero poseía era cuarenta y ocho. Nunca había explicado el motivo.
– ¿Por qué cuarenta y ocho? -le pregunté de nuevo.
– Cuarenta y ocho es nuestro número -dijo-. Eso es lo que nos hace hombres. No sé por qué. No malgastes tu poder en preguntas tontas.
Se puso en pie y estiró brazos y piernas. Me indicó, hacer lo mismo. Advertí que había un toque de luz en el cielo, hacia el oriente. Volvimos a sentarnos. Se inclinó acercando la boca a mi oído.
– La última persona que vas a llamar es Genaro, el verdadero chingón -susurró.
Sentí un empellón de curiosidad excitada. Realicé con rapidez los pasos requeridos. El extraño sonido desde el borde del chaparral se hizo vivido y adquirió nueva fuerza. Yo casi lo había olvidado. Las burbujas doradas me cubrieron y, en una de ellas, vi a don Genaro. Estaba parado ante mí, sombrero en mano. Sonreía. Abrí apresuradamente los ojos y estaba a punto de hablarle a don Juan, pero antes de que pudiera pronunciar palabra mi cuerpo se puso rígido como una tabla; mi cabello se irguió y durante un largo momento no supe qué hacer ni qué decir. Don Genaro estaba allí parado frente a mi. ¡En persona!
Me volví hacia don Juan; sonreía. Luego, ambos estallaron en una gran carcajada. Traté de reír también. No podía. Me puse en pie.
Don Juan me dio una taza de agua. La bebí automáticamente. Pensé que me iba a rociar la cara. En vez de ello, volvió a llenar mi taza.
Don Genaro se rascó la cabeza y ocultó una sonrisa.
– ¿No vas a saludar a Genaro? -preguntó don Juan.
Requerí un enorme esfuerzo para organizar mis ideas y mis sensaciones. Finalmente mascullé algún saludo. Don Genaro hizo una reverencia.
– Me llamaste, ¿verdad? -preguntó, sonriendo.
Murmurando, expresé mi asombro por haberlo hallado allí.
– Sí te llamó -interpuso don Juan.
– Bueno, pues aquí estoy -me dijo don Genaro- ¿En qué te puedo servir?
Poco a poco, mi mente pareció organizarse y finalmente tuve una comprensión súbita. Mis ideas se hicieron claras como el cristal y "supe" lo que en verdad había ocurrido. Deduje que don Genaro estaba de visita con don Juan, y que, al oír acercarse mi coche, se metió en el matorral y permaneció escondido hasta caer la noche. La evidénciate me parecía convincente. Don Juan, que sin duda había planeado todo el asunto, me dio pistas de tiempo en tiempo, guiando así su desarrollo. En el momento adecuado, don Genaro me hizo notar su presencia, y cuando don Juan y yo volvíamos a la casa, nos siguió de la manera más obvia con el fin de despertar mi temor. Luego esperó en el chaparral, produciendo el extraño sonido cada vez que don Juan se lo indicaba. La seña final de abandonar el refugio de las matas debió darse cuando mis ojos estaban cerrados, después de que don Juan me pidió "llamar" a don Genaro. Entonces don Genaro debió llegarse hasta la ramada para esperar que yo abriera los ojos y darme un susto final.
Las únicas incongruencias en mi esquema de explicación lógica eran que yo había visto, sin lugar a dudas, que el hombre oculto entre las matas se convertía en pájaro, y que al visualizar a don Genaro por vez primera, lo vi como una imagen en una burbuja dorada. En mi visión llevaba exactamente las mismas ropas que en persona. Como yo no tenía ninguna manera lógica de explicar dichas incongruencias, asumí, como siempre he hecho en circunstancias similares, que la tensión emocional debía haber jugado un papel importante en determinar lo que yo "creí ver".
Eché a reír, en forma totalmente involuntaria, ante la idea de la absurda treta. Les hablé de mis deducciones. Ellos rieron a mandíbula batiente. Pensé con toda sinceridad que su risa los delataba.
– Estaba usted escondido en las matas, ¿verdad? -pregunté a don Genaro.
Don Juan tomó asiento y puso la cabeza entre las manos.
– No, no estaba escondido -dijo don Genaro con paciencia-. Estaba lejos de aquí y entonces me llamaste, así que vine a verte.
– ¿Dónde estaba usted, don Genaro?
– Lejos.
– ¿Qué tan lejos?
Don Juan me interrumpió y dijo que don Genaro había venido como un acto de deferencia hacia mí, y que yo no podía preguntarle dónde había estado, porque no había estado en parte alguna.
Don Genaro salió en mi defensa y dijo que estaba bien preguntarle cualquier cosa.
– Si no andaba escondido cerca de la casa, ¿dónde estaba usted, don Genaro? -pregunté.
– Estaba en mi casa -repuso con gran candor.
– ¿En Oaxaca?
– ¡Sí! Es la única casa que tengo.
Se miraron y nuevamente soltaron la risa. Yo sabia que me embromaban, pero decidí no llevar más lejos mis averiguaciones. Pensé que ambos debían haber tenido una razón para ponerse a montar un espectáculo tan complicado. Tomé asiento.
Me sentía verdaderamente cortado en dos; cierta parte de mi ser no se sobresaltaba en absoluto y podía aceptar en su valor aparente cualquier reto de don Juan o don Genaro. Pero había otra parte que se negaba de plano; era mi parte más fuerte. Mi evaluación consciente era que yo había aceptado la descripción mágica del mundo, dada por don Juan, sólo en términos intelectuales, mientras mi cuerpo como entidad completa la rechazaba; de ahí mi dilema. Sin embargo, en el curso de los años que tenía de tratar a don Juan y a don Genaro, yo había experimentado fenómenos extraordinarios, y todos habían sido experiencias corporales, no intelectuales. Esa misma noche yo había ejecutado "la marcha de poder", lo cual, desde la perspectiva de mi intelecto, era una hazaña inconcebible; y más aún, había tenido visiones increíbles sin usar otro medio que mi propia volición.