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Cuando don Juan terminó de hablar, me sentí seguro de tener fiebre.

Don Genaro me examinó con ojos curiosos.

– Tiene razón -dijo-. Siempre andamos un salto atrás.

Movió la mano como don Juan había hecho; su cuerpo empezó a moverse en tirones y saltó hacía atrás sobre su asiento. Era como si tuviese hipo y el hipo forzara a su cuerpo a saltar. Empezó a desplazarse de espaldas, saltando sentado, y fue hasta el final de la ramada y regresó.

La visión de don Genaro saltando hacia atrás sobre sus nalgas, en vez de ser chistosa como debería haber sido, me produjo un ataque de miedo tan intenso que don Juan tuvo que golpear repetidamente, con los nudillos, la parte superior de mi cabeza.

– Sencillamente no puedo comprender todo esto, don Juan -dije.

– Yo tampoco -repuso don Juan, alzando los hombros.

– Y yo menos, querido Carlitos -añadió don Genaro.

Mi fatiga, el total de mi experiencia sensorial, el ambiente de ligereza y humor que prevalecía, y las payasadas de don Genaro eran demasiado para mis nervios. No podía detener la agitación en los músculos de mi estómago.

Don Juan me hizo rodar en el piso hasta que recobré la calma; luego volví a sentarme encarándolos.

– ¿Es sólido el doble? -pregunté a don Juan tras un largo silencio.

Me miraron.

– ¿Tiene cuerpo el doble? -pregunté.

– Seguro -dijo don Juan-. La solidez, el cuerpo son recuerdos; al igual que todo lo demás que sentimos del mundo, son recuerdos que acumulamos. Tú tienen el recuerdo de mi solidez, igual que tienes el recuerdo de comunicarte con palabras. Por eso crees que hablaste con un coyote y sientes que soy sólido.

Don Juan puso su hombro junto al mío y me dio un leve codazo.

– Tócame -dijo.

Le di palmadas y luego lo abracé. Me hallaba al borde del llanto.

Don Genaro se puso de pie y se me acercó. Daba la impresión de un niño con brillantes ojos traviesos. Hizo un mohín frunciendo los labios y me miró un largo momento.

– ¿Y yo? -preguntó, tratando de esconder una sonrisa-. ¿No vas a darme mi abrazo?

Me levanté y extendí los brazos para tocarlo; mi cuerpo pareció congelarse en esa postura. No tenía poder para moverme. Traté de forzar mis brazos a alcanzarlo, pero la pugna fue en vano.

Don Juan y don Genaro se pararon, observándome. Sentí mi cuerpo contraerse bajo una presión desconocida.

Don Genaro tomó asiento y fingió ponerse de mal humor porque yo no lo había abrazado; frunció la boca y golpeó el suelo con los talones, luego los dos volvieron a estallar en carcajadas.

Los músculos de mi estómago temblaban, sacudiendo todo mi cuerpo. Don Juan señaló que estaba moviendo la cabeza como él había recomendado antes, y que ésa era la oportunidad de tranquilizarme reflejando un rayo de luz en la córnea de mis ojos. Me jaló a la fuerza a campo abierto, fuera del techo de la ramada, y manipuló mi cuerpo para que mis ojos captaran el sol oriental; pero cuando acabó de ponerme en la posición adecuada, yo había dejado de temblar. Noté que yo aferraba mi cuaderno solamente después de que don Genaro dijo que el peso de las hojas era lo queme hacía estremecer.

Aseguré a don Juan que mi cuerpo me jalaba para irme. Agité la mano en dirección de don Genaro. No quería darles tiempo de hacerme cambiar de idea.

– Adiós, don Genaro -grité-. Ya tengo que irme.

Devolvió el ademán.

Don Juan caminó conmigo unos metros, hacia mi coche.

– ¿Usted también tiene un doble, don Juan? -pregunté.

– ¡Claro! -exclamó.

Tuve en ese momento una idea enloquecedora. Quise descartarla y marcharme a toda prisa, pero algo en mi interior seguía aguijándome. A lo largo de los años de nuestra relación, se había hecho costumbre que, cada vez que yo deseaba ver a don Juan, iba a Sonora o a México central y siempre lo hallaba esperándome. Había aprendido a dar eso por sentado y nunca hasta entonces se me había ocurrido pensar nada al respecto.

– Dígame una cosa, don Juan -dije, medio en broma-. ¿Usted es usted, o usted es su doble?

Se inclinó hacia mí. Sonreía.

– Mi doble -susurró.

Mi cuerpo saltó en el aire como si me impeliera una fuerza formidable. Corrí a mi coche.

– Lo dije en broma -dijo don Juan en voz alta-.

Todavía no te puedes ir. Me sigues debiendo cinco días.

Ambos corrieron hacia el auto mientras yo lo echaba en reversa. Reían y brincoteaban.

– ¡Carlitos, llámame cuando quieras! -gritó don Genaro.

EL SOÑADOR Y EL SOÑADO

Llegué a casa de don Juan temprano por la mañana. Había pasado la noche en un motel en el camino, para estar allí antes del mediodía.

Don Juan estaba en la parte trasera y vino al frente cuando lo llamé. Me dio un saludo caluroso y la impresión de que se alegraba de verme. Hizo un comentario que creí destinado a sosegarme, pero que produjo el efecto contrario.

– Te oí venir -dijo con una sonrisa-. Y me corrí para atrás de la casa. Tuve miedo de que si me quedaba aquí fueras a asustarte.

Señaló, en tono casual, que me hallaba sombrío y pesado. Dijo que le recordaba a Eligio, quien era lo bastante mórbido para ser un buen brujo, pero demasiado para hacerse hombre de conocimiento. Añadió que el único modo de contrarrestar el devastador efecto del mundo de los brujos era reírse de él.

Había evaluado correctamente mi estado de ánimo. Yo estaba, en verdad, preocupado y asustado. Salimos a una larga caminata. Mis sentimientos tardaron horas en aligerarse. Caminar con él me hacía sentir mejor que si hubiera intentado disipar mis sombras hablando.

Regresamos a su casa al atardecer. Me moría de hambre. Después de comer nos sentamos bajo la ramada. El cielo estaba despejado. La luz de la tarde me producía complacencia. Quise conversar.

– Llevo meses de sentirme inquieto -dije-. Hubo algo verdaderamente pavoroso en lo que usted y don Genaro dijeron e hicieron la última vez que estuve, aquí.

Don Juan no respondió. Se puso en pie y caminó por la ramada.

– Tengo que hablar de esto -dije-. Me obsesiona y no puedo dejar de darle vueltas.

– ¿Tienes miedo? -preguntó.

Yo no tenía miedo sino desconcierto; me avasallaba lo que había visto y oído. Los huecos en mi razón eran tan enormes que, de no repararlos, yo debería prescindir de ella por entero.

Mis comentarios le dieron risa.

– Todavía no tires tu razón -dijo-. Todavía no es hora de hacer eso. Eso sucederá, por cierto, pero no creo que ahora sea el momento.

– Entonces, ¿debo tratar de hallar una explicación para lo que ocurrió? -pregunté.

– ¡Seguro! -replicó-. Tienes el deber de apaciguar tu mente. Los guerreros no ganan victorias golpeándose la cabeza contra los muros. Los guerreros saltan los muros, no los derriban.

– ¿Cómo puedo saltar éste? -pregunté.

– En primer lugar, me parece un error fatal que tomes las cosas tan en serio -dijo al tomar asiento junto a mí-. Hay tres clases de malos hábitos que usamos una y otra vez al enfrentarnos con situaciones fuera de lo común en esta vida. Primero: podemos no hacer caso de lo que está ocurriendo o ha ocurrido, y sentir como si nunca hubiera pasado. Ése es el camino del santurrón. Segundo: podemos aceptar todo tal como se presenta y sentir como si supiéramos qué es lo que está pasando. Ése es el camino de los devotos. Tercero: podemos obsesionarnos con un suceso porque no podemos descartarlo o porque no podemos aceptarlo de todo corazón. Ése es el camino del tonto. ¿Tu camino? Hay un cuarto camino, el correcto, el camino del guerrero. Un guerrero actúa como si nunca hubiera pasado nada, porque no cree en nada, pero acepta todo tal como se presenta. Acepta sin aceptar y descarta sin descartar. Nunca siente como si supiera, ni tampoco siente como si nada hubiera pasado. Actúa como si tuviera el control, aunque esté temblando de miedo. Actuar en esa forma disipa la obsesión.