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Ambos rieron histéricamente cuando expresé mis ideas. Don Genaro examinó mi lápiz y dijo que ésa era la llave que me daba cuerda. Me puse belicoso. Estaba cansado e irritable. Me descubrí prácticamente gritándoles, mientras sus cuerpos se sacudían de risa.

Don Juan dijo que estaba bien el caerse al dar un salto, pero que no estaba bien el saltar de cara contra la pared, y que don Genaro había venido exclusivamente para ayudarme y enseñarme el misterio del Soñador y el soñado.

Mi irritabilidad culminó. Don Juan hizo a don Genaro una seña con la cabeza. Ambos se levantaron y me llevaron a un lado de la casa. Allí don Genaro demostró su gran repertorio de gruñidos y gritos animales. Me sugirió que eligiera el rebuzno de un burro y luego me enseñó a reproducirlo.

Tras horas de práctica, llegué al punto de poderlo imitar bastante bien. El resultado final fue que ellos habían disfrutado mis torpes intentos y reído hasta lloras, y yo había liberado mi tensión reproduciendo ese clamor. Les dije que había algo aterrador en mi imitación. El relajamiento de mi cuerpo era incomparable. Don Juan dijo que, si perfeccionaba yo el rebuzno, podía convertirlo en cosa de poder, o simplemente usarlo para aliviar mi tensión cuando fuera necesario. Me sugirió dormir. Pero yo temía dormirme. Me senté con ellos un largo rato, ante el fuego de la cocina, y después, sin querer, caí en un hondo sueño.

Desperté al amanecer. Don Genaro dormía junto a la puerta. Pareció despertar al mismo tiempo que yo. Me habían tapado y pusieron mi chaqueta doblada a modo de almohada. Me sentía muy tranquilo y descansado. Le comenté a don Genaro que había estado exhausto la noche anterior. Dijo que él también. Susurró, como si me hiciera una confidencia, que don Juan estaba todavía más cansado por ser más viejo.

– Tú y yo somos jóvenes -dijo con un brillo en los ojos-. Pero él ya está muy viejo. Ya debe andar por los trescientos.

Me senté apresuradamente. Don Genaro se tapó la cara con su cobija y soltó una carcajada. Don Juan entró en ese momento.

Tuve un sentimiento de plenitud y paz. Por una vez, nada importaba realmente. Estaba tan a gusto que quería llorar.

Don Juan dijo que la noche anterior yo había empezado a tener presente mi luminosidad. Me advirtió no entregarme a la sensación de bienestar que atravesaba, porque se convertiría en complacencia.

– En este momento -dije-, no quiero explicar nada. No importa lo que don Genaro me haya hecho anoche.

– Yo no te hice nada -repuso don Genaro-. Mira, soy yo, Genaro. ¡Tu Genaro! ¡Tócame!

Abracé a don Genaro y ambos reímos como niños.

Preguntó si me parecía extraño poder abrazarlo entonces, cuando la última vez que nos vimos allí me resultó imposible tocarlo. Le aseguré que esas cuestiones ya no tenían pertinencia para mí.

El comentario de don Juan fue que yo me estaba entregando a ser tolerante y bueno.

– ¡Cuidado! -dijo-. Un guerrero jamás baja la guardia. Si sigues así de feliz, vas a agotar el poco poder que te queda.

– ¿Qué debo hacer? -pregunté.

– Ponte de nuevo como eres -dijo-. Duda de todo. Desconfía.

– Pero no me gusta ser así, don Juan.

– No es cosa de que te guste o no. Lo importante es ¿qué puedes usar ahora a manera de escudo? Un guerrero debe usar todo lo que está a su alcance para cerrar su abertura mortal una vez que ésta se abre. Por eso no importa que en realidad no te guste ser desconfiado o hacer preguntas. Eso es ahora tu único escudo.

"Escribe, escribe. O te mueres. Morir de contento es muerte de imbécil."

– ¿Cómo debe entonces morir un guerrero? -preguntó don Genaro exactamente en mi tono de voz.

– Un guerrero muere a la mala -dijo don Juan-. Su muerte debe luchar para llevárselo. El guerrero no se entrega ni aún a la muerte.

Don Genaro abrió desmesuradamente los ojos y luego parpadeó.

– Lo que Genaro te enseñó ayer es de suma importancia -prosiguió don Juan-. No te lo puedes sacudir haciéndote el piadoso. Ayer me dijiste que la idea del doble te volvía loco. Pero mírate ahora. Ya no te importa. Eso es lo malo de la gente que se vuelve loca; se vuelve loca para uno y otro lado. Ayer eras todo preguntas, hoy eres todo resignación.

Señalé que él siempre encontraba una falta en lo que yo hacía, sin importar cómo lo hiciera.

– ¡Eso no es verdad! -exclamó-. No hay falla en el camino del guerrero. Síguelo y nadie podrá criticar tus actos. Toma como ejemplo lo que pasó ayer, el camino del guerrero habría sido, primero, hacer preguntas sin miedo y sin sospechas, y luego dejar que Genaro te enseñara el misterio del soñador, sin oponerle resistencia y sin agotarte. Hoy, el camino del guerrero sería juntar lo que aprendiste, sin presumir nada y sin hacerte el piadoso. Hazlo así y nadie podrá encontrar fallas en lo que haces.

Pensé, por el tono, que don Juan estaba muy disgustado con mis errores. Pero me sonrió y luego soltó una risita que parecía motivada por sus propias palabras.

Le dije que simplemente me estaba conteniendo, pues no deseaba agobiarlos con mis inquisiciones. A mí me abrumaba en verdad lo que don Genaro había hecho. Yo estuve convencido -aunque eso ya no importaba- de que don Genaro esperó entre las matas que don Juan lo llamase. Más tarde, aprovechó mi susto para atontarme. Tenido a la fuerza en el suelo, debo haberme desmayado, y entonces don Genaro me hipnotizó.

Don Juan arguyó que yo era demasiado fuerte para que me dominaran con tal facilidad.

– ¿Qué ocurrió entonces? -le pregunté.

– Genaro vino a verte para decirte una cosa muy exclusiva -dijo-. Cuando salió de las matas, era Genaro el doble. Hay otro modo de hablar de todo esto que lo explicaría mejor, pero no puedo usarlo ahora.

– ¿Por qué no, don Juan?

– Porque todavía no estás listo para hablar de la totalidad de uno mismo. Por lo pronto, sólo puedo decirte que este Genaro que está aquí no es el doble.

Señaló a don Genaro con un movimiento de cabeza. Don Genaro parpadeó repetidas veces.

– El Genaro de anoche era el doble. Y cono ya te lo he dicho, el doble tiene un poder inconcebible. Te enseñó un asunto de lo más importante. Para hacerlo, tenía que tocarte. El doble simplemente te tocó en el pescuezo, en el mismo sitio que el aliado te pisó hace años. Naturalmente, te apagaste como vela. Y, naturalmente también, te entregaste como hijo de puta. Nos costó horas acorralarte de nuevo. Así disipaste tu poder y, cuando te tocó la hora de cumplir una hazaña de guerrero, te faltó el jugo.

– ¿Cuál era esa hazaña de guerrero, don Juan?

– Ya dije que Genaro sólo vino a enseñarte una cosa: el misterio de los seres luminosos soñadores. Tú querías saber del doble. Empieza en los sueños. Pero luego preguntaste. "¿Qué es el doble?" Y yo te dije que el doble es uno mismo. Uno mismo sueña el doble. Eso debería ser sencillo, pero no tenemos nada de sencillos. Quizá los sueños comunes que uno tiene sean sencillos, pero eso no significa que uno sea sencillo. Una vez que uno aprende a soñar el doble, se llega a esta encrucijada extraña, y en un momento dado uno se da cuenta de que el doble es quien lo sueña a uno mismo.

Yo había anotado todas sus palabras. También les había prestado atención, pero no las comprendía.

Don Juan repitió sus aseveraciones.

– La lección de anoche, como te dije, trataba del soñador y el soñado, o quién sueña a quién.

– Perdone usted -dije.

Ambos echaron a reír.

– Anoche -prosiguió don Juan- casi, casi escoges despertar en el sitio de poder.

– ¿Qué quiere usted decir, don Juan?

– Ésa habría sido la hazaña. Si no te hubieras entregado a tus hábitos de imbécil, habrías tenido poder suficiente para inclinar la balanza y, sin duda alguna, eso te habría matado de miedo. Por fortuna o por desgracia, como sea el caso, no tuviste poder suficiente. De hecho, malgastaste tu poder en confusiones hasta el punto que casi no te quedó lo bastante para salvar tu vida.