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Se refería a la historia de una amiga mía que halló dos gatitos, casi muertos, dentro de una secadora de lavandería automática. Los revivió y, con excelente nutrición y cuidado, hizo de ellos dos gatos gigantescos, uno negro y otro rojizo.

Dos años después, vendió su casa. Como no podía llevar a los gatos consigo, ni les encontraba otro hogar, sólo le quedó llevarlos a un hospital de animales para que dispusieran de ellos.

Yo la acompañé. Los gatos nunca habían estado en un coche; ella trataba de calmarlos. La arañaron y la mordieron, sobre todo el gato rojizo, al que llamaba Max. Cuando finalmente llegamos al hospital, ella se llevó primero al gato negro; con él entre los brazos, y sin pronunciar palabra, bajó del coche. El gato jugaba con ella: la tocaba suavemente con la pata mientras ella abría, empujándola, la puerta de cristal de la clínica.

Miré a Max; estaba sentado en la parte trasera. El movimiento de mi cabeza debe haberlo asustado, pues se escurrió bajo el asiento del conductor. Deslicé el asiento hacia atrás. No quería meter la mano debajo por miedo de que el gato me mordiera o rasguñara. Max yacía en una concavidad en el piso del coche. Parecía muy agitado; su aliento se aceleraba. Me miró; nuestros ojos se encontraron y una sensación avasalladora me poseyó. Algo se hizo cargo de mi cuerpo: una forma de aprensión, desesperanza, o acaso vergüenza por ser parte de lo que ocurría.

Sentí la necesidad de explicar a Max que la decisión era de mi amiga, y que yo sólo la ayudaba. El gato seguía mirándome, como si entendiera mis palabras.

Miré por ver si ella venía. La vi a través de la puerta de cristal. Hablaba con la recepcionista. Mi cuerpo sintió una extraña sacudida, y automáticamente abrí la puerta del coche.

– ¡Corre, Max, corre! -dije al gato.

Bajó de un salto; cruzó velozmente la calle con el cuerpo cerca de tierra, como un verdadero felino. El otro lado de la calle estaba vacío; no había coches estacionados y pude ver a Max correr a lo largo de la cloaca. Llegó a la esquina de un gran bulevar y descendió por la compuerta de desagüe.

Mi amiga regresó. Le dije que Max se había ido. Ella subió al auto y nos fuimos sin decir palabra.

A lo largo de los meses, el incidente se convirtió en un símbolo para mí. Imaginé, o acaso vi, un raro destello en los ojos de Max cuando me miró al saltar del coche. Y creí que por un instante ese animal doméstico, castrado, gordo e inútil, se hizo gato.

Expresé a don Juan mi convicción de que, cuando Max corría calle abajo y se sumergía en el drenaje, su "espíritu de gato" era impecable, y quizás en, ningún otro momento de su vida fue tan evidente su "gatunidad". El incidente me dejó una impresión imborrable.

Conté la historia a todos mis amigos; tras repetirla una y otra vez, mi identificación con el gato llegó a ser muy placentera.

Me pensaba yo mismo como Max: dejado, domesticado en muchos sentidos, pero no podía pasar por alto, sin embargo, que siempre había la posibilidad de un momento en que el espíritu del hombre se posesionara de todo mi ser, igual que el espíritu "gatuno" llenó el cuerpo hinchado e inútil de Max.

A don Juan le había gustado la historia; hizo algunos comentarios casuales acerca de ella. Dijo que no era tan difícil dejar que el espíritu del hombre fluyera a tomar las riendas; sostener el paso, sin embargo, era algo que sólo un guerrero podía hacer.

– ¿Qué pasa con la historia de los gatos? -pregunté. -Me dijiste que crees estar corriendo el riesgo, como Max -dijo él.

– Así creo.

– Lo que he estado queriendo decirte es que, como guerrero, no puedes nada más creer eso y dejar las cosas así. Con Max, tener que creer significa que aceptas el hecho de que su fuga pudo ser un arranque inútil. A lo mejor se metió por el desagüe y se murió en el acto. A lo mejor se ahogó, o se murió de hambre, o se lo comieron las ratas. Un guerrero toma en consideración todas esas posibilidades y luego elige creer de acuerdo con su predilección intima.

"Como guerrero, tienes que creer que a Max le salió todo bien; que no sólo escapó, sino que mantuvo su poder. Tienes que creerlo. Digamos que sin esa creencia no tienes nada."

La diferencia se hizo muy clara. Pensé que yo, en realidad, había elegido creer en la supervivencia de Max, sabiendo que tenía en su contra toda una vida regalada y llena de engreimientos.

– Creer es lo de menos -siguió don Juan-. Tener que creer es otra cosa. En este caso, por ejemplo, el poder te dio una lección espléndida, pero elegiste usarla sólo en parte. Sin embargo, si tienes que creer, debes usar todo el suceso.

– Ya me voy dando cuenta a qué se refiere usted -dije.

Mi mente se hallaba en un estado de lucidez, y parecía aprehender los conceptos sin el menor esfuerzo.

– Temo que todavía no entiendes -dijo don Juan, casi en un susurro.

Me miró con fijeza. Sostuve su mirada un momento.

– ¿Y el otro gato? -preguntó.

– ¿Uh? ¿El otro gato? -repetí involuntariamente.

Lo había olvidado. Mi símbolo había girado en torno a Max. El otro gato no tenía importancia para mí.

– ¡Por supuesto que la tiene! -exclamó don Juan cuando di voz a mis pensamientos-. Tener que creer significa que también tienes que tomar en cuenta al otro gato. Al que jugaba y lamía las manos que lo llevaban a su fin. Ese fue el gato que marchó confiado hacia su muerte, repleto de sus juicios de gato.

"Tú piensas que eres como Max; por eso te olvidas del otro gato. Ni siquiera sabes su nombre. Tener que creer significa que debes tomar todo en consideración, y antes de decidir que eres como Max debes considerar que a lo mejor eres como el otro gato; en vez de luchar por tu vida y correr el riesgo, a lo mejor te vas feliz a tu muerte, repleto de tus juicios."

Había en sus palabras una tristeza inquietante, o acaso, la tristeza era mía. Permanecimos largo rato en silencio. Jamás se me había ocurrido que yo podía ser como el otro gato. La idea me conturbaba grandemente.

Una leve conmoción y el sonido de voces apagadas me sacaron bruscamente de mis deliberaciones. Unos policías dispersaban a la gente reunida en torno al hombre tirado en el pasto. Alguien había colocado, bajo la cabeza del yacente, un saco enrollado a manera de almohada. El hombre yacía paralelo a la calle. Miraba al este. Desde mi sitio, casi podía saber que tenía los ojos abiertos.

Don Juan suspiró.

– Qué tarde más espléndida -dijo, mirando el cielo.

– No me gusta la ciudad de México -dije.

– ¿Por qué?

– Odio el smog.

Meneó rítmicamente la cabeza, como asintiendo a mis palabras.

– Preferiría estar con usted en el desierto, o en las montañas -dije.

– Si yo fuera tú, nunca diría eso -replicó. -No quise decir nada malo, don Juan.

– Eso ya lo sabemos. Pero eso no es lo que importa. Un guerrero, o cualquier hombre si a ésas vamos, no puede de ningún modo lamentarse por no estar en otra parte; un guerrero porque vive del desafío, un hombre común porque no sabe dónde lo va a encontrar su muerte.

"Mira a ese hombre ahí al lado, tirado en el pasto: ¿Qué crees que le pasa?"

– Está borracho o enfermo -dije.

– ¡Se está muriendo! -dijo don Juan con definitiva convicción-. Cuando nos sentamos aquí, vislumbré a su muerte haciéndole la rueda. Por eso te dije que no te levantaras; llueva o truene, no puedes pararte de esta banca hasta el final. Ésta es la indicación que esperábamos. Atardece. En estos momentos, el sol se va a poner. Es tu hora de poder. ¡Mira! La escena con ese hombre es sólo para nosotros.

Señaló que, desde donde nos hallábamos, teníamos campo abierto para ver al hombre. Un grupo de curiosos formaba semicírculo a su otro costado, frente a nosotros.