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Quería apresurarme, incluso correr, pero el paso de don Juan era calmado. Cuando llegábamos a la puerta de la oficina, en la calle diagonal, supe, sin tener que volverme, que mi amigo había, atravesado corriendo la avenida y estaba a punto de tomar la calle por donde íbamos. Miré a don Juan, en la esperanza dé que tuviera una solución. Alzó los hombros. Me sentí molesto; tampoco a mí se me ocurría nada, excepto propinar una trompada a mi amigo. Debo de haber suspirado o exhalado en ese momento preciso, pues de buenas a primeras sentí una súbita pérdida de aire debida a un formidable empujón que don Juan me había dado, y que me lanzó, girando, por la puerta de la oficina. Impelido por el tremendo empellón, prácticamente entré volando. Don Juan me tomó tan desprevenido que mi cuerpo no ofreció resistencia alguna; el susto se mezcló con la sacudida concreta del empuje. Automáticamente extendí los brazos para proteger mi rostro. La fuerza del empujón fue tan grande que la saliva brotó de mi boca y experimenté un vértigo leve al trastabillar dentro del recinto. Casi perdí el equilibrio y tuve que hacer un esfuerzo supremo por no caer. Giré un par de veces; pareció que la velocidad de mis movimientos emborronara la escena. Vagamente advertí una multitud de clientes que realizaban sus negocios. Me sentí muy apenado. Supe que todo el mundo me miraba cruzar tambaleante la oficina. La idea de que estaba haciendo el ridículo era más que incómoda. Una serie de pensamientos cruzó en destellos mi mente. Tuve la certeza de que caería de cara. O chocaría con un cliente, acaso una anciana que sería lastimada por el impacto. O peor aun, la puerta de cristal en el otro lado estaría cerrada, y me estrellaría contra ella.

En un estado de ofuscación, alcancé la puerta al Paseo de la Reforma. Estaba abierta y salí. Mi preocupación del momento era conservar la calma, dar vuelta a la derecha y caminar hacia el centro como si nada hubiera ocurrido. Estaba seguro de que don Juan se me uniría, y tal vez mi amigo había seguido caminando por la calle diagonal.

Abrí los ojos, o mejor dicho los enfoqué en el área frente a mí. Tuve un largo momento de insensibilidad antes de tomar plena conciencia de lo que había pasado. No me hallaba en el Paseo de la Reforma, como debería haber sido, sino en el mercado de La Lagunilla, a dos kilómetros y medio de distancia.

Lo que experimenté en el instante de ese reconocimiento, fue un azoro tan intenso que sólo pude mirar, estupefacto.

Observé en torno para orientarme. Advertí que me hallaba muy cerca de donde había encontrado a don Juan durante mi primer día en la ciudad de México, Acaso estuviera incluso en el mismo sitio. Los puestos de monedas antiguas estaban a metro y medio. Hice un esfuerzo supremo por cobrar dominio de mí. Obviamente, experimentaba una alucinación. No podía ser de ningún otro modo. Rápidamente me volví para trasponer de nuevo la puerta de la oficina, pero a mis espaldas no hallé más que una hilera de puestos con libros y revistas de segunda mano. Don Juan estaba junto a mí, a mi derecha. Lucía una enorme sonrisa.

Había una presión en mi cabeza, una sensación cosquilleante, como si por mi nariz pasara soda carbonatada. Me hallaba mudo. Traté, sin éxito, de decir algo.

Oí con claridad la voz de don Juan: me decía que no tratara de hablar ni de pensar, pero yo quería decir algo, cualquier cosa. Una angustia espantosa crecía dentro de mi pecho. Sentí lágrimas rodar por mis mejillas.

Don Juan no me sacudió, como suele hacer cuando caigo presa de un miedo incontrolable. En vez de ello, me dio suaves palmaditas en la cabeza.

– Ya, ya, Carlitos -dijo-. No te me deschavetes.

Sostuvo mi rostro entre sus manos por un instante.

– No trates de hablar -dijo.

Soltándome, señaló lo que tenía lugar en torno nuestro.

– Esto no es para hablar -dijo-. Esto es nada más para observar. ¡Observa! ¡Observa todo!

Yo estaba en verdad llorando. Pero mi reacción al llanto era muy extraña; lo dejaba fluir sin ninguna preocupación. No me importaba, en ese momento, si hacía o no el ridículo.

Miré alrededor. Precisamente frente a mí había un hombre de edad madura, con camisa rosa de manga corta y pantalones gris oscuro. Parecía norteamericano. Una mujer regordeta, sin duda su esposa, lo tomaba del brazo. El hombre manipulaba algunas monedas, mientras un muchacho de trece o catorce años, acaso el hijo del propietario, lo vigilaba. El muchacho seguía cada movimiento del hombre. Finalmente, éste puso de nuevo las monedas sobre la mesa, y el muchacho se relajó de inmediato.

– ¡Observa todo! -volvió a ordenar don Juan.

No había nada insólito que observar. La gente pasaba en todas direcciones. Me volví. Un hombre, que parecía atender el puesto de revistas, me miraba con fijeza. Parpadeó repetidas veces, como a punto de quedarse dormido. Se veía cansado o enfermo, amén de andrajoso.

Sentí que no había nada que observar, al menos nada de verdadera importancia. Contemplé la escena. Descubrí que era imposible concentrar mi atención en cualquier cosa. Don Juan caminó en círculo a mi derredor. Actuaba como si evaluase algo en mí. Meneó la cabeza y frunció los labios.

– Vamos, vamos -dijo, tomándome gentilmente del brazo-. Es hora de andar.

Apenas empezamos a movernos, advertí que mi cuerpo era muy ligero. De hecho, sentía esponjosas las plantas de los pies. Tenían una elasticidad peculiar, como si fueran de hule.

Don Juan estaba sin duda al tanto de mis sensaciones: me sostenía con fuerza, como para impedirme escapar; me lastraba, como temiendo que yo fuera a ascender más allá de su alcance, a semejanza de un globo.

Caminando me sentí mejor. El nerviosismo cedió el paso a una tranquilidad amable.

Nuevamente, don Juan insistió en que yo debía observarlo todo. Le dije que no había nada que yo quisiera observar, que no me concernía lo que la gente estuviera haciendo en el mercado, y que no deseaba sentirme como un idiota, obsecrando cumplidamente la trivial actividad de alguien que compraba mondas o libros viejos, mientras lo importante se me escapaba entre los dedos.

– ¿Y cuál es lo importante? -preguntó.

Me detuve y le dije con vehemencia que lo importante era lo que él hubiese hecho para hacerme percibir que en cuestión de segundos había cubierto la distancia entre la oficina de boletos y el mercado.

En ese punto me eché a temblar y sentí que iba a enfermar. Don Juan me hizo poner las manos contra el estómago.

Señaló en torno y declaró una vez más, en tono sereno, que la actividad mundana en nuestro derredor era lo único importante.

Me enojé con él. Tuve una sensación física de girar. Aspiré hondo.

– ¿Qué hizo usted, don Juan? -pregunté con forzada naturalidad.

En tono confortante, repuso que de eso podía hablarme en cualquier momento, pero que los acontecimientos en torno mío no se repetirían jamás. Yo estaba en completo acuerdo con ello. La actividad que yo presenciaba no podía, obviamente, repetirse en toda su complejidad. Mi argumento fue que en cualquier momento me era posible observar una actividad muy semejante. En cambio, la implicación de haber sido transportado a través de la distancia, fuera en la forma que fuere, era inconmensurablemente significativa.

Cuando expuse este parecer, don Juan hizo temblar su cabeza como si lo que oía le resultara doloroso.

Anduvimos un trecho en silencio. Mi cuerpo estaba enfebrecido. Noté que las palmas de mis manos y las plantas de mis pies ardían. El mismo calor insólito parecía también localizarse en mis fosas nasales y mis párpados.

– ¿Qué hizo usted, don Juan? -pregunté, implorante.

En vez de responder, me palmeó el pecho y rió. Dijo que los hombres eran criaturas muy frágiles, y se hacían aún más frágiles a través de su vicio de entregarse a todo. En un tono sumamente serio, me exhortó a no sentirme a punto de perecer; a empujarme más allá de mis límites y, simplemente, centrar la atención en el mundo en torno mío.