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Seguimos caminando, a un paso muy lento. Mi preocupación era suprema. No me permitía prestar atención a nada. Don Juan se detuvo y pareció deliberar si hablaba o no. Abrió la boca para decir algo, pero aparentemente cambió de idea y echamos a andar de nuevo.

– Lo que pasó es que viniste aquí -dijo de repente, mientras se volvía a mirarme con fijeza.

– ¿Cómo ocurrió eso?

Dijo que lo ignoraba; lo único que sabía era que yo mismo había elegido ese lugar.

El nudo ciego se complicaba aún más conforme hablábamos. Yo quería conocer los pasos que él había seguido, y él insistía en que la elección del sitio era la única cosa que podíamos discutir, y como yo no sabía por qué lo elegí, no había esencialmente nada de qué hablar. Criticó, sin enfado, mi obsesión por razonarlo todo, y la llamó una entrega innecesaria. Dijo que actuar sin buscar explicaciones era más sencillo y efectivo, y que yo disipaba mi experiencia hablando y pensando acerca de ella.

Tras unos momentos, declaró que debíamos dejar ese sitio, pues yo lo había echado a perder y me sería cada vez más dañino.

Dejamos el mercado y caminamos hasta la Alameda. Me hallaba exhausto. Me desplomé en una banca. Sólo entonces se me ocurrió mirar mi reloj. Eran las 10:20 AM. Tuve que realizar un gran esfuerzo para enfocar mi atención. No recordaba la hora exacta en que don Juan y yo nos encontramos. Calculé que habría sido alrededor de las diez. Y no podíamos haber tardado más de diez minutos en caminar del mercado al parque, lo cual dejaba sólo otros diez minutos fuera de cuenta.

Hablé a don Juan de mis cálculos. Sonrió. Tuve la certeza de que la sonrisa ocultaba desprecio, aunque nada había en su rostro que traicionara tal sentimiento.

– Usted piensa que soy un idiota sin remedio, ¿no es cierto, don Juan?

– ¡Ajá! -exclamó, incorporándose de un salto.

Su reacción fue tan inesperada que yo también salté al mismo tiempo.

– Dime exactamente que es lo que estoy sintiendo -dijo con énfasis.

Yo sentía conocer sus sentimientos. Era como si yo mismo los sintiera. Pero cuando traté de decir lo que sentía, me di cuenta de que no podía hablar de ello. Hablar requería un esfuerzo tremendo.

Don Juan dijo que yo todavía no tenía poder suficiente para "verlo" a él. Pero ciertamente podía "ver" lo bastante para encontrar por mí mismo explicaciones adecuadas de lo que estaba ocurriendo.

– No tengas pena -dijo-. Dime exactamente lo que ves.

Tuve un pensamiento súbito y extraño, muy similar a los que suelen acudir a mi mente antes de quedarme dormido. Era más que una idea; podría llamársele, con más exactitud, una imagen completa. Vi un cuadro que contenta diversos personajes. El que estaba justo enfrente de mí era un hombre sentado tras un marco de ventana. El área más allá del marco era difusa, pero el marco y el hombre resaltaban con la claridad del cristal. El hombre me miraba; tenía la cabeza vuelta ligeramente hacia la izquierda, de manera que la mirada era de reojo. Pude ver que sus ojos se movían para conservarme en foco. Apoyaba en el pretil el codo derecho. Tenía empuñada la mano y contraídos los músculos.

A la izquierda del hombre, había otra imagen en el cuadro. Era un león volador. Es decir, la cabeza y la melena eran de león, pero la parte inferior del cuerpo pertenecía a un perro de aguas de pelambre blanca y rizada.

Iba yo a enfocar en él mi atención, cuando el hombre produjo con los labios un ruido chasqueante y sacó por la ventana la cabeza y el tronco. Todo su cuerpo emergió como si algo lo empujara. Quedó suspendido un momento, agarrando el pretil con las puntas de los dedos mientras oscilaba como péndulo. Después se soltó.

Experimenté en mi propio cuerpo la sensación de caída. No era un desplome, sino un descenso suave, y luego un flotar acojinado. El hombre carecía de peso. Permaneció estacionario un instante y luego se perdió de vista como si una fuerza incontrolable lo hubiera absorbido a través de una grieta en el cuadro. Un segundo después se hallaba de nuevo en la ventana, mirándome de reojo. Su antebrazo derecho descansaba en el pretil, sólo que esta vez su mano se agitaba diciéndome adiós.

El comentario de don Juan fue que mi "ver" era demasiado elaborado.

– Eso no es lo mejor que tienes -dijo-. ¿Quieres que te explique lo que sucedió? Bueno, pues yo quiero que uses tu ver para explicarlo. Ahorita viste, pero viste porquerías. Esa clase de información es inútil para un guerrero. Llevaría demasiado tiempo descifrar qué es qué. El ver debe ser directo, porque un guerrero no puede malgastar su tiempo en deshilar lo que él mismo está viendo. Ver es ver porque acaba con todas esas idioteces.

Le pregunté si consideraba que mi visión había sido sólo una alucinación, y no "ver" en realidad. Él estaba convencido, a causa de lo intrincado del detalle, de que había sido "ver", pero que no se ajustaba a la ocasión.

– ¿Piensa usted que mis visiones explican algo? -pregunté.

– Seguro que sí. Pero si yo estuviera en tu lugar no me pondría a deshilvanarlas. Al principio, ver es confuso y es muy fácil perderse allí. Pero, a medida que el guerrero se pone más fuerte, su ver se convierte en lo que debería ser: un conocimiento directo.

Mientras don Juan hablaba, tuve uno de aquellos peculiares lapsos de sentimiento, y claramente percibí que estaba a punto de quitar el velo a algo que ya conocía, una cosa que me eludía convirtiéndose en algo borroso. Tomé conciencia de hallarme enmedio de una pugna. Mientras más intentaba definir o alcanzar aquel esquivo conocimiento, más hondo se hundía.

– Ese ver fue demasiado… demasiado visionario -dijo don Juan.

El sonido de su voz me estremeció.

– Un guerrero hace una pregunta, y a través dé su ver obtiene una respuesta, pero la respuesta es sencilla, nunca es adornada hasta el punto de que hay perros de aguas voladores.

Reímos de la imagen. Y, medio en broma, le dije que él era demasiado estricto; cualquiera que atravesara lo que yo había atravesado esa mañana, merecía un poco de tolerancia.

– Eso es irse por lo fácil -dijo-. Es el camino de la entrega. Tú haces girar el mundo sobre el sentimiento de que todo es demasiado para ti. Tú no estás viviendo como guerrero.

Le dije que, habiendo tantas facetas en lo que él llamaba el camino del guerrero, resultaba imposible cumplirlas todas, y que el sentido del concepto sólo se aclaraba cuando yo encontraba nuevas instancias en las que debía aplicarlo.

– Una regla básica para un guerrero -repuso- es hacer sus decisiones con tanto cuidado que nada de lo que pueda ocurrir como resultado de ellas sea capaz de sorprenderlo, mucho menos de menguar su poder.

"Ser un guerrero significa ser humilde y alerta. Hoy día, lo que tenías que haber hecho era observar la escena que se desarrollaba frente a tus ojos, no romperte el seso tratando de razonar cómo era eso posible. Enfocaste tu atención en el sitio que no debías. Si yo quisiera ser bueno contigo, me sería fácil decir que, siendo ésta la primera vez que te ocurrió, no estabas preparado. Pero eso no se puede permitir, porque viniste aquí como un guerrero, dispuesto a morir; por lo tanto, lo que te ocurrió hoy no debía haberte agarrado con los pantalones en la mano."

Concedí que mi tendencia era la de entregarme al miedo y al desconcierto.

– Digamos que una regla básica para ti debe ser que, cuando vengas a verme, vengas preparado a morir -dijo él-. Si vienes dispuesto a morir, no habrá caídas, ni sorpresas desagradables, ni acciones innecesarias. Todo caerá suavemente en su sitio, porque tú no estás esperando nada.

– Eso es fácil de decir, don Juan. Pero yo estoy en la línea de fuego. Yo soy el que tiene que vivir con todo esto.

– El caso no es el que tengas que vivir con todo esto. Tú eres todo esto. No estás solamente tolerándolo por lo pronto. Tu decisión de unir fuerzas con este maligno mundo de la brujería, debería haber quemado todos esos pesados sentimientos de confusión y debería haberte dado la ligereza necesaria para reclamar todo esto como tu mundo.