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– Tuve que hacerlo -dije-. Y descubrí que entre semana no hay puestos de monedas ni de libros usados.

Los dos rieron. Luego don Juan dijo que hacer preguntas no revelaría nada nuevo.

– ¿Qué es lo que realmente pasó, don Juan? -pregunté.

– Créeme, no hay manera de saberlo -dijo con sequedad-. En esos asuntos, tú y yo estamos en las mismas. Mi ventaja sobre ti en este momento es que yo sé cómo llegar al nagual, y tú no. Pero una vez que llego allí, no tengo más ventaja ni más conocimiento que tú.

– ¿Aterricé realmente en el mercado, don Juan? -pregunté.

– Claro que sí. Ya te lo dije: el nagual está a las órdenes del guerrero. ¿No es cierto, Genaro?

– ¡Cierto! -exclamó don Genaro con voz atronadora y se incorporó en un solo movimiento. Fue como si su voz lo hubiera alzado, desde una postura yacente, hasta una perfectamente vertical.

Don Juan casi rodaba por el suelo de tanto reír. Don Genaro, con aire de indiferencia, hizo una cómica reverencia y dijo adiós.

– Genaro te verá mañana en la mañana -dijo don Juan-. Ahora debes quedarte aquí sentado en silencio completo.

No dijimos otra palabra. Tras horas de silencio, me quedé dormido.

Miré mi reloj. Eran casi las seis de la mañana. Don Juan examinó la sólida masa de nubes, blancas y densas, sobre el horizonte oriental, y concluyó que sería un día nublado. Don Genaro olfateó el aire y añadió que también sería caluroso y sin viento.

– ¿Hasta dónde vamos? -pregunté.

– Hasta esos eucaliptos de allá -replicó don Genaro, señalando lo que parecía ser una arboleda, a menos de dos kilómetros de distancia.

Cuando llegamos allí, pude ver que no era una arboleda; los eucaliptos habían sido plantados en líneas rectas para marcar los limites de campos donde se hacían diferentes cultivos. Caminamos por el borde de un maizal, bajo una fila de árboles enormes, delgados y derechos, de más de treinta metros de altura, y llegamos a un campo baldío. Supuse que la cosecha acababa de recogerse. Quedaban sólo hojas y tallos secos de unas plantas que no reconocí. Me agaché a recoger una hoja, pero don Genaro me detuvo. Asió mi brazo con gran fuerza. Me retraje dolorido, y entonces noté que sólo me tocaba suavemente con los dedos.

Evidentemente sabía lo que había hecho y lo que yo experimentaba. Con un veloz movimiento, quitó los dedos de mi brazo y luego los puso de nuevo, gentilmente. Lo repitió una vez más y rió de mi mueca de dolor, como un niño deleitado. Luego me mostró el perfil. Su nariz aguileña le daba aspecto de pájaro: de un pájaro con extraños y largos dientes blancos.

En voz suave, don Juan me dijo que no tocara nada. Le pregunté si sabía qué clase de cosecha se había levantado allí. Parecía a punto de responder, pero don Genaro terció diciendo que era un campo de gusanos.

Don Juan me miró con fijeza, sin asomo de sonrisa. La respuesta absurda de don Genaro tenía visos de chiste. Aguardé el pie para empezar a reír, pero ellos sólo me miraron.

– Un campo de gusanos muy lindos -dijo don Genaro-. Sí, lo que aquí crecía eran los gusanos más bonitos que yo he visto.

Se volvió hacia don Juan. Ambos se miraron un instante.

– ¿No es cierto? -preguntó.

– Absolutamente cierto -dijo don Juan, y volviéndose a mí añadió en voz baja-: Genaro tiene hoy la batuta; sólo él puede decir qué es qué, conque haz exactamente lo que diga.

La idea de que don Genaro tenía las riendas me llenó de terror. Miré a don Juan para decírselo; pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, don Genaro soltó un largo y formidable grito: un clamor tan fuerte y temible que sentí cómo mi nuca se hinchaba y el cabello flotaba como si un viento lo moviera. Tuve un instante de disociación completa y habría permanecido inmóvil en mi sitio de no haber sido por don Juan, quien con increíble velocidad y dominio hizo girar mi cuerpo para que mis ojos atestiguaran una hazaña inconcebible. Don Genaro estaba parado horizontalmente, a unos treinta metros del suelo, sobre el tronco de un eucalipto que se hallaba acaso a cincuenta metros de distancia. Es decir, estaba parado con las piernas abiertas, perpendicular al tronco. Era como si tuviese ganchos en el calzado y con ellos pudiera desafiar la gravedad. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y me daba la espalda.

Lo miré fijamente. No quería parpadear por miedo a perderlo de vista. Realicé un rápido juicio y concluí que, de conservarlo dentro de mi campo de visión, tal vez podría detectar un indicio, un movimiento, un gesto, o cualquier cosa que me ayudara a comprender qué ocurría.

Sentí la cabeza de don Juan junto a mi oído derecho; en un susurro me dijo que cualquier intento de explicar era inútil e idiota. Lo oí repetir:

– Empuja la barriga para abajo, para abajo.

Era una técnica que me había enseñado, años antes, para momentos de gran peligro, miedo o tensión. Consistía en empujar hacia abajo el diafragma mientras se tomaban cuatro marcadas bocanadas de aire, seguidas por cuatro hondas inhalaciones y exhalaciones por la nariz. Había explicado que las bocanadas tenían que sentirse como sacudidas en la parte media del cuerpo, y que el mantener las manos apretadamente enlazadas, cubriendo el ombligo, daba fuerza a la sección abdominal y ayudaba a controlar las bocanadas y las inhalaciones profundas, que debían retenerse hasta la cuenta de ocho mientras el diafragma se presionaba hacia abajo. Las exhalaciones se hacían dos veces a través de la nariz y dos a través de la boca, en forma lenta o acelerada, según la propia preferencia.

Maquinalmente obedecí a don Juan. No me atrevía, sin embargo, a apartar los ojos de don Genaro. Conforme seguía respirando, mi cuerpo se relajó y me di cuenta de que don Juan torcía mis piernas. Al parecer, cuando me hizo girar mi pie derecho se atoró en un montón de tierra y mi pierna izquierda quedó forzadamente doblada. Cuando me enderezó, cobré conciencia de que el choque de ver a don Genaro parado en el tronco de un árbol me había hecho ignorar mi incomodidad.

Don Juan me susurró al oído que no fijara la vista en don Genaro.

– ¡Parpadea! ¡Parpadea! -lo oí decir.

Durante un momento sentí renuencia. Don Juan volvió a ordenarme. Yo estaba convencido de que todo el fenómeno se ligaba de algún modo a mí como el observador, y que si yo, único testigo de la hazaña de don Genaro, dejaba de mirarlo, caería por tierra, o acaso la escena entera desaparecería.

Tras una inmovilidad torturantemente larga, don Genaro giró sobre sus talones, cuarenta y cinco grados a la derecha, y empezó a caminar tronco arriba. Su cuerpo temblaba: Lo vi dar un pequeño paso tras otro, hasta que hubo avanzado ocho. Incluso rodeó una rama. Luego, con los brazos cruzados todavía sobre el pecho, tomó asiento en el tronco, dándome la espalda. Sus piernas pendían como si se hallara sentado en una silla, como si la gravedad no tuviera efecto sobre él. Luego pareció andar sentado, hacia abajo. Alcanzó una rama paralela a su cuerpo y por unos segundos se reclinó en ella con el brazo izquierdo y la cabeza; parecía apoyarse para lograr un efecto dramático más que para sostener su cuerpo. Luego reanudó su camino pasando, centímetro a centímetro, del tronco a la rama, hasta que hubo cambiado de postura y se halló sentado como cualquiera podría sentarse normalmente en una rama.

Don Juan rió por lo bajo. Yo tenía un horrible sabor en la boca. Quise volverme hacia don Juan, que se hallaba un poco detrás de mí, a la derecha, pero no me atrevía a perderme ninguna de las acciones de don Genaro.

Tras unos minutos, cruzó los pies y los meció suavemente; finalmente, volvió a deslizarse hacia arriba sobre el tronco.

Don Juan me tomó la cabeza entre las manos y la inclinó hacia la izquierda a modo que mi línea de visión fuera paralela al árbol, más que perpendicular. Mirando a don Genaro desde ese ángulo, no parecía estar desafiando la gravedad. Simplemente se hallaba sentado en el tronco de un árbol. Noté entonces que, si lo miraba sin pestañear, el trasfondo se hacía vago y difuso, y la claridad del cuerpo de don Genaro se intensificaba; su forma se hacía predominante, como si nada más existiera.