Velozmente, don Genaro volvió a deslizarse a la rama. Quedó sentado meciendo los pies, como en un trapecio. El mirarlo desde una perspectiva sesgada hacía que ambas posiciones, especialmente aquélla sobre el tronco, parecieran factibles.
Don Juan volvió mi cabeza a la derecha hasta llevarla a descansar sobre mi hombro. La posición de don Genaro en la rama se miraba perfectamente normal, pero cuando pasó de nuevo al tronco, no pude efectuar el ajuste de percepción necesario y lo vi como si estuviese al revés, con la cabeza hacia el suelo.
Don Genaro se desplazó varias veces de un lado a otro, y don Juan, a la par, movía mi cabeza de lado a lado. El resultado de sus manipulaciones fue que perdí por entero la pista de mi perspectiva normal, y sin ella las acciones de don Genaro no eran tan espeluznantes.
Don Genaro permaneció un largo rato en la rama. Don Juan me enderezó el cuello y susurró que don Genaro estaba a punto de descender. Lo oí decir en tono imperioso:
– Empuja para abajo, para abajo.
Me hallaba a mitad de una exhalación rápida cuando el cuerpo de don Genaro pareció transfigurarse por alguna especie de tensión; resplandeció, se hizo laxo, osciló hacia atrás y colgó un momento de las rodillas. Sus piernas parecían fláccidas, incapaces de seguir dobladas, y cayó al suelo.
En el instante que empezó a caer, yo mismo experimenté una sensación de caída a través de espacio interminable. Mi cuerpo entero sentía una angustia dolorosa y. al mismo tiempo altamente placentera; una angustia de tal intensidad y duración que mis piernas no pudieron ya soportar el peso de mi cuerpo y caí sobre la tierra suave. Apenas pude mover los brazos para aminorar la caída. Respiraba tan agitadamente que la tierra se metió en mi nariz y me daba comezón. Traté de levantarme; mis músculos parecían haber perdido la fuerza.
Don Juan y don Genaro vinieron a mi lado. oía sus voces como si estuvieran lejos, pero los sentía jalarme. Deben de haberme levantado, asiéndome cada uno por un brazo y una pierna, Para llevarme en vilo. Yo tenía plena conciencia de la incómoda posición de mi cuello y mi cabeza. Mis ojos estaban abiertos. Veía el suelo y trozos de hierba pasar debajo de mí. Finalmente, tuve un ataque de frío. El agua entraba en mi boca y mi nariz y me hacía toser. Mis brazos y mis piernas se movieron frenéticamente. Empecé a nadar, pero el agua -no era lo bastante profunda, y me hallé de pie en el río de poco fondo al que me habían arrojado.
Don Juan y don Genaro rieron hasta la tontería. Don Juan se enrolló los pantalones y se acercó a mí; me miró a los ojos, dijo que aún no estaba completo, y suavemente volvió a empujarme al agua. Mi cuerpo no ofreció resistencia. Yo no deseaba sumergirme de nuevo, pero no había manera de conectar mi volición a mis músculos, v me desplomé hacia atrás. El frío fue todavía más intenso. Me levanté de un salto y, por error, salí corriendo a la ribera opuesta. Don Juan y don Genaro se pusieron a gritar y a silbar y arrojaban piedras a los arbustos delante de mí, como si acorralaran a un novillo fugitivo. Regresé cruzando el río y tomé asiento en una roca junto a ellos. Don Genaro me dio mi ropa y entonces advertí que me hallaba desnudo, aunque no recordaba cuándo ni cómo me quité la ropa. Estaba empapado, y no quise ponérmela de inmediato. Don Juan se volvió a don Genaro y dijo con voz resonante:
– ¡Por amor de Dios, dénle una toalla a este hombre!
Tardé un par de segundos en advertir el absurdo. Me sentía muy bien. De hecho, era tan feliz que no deseaba hablar. Tuve, empero, la certeza de que, si mostraba mi euforia, volverían a echarme al agua.
Don Genaro me vigilaba. Sus ojos brillaban como los de un animal salvaje. Me atravesaban.
– Ya estás mejor -me dijo don Juan de repente-, Ya estás controlándote ahora, pero allá junto a los eucaliptos te diste a tus vicios como hijo de puta.
Quise reír histéricamente. Las palabras de don Juan parecían tan por entero graciosas que costó un esfuerzo supremo dominarme. Una comezón incontrolable en la parte media de mi cuerpo me hizo quitarme la ropa y echarme de nuevo al agua. Permanecí en el río unos cinco minutos. La frialdad restauró mi sentido de lo propio. Cuando salí, era yo mismo otra vez.
– Bien hecho -dijo don Juan, tocándome el hombro.
Me guiaron de regreso a los eucaliptos. Conforme íbamos, don Juan explicó que mi tonal había resultado peligrosamente vulnerable, y al parecer tuvo demasiado con la incongruencia de los actos de don Genaro. Dijo que decidieron ya no meterse con él y regresar a la casa de don Genaro, pero el hecho de que supe que debía lanzarme al río cambiaba todo. No dijo, sin embargo, lo que se proponían.
Nos detuvimos a mitad de un campo, en el sitio donde estuvimos antes. Don Juan estaba a mi derecha y don Genaro a mi izquierda. Ambos tensaban los músculos, en estado de alerta. Mantuvieron la tensión unos diez minutos. Yo movía los ojos del uno al otro. Pensé que don Juan me indicaría qué hacer. Tenía razón. En determinado momento relajó el cuerpo y pateó unos terrones. Sin mirarme, dijo:
– Creo que mejor nos vamos.
Automáticamente razoné que don Genaro debía de haber tenido la intención de darme otra demostración del nagual, pero decidió no hacerlo. Me sentí aliviado. Esperé otro momento por una confirmación definitiva. Don Genaro también se destensó y entonces ambos dieron un paso. Supe que habíamos terminado allí. Pero en el instante mismo en que me aflojé, don Genaro volvió a lanzar un grito increíble.
Empecé a respirar frenéticamente. Miré en torno. Don Genaro había desaparecido. Don Juan estaba frente a mí. Su cuerpo se estremecía de risa. Me dio la cara.
– Lo siento dijo en un susurro-. No hay otro modo.
Quise preguntar por don Genaro, pero sentía que, de no seguir respirando y presionando mí diafragma, moriría. Don Juan señaló con su barbilla un sitio a mis espaldas. Sin mover los pies, empecé a volverme a mirar sobre el hombro izquierdo. Pero antes de que pudiese ver lo que señalaba, don Juan saltó y me detuvo. La fuerza de su salto y la celeridad con que me aferró hicieron que perdiese mi equilibrio. Al caer de espaldas tuve la sensación de que mi reacción sobresaltada había sido agarrarme a don Juan, y que en consecuencia lo arrastraba en mi caída. Pero cuando alcé la vista, hubo total discordancia entre las impresiones de mis sentidos táctil y visual. Vi a don Juan de pie junto a mí, riendo, mientras mi cuerpo sentía sin lugar a dudas el peso y la presión de otro cuerpo encima de mí, casi inmovilizándome.
Don Juan extendió la mano y me ayudó a levantarme. Mi sensación corporal fue la de que él alzaba dos cuerpos. Sonrió como quien sabe y susurró que nunca había que volverse a la izquierda para enfrentar al nagual. Dijo que el nagual era fatídico y que no había necesidad de acrecentar todavía más el riesgo. Luego me dio vuelta con gentileza y me hizo encarar un enorme eucalipto. Era acaso el árbol más viejo de las inmediaciones. Su tronco era casi dos veces más grueso que el de cualquier otro. Don Juan señaló hacia arriba con los ojos. Don Genaro se hallaba encaramado en una rama. Me daba el rostro. Vi sus ojos como dos espejos enormes que reflejaban luz. No quería mirar pero don Juan insistió en que no apartara la vista. En un susurro muy enérgico me ordenó que no parpadeara ni sucumbiera al susto o a la entrega.
Advertí que si pestañeaba de continuo, los ojos de don Genaro no eran tan imponentes. Sólo al fijar la vista el resplandor enloquecía.
Estuvo largo tiempo acuclillado en la rama. Luego, sin mover el cuerpo para nada, saltó y aterrizó, en la misma postura, a un par de metros de donde me encontraba. Presencié la secuencia completa de su salto, y supe haber percibido más de lo que mis ojos me permitieron aprehender. Don Genaro no había saltado en verdad. Algo lo había empujado desde atrás haciéndolo deslizar en curso parabólico. La rama donde estuvo trepado se hallaba a unos treinta metros de altura, y el árbol crecía como a cuarenta y cinco de distancia; así, su cuerpo tuvo que trazar una parábola para caer donde cayó. Pero la fuerza necesaria para, cubrir el trecho no era producto de los músculos de don Genaro; un "soplo" impulsó su cuerpo desde la rama hasta el suelo. En cierto punto vi las suelas de sus zapatos, y su posterior, conforme su cuerpo describía la parábola. Después aterrizó con suavidad, aunque su peso deshizo los terrones duros y secos e incluso levantó algo de polvo.