– Vamos a volver a los eucaliptos -dijo-. El nagual nos espera allí.
– ¿No corremos el riesgo de que nos vea la gente? -pregunté.
– No. El nagual mantendrá todo suspendido -respondió.
EL SUSURRO DEL NAGUAL
Cuando nos acercamos a los eucaliptos vi a don Genaro sentado en un tronco. Sonriente, agitó la mano. Fuimos hasta él.
Había en los árboles una bandada de cuervos. Graznaban como asustados. Don Genaro dijo que permaneciéramos quietos y en silencio hasta que los cuervos se calmaran.
Don Juan reclinó la espalda contra un árbol y me indicó otro que estaba cerca, a su izquierda. Ambos dábamos la cara a don Genaro, que estaba a tres o cuatro metros de nosotros.
Con un sutil movimiento de los ojos, don Juan me indicó reacomodar mis pies. Se erguía de pie, con firmeza, los pies ligeramente separados, y sólo la parte superior de sus omoplatos, y el centro de su nuca, tocaban el tronco. Los brazos le pendían a los lados.
Estuvimos así tal vez una hora. Yo los vigilaba detenidamente, sobre todo a don Juan. En determinado momento se dejó resbalar suavemente por el tronco y tomó asiento, manteniendo aún las mismas áreas de su cuerpo en contacto con el árbol… Sus rodillas quedaron alzadas, y descansó en ellas los brazos. Imité sus movimientos. Tenía las piernas sumamente fatigadas, y el cambio de postura me confortó.
Los cuervos cesaron poco a poco de graznar, hasta que no hubo un sonido en el campo. El silencio me turbaba más que el ruido de los cuervos.
Don Juan me habló en voz baja. Dijo que el crepúsculo era mi mejor hora. Miró el cielo. Pasarían de las seis. El día fue nublado y yo no había tenido manera de comprobar la posición del sol. Oí a lo lejos alboroto de gansos y quizá pavos. Pero en el campo de los eucaliptos no había rumor alguno. Desde un largo rato atrás, no se escuchaban pájaros ni insectos grandes.
Los cuerpos de don Juan y don Genaro habían guardado una inmovilidad perfecta, hasta donde yo podía juzgar, excepto en los instantes en que, para descansar, desplazaban su centro de gravedad.
Cuando don Juan y yo estábamos sentados en el suelo, don Genaro hizo un movimiento súbito. Alzó los pies y se puso en cuclillas sobre el tronco. Luego giró cuarenta y cinco grados, y me hallé mirando su perfil izquierdo: Busqué en don Juan una indicación. Él echó hacia adelante la barbilla; era una orden de mirar a don Genaro.
Una agitación monstruosa me invadió. Era incapaz de contenerme. Mis intestinos se soltaban. Pude sentir en lo absoluto lo que Pablito debe de haber sentido al ver el sombrero de don Juan. Experimentaba tal tumulto intestinal que me fue necesario correr a los arbustos. Oí a los viejos aullar de risa.
No me atreví a regresar con ellos. Titubeé un rato; pensé que mi repentina explosión habría roto el hechizo. No tuve que meditar mucho tiempo; don Juan y don Genaro vinieron a donde me hallaba. Me flanquearon y fuimos a otro campo. Nos detuvimos en su centro mismo, y recordé que estuvimos allí en la mañana.
Don Juan me habló. Me dijo que fuera fluido y silencioso y detuviera mi diálogo interno. Yo escuché con atención. Don Genaro debe haber advertido que toda mi concentración se enfocaba en las admoniciones de don Juan, y aprovechó ese momento para repetir lo que hizo en la mañana; de nuevo soltó su grito enloquecedor. Me pescó de sorpresa, pero no desprevenido. Casi inmediatamente recuperé mi equilibrio por medio de la respiración. El choque fue aterrador, pero no tuvo un efecto prolongado, y pude seguir con la vista los movimientos de don Genaro. Lo miré saltar a una rama baja. Al seguir su curso en una distancia de más o menos veinticinco metros, mis ojos experimentaron una extravagante distorsión. No era que saltara por medio de la acción elástica de sus músculos; más bien se deslizaba por el aire, catapultado en parte por su formidable alarido, y jalado por unas vagas líneas emanadas del árbol. Era como si el árbol lo chupara a través de esas líneas.
Don Genaro quedó un momento encaramado en la rama. Yo veía su perfil izquierdo. Empezó a ejecutar una serie de movimientos extraños. Su cabeza oscilaba, su cuerpo se estremecía. Varias veces ocultó la cabeza entre las rodillas. Mientras más se movía y se agitaba, mayor era mi dificultad para enfocar los ojos en su cuerpo. Parecía disolverse. Parpadeé como desesperado y luego alteré mi línea de visión torciendo la cabeza a diestro y siniestro, como don Juan me había enseñado. Desde mi perspectiva izquierda vi el cuerpo de don Genaro como nunca antes lo había visto. Parecía haberse puesto un disfraz. Lucía un traje peludo, del color de un gato siamés: ante claro, con toques de chocolate oscuro en las piernas y la espalda; tenía una cola gruesa y larga. El atavío de don Genaro lo hacía verse como un cocodrilo peludo y café, de patas largas, sentado en una rama. No se discernían su cabeza ni sus facciones.
Enderecé la cabeza hasta una postura normal. La visión de don Genaro disfrazado se mantuvo sin alteración.
Sus brazos se estremecieron. Se paró en la rama, pareció agacharse, y saltó hacia el suelo. La rama estaba a cinco o seis metros de altura. Hasta donde yo podía juzgar, fue el salto ordinario de un hombre ataviado con un disfraz. Vi el cuerpo de don Genaro a punto de tocar el suelo, y entonces la gruesa cola de su disfraz vibró y, en vez de aterrizar, despegó como impelido por un silencioso motor de turbina. Ascendió por encima de los árboles y luego planeó casi hasta el suelo. Repitió una y otra vez la maniobra. En ocasiones asía una rama y se mecía dando la vuelta al árbol, o se escondía como una anguila entre las ramas. Y luego planeaba y describía círculos en torno nuestro, o aleteaba con los brazos al tocar su estómago la punta de los árboles.
Los juegos de don Genaro me llenaban de asombro. Mis ojos lo seguían, y dos o tres veces percibí con toda claridad que usaba unas líneas brillantes, como si fueran poleas, para deslizarse de un sitio a otro. Luego pasó, hacia el sur, por encima de los árboles, y desapareció tras ellos. Traté de anticipar el sitio donde reaparecería, pero ya no se mostró.
Advertí que yacía bocarriba, aunque no había tenido conciencia de ningún cambio en la perspectiva. Todo el tiempo creí estar de pie mirando a don Genaro.
Don Juan me ayudó a sentarme, y entonces vi que don Genaro se acercaba. Caminaba con un aire de descuido. Sonrió con recato y preguntó si me había gustado su vuelo. Traté de decir algo, pero me hallaba mudo.
Don Genaro cruzó con don Juan una extraña mirada y volvió a acuclillarse. Inclinándose, susurró en mi oído izquierdo. Lo oí decir:
– ¿Por qué no vienes a volar conmigo?
Repitió la frase cinco o seis veces. Don Juan se acercó y me susurró en el oído derecho:
– No hables. Tú nomás sigue a Genaro.
Don Genaro me hizo poner en cuclillas y susurró de nuevo. Yo lo oía con precisión cristalina. Repitió unas diez veces:
– Confía en el nagual. El nagual te va a llevar.
Entonces don Juan susurró otra frase en mi oído derecho. Dijo:
– Cambia tus sentimientos.
Yo los oía hablarme a la vez, pero también percibía sus voces por separado. Cada una de las indicaciones de don Genaro tenía que ver con el contexto general de deslizarse por el aire. Las que repetía docenas de veces parecían ser aquellas que se grababan en mi memoria. En cambio, las palabras de don Juan se referían a órdenes específicas que repitió incontables veces. El efecto del susurro doble fue por demás extraordinario. Parecía que el sonido de sus palabras individuales me partiera por la mitad. Finalmente, el abismo entre mis oídos fue tan ancho que perdí todo sentido de unidad. Había algo que sin duda era yo, pero carecía de solidez. Semejaba una niebla resplandeciente, una neblina amarillo oscuro dotada de sentimientos.
Don Juan dijo que iba a moldearme para el vuelo. Tuve entonces la sensación de que las palabras eran como unas pinzas que torcían y moldeaban mis "sentimientos".
Las palabras de don Genaro eran una invitación a seguirlo. Sentí que deseaba hacerlo, pero no podía. La disociación era tan grande que me incapacitaba. Oí entonces las mismas frases cortas interminablemente repetidas por ambos; cosas como: