Don Juan se acercó más a mí. Inclinándose, susurró en mi oído derecho:
– ¿No te parece chistoso?
Don Genaro se inclinó también hacia mí y susurró en mi oído izquierdo:
– ¿Qué cosa dijo?
Tuve una reacción automática a ambas preguntas y realicé una síntesis involuntaria.
– Sí. Me parece que preguntó ¿es chistoso? -dije.
Obviamente advertían el efecto de sus maniobras; ambos rieron hasta derramar lágrimas. Como de costumbre, don Genaro exageraba más que don Juan; se tiró de espaldas y se puso a rodar a unos metros de mí. Echado bocabajo, extendió brazos y piernas y giró como un rehilete. Dio de vueltas hasta que llegó junto a mí y su pie tocó el mío. Abruptamente se sentó y sonrió con mansedumbre.
Don Juan se agarraba los costados. Reía muy duro y al parecer le dolía el estómago.
Tras un rato, ambos volvieron a hablarme al oído. Traté de memorizar la secuencia de sus frases, pero tras un esfuerzo fútil, desistí. Eran demasiadas.
Me susurraron en los oídos hasta que nuevamente tuve la sensación de haberme partido por la mitad. Como el día anterior, me convertí en una niebla, en un resplandor amarillo que percibía todo en forma directa. Es decir, yo "conocía" las cosas. No había pensamientos; sólo había certezas. Y al entrar en contacto con una sensación suave, esponjosa, elástica, exterior a mí y sin embargo parte mía, "supe" que era un árbol. Lo percibí por su olor. No olía como ningún árbol específico que yo recordara, pero algo en mí "sabía" que ese olor peculiar era la "esencia" del árbol. Yo no tenía solamente la sensación de saber, ni razonaba mi conocimiento, ni barajaba datos. Simplemente sabía que había algo en contacto conmigo, en todo mi derredor; un aroma tibio, amable, apremiante, emanado de algo que no era sólido ni líquido sino un indefinido algo más, que yo "sabía" que era un árbol. Sentí que al "saber" en esa forma calaba yo su esencia. No me repelía. Más bien me invitaba a fundirme con él. Me abarcaba o yo lo abarcaba. Había entre nosotros un lazo que no era exquisito ni desagradable.
La siguiente sensación que pude recordar con claridad fue una oleada de maravilla y regocijo. Todo mi ser vibraba. Era como si me atravesaran cargas de electricidad. No dolían. Eran agradables, pero en forma tan indeterminada que no había modo de categorizarlas. Supe, sin embargo, que aquello con lo que me hallaba en contacto era el suelo. Cierta parte de mi ser reconocía con certeza y concisión que se trataba del suelo. Pero en el instante en que traté de discernir la infinitud de percepciones directas que experimentaba, perdí toda capacidad de diferenciarlas.
Luego, de pronto, era de nuevo yo mismo. Pensaba. La transición fue tan abrupta que creí haber despertado. Pero algo había en el modo que me sentía, que no era del todo mío. Supe que, en verdad, algo faltaba, antes de abrir por entero los ojos. Miré en torno. Me hallaba aún en un sueño, o en alguna visión. Sin embargo, mis procesos mentales no sólo funcionaban intactos, sino con extraordinaria claridad. Realicé una rápida evaluación. No me cabía duda de que don Juan y don Genaro habían inducido mi estado onírico para algún propósito específico. Parecía hallarme a punto de entender cuál era ese propósito, cuando algo ajeno a mí me forzó a prestar atención al entorno. Tardé un largo momento en orientarme.
Yacía bocabajo, y aquello sobre lo cual yacía era un piso de lo más espectacular. Examinándolo, no pude evitar un sentimiento de pavor y maravilla. No concebía de qué pudiera estar hecho. Losas irregulares de alguna sustancia desconocida habían sido colocadas en forma intrincada y, a la vez, sencilla. Las habían puesto juntas, pero no estaban pegadas al suelo ni entre sí. Eran elásticas y cedían cuando yo intentaba apartarlas con los dedos, pero libres de presión volvían en el acto a su posición original.
Quise incorporarme y me vi poseído por una grotesca distorsión sensorial. Carecía de control sobre mi cuerpo; de hecho, no parecía pertenecerme. Se hallaba inerte; yo no tenía conexión con ninguna de sus partes y cuando traté de levantarme no pude mover los brazos y, balanceándome inerme sobre mi estómago, rodé hasta quedar de costado. El impulso del balanceo casi me hizo dar la vuelta completa y quedar bocabajo de nuevo. Mis brazos y piernas, extendidos, lo impidieron, y quedé tendido de espaldas. En esa posición pude percibir dos piernas de forma extraña, y los pies más distorsionados que jamás había visto. ¡Era mi cuerpo! Parecía estar envuelto en una túnica. La idea que me vino a la mente fue que experimentaba una escena en la que yo era un paralítico o un inválido de alguna índole. Intenté curvar la espalda y mirarme las piernas pero sólo pude mover a tirones el cuerpo. Miraba directamente un cielo amarillo, un cielo profundo y vívido, amarillo limón. Tenía surcos o canales de un tono amarillo más oscuro, y un número interminable de protuberancias que colgaban como gotas de agua. El efecto total de ese cielo increíble era apabullante. No pude determinar si las protuberancias eran nubes. También había áreas de sombras y áreas de diferentes tonos de amarillo, que descubrí al mover la cabeza de lado a lado.
Entonces algo más atrajo mi atención: un sol en el cenit mismo del cielo amarillo, directamente sobre mi cabeza, un sol tibio -a juzgar por el hecho de que podía mirarlo de frente- que despedía una luz blancuzca, apacible y uniforme.
Antes de que pudiese ponderar todas estas visiones ultraterrenas, me vi sacudido con violencia; mi cabeza oscilaba hacia adelante y hacia atrás. Sentí que me alzaban. Oí una voz aguda, riente, y enfrenté un espectáculo asombroso: una gigantesca mujer descalza. Su rostro era redondo y enorme. Su cabello negro estaba cortado al estilo paje. Sus brazos y piernas eran descomunales. Me levantó y me llevó hasta sus hombros como si fuera yo un muñeco. Mi cuerpo colgaba fláccido. Miré desde arriba su vigorosa espalda. Tenía un fino vello en torno de los hombros y sobre la espina dorsal. Desde su hombro, vi de nuevo el piso magnifico. Lo oía ceder elásticamente bajo el gran peso de la mujer, y veía las huellas que la presión de sus pies dejaba en él.
Me colocó bocabajo frente a una estructura, una especie de edificio. Noté entonces que algo fallaba en mi percepción de profundidad. No podía, mirando el edificio, calcular su tamaño. Por momentos parecía ridículamente pequeño, pero cuando, al parecer, ajusté mi percepción, sus proporciones monumentales me maravillaron.
La muchacha gigante se sentó junto a mí haciendo rechinar el piso. Yo tocaba su enorme rodilla. Olía a dulce o a fresas. Me habló y yo entendí todo lo que dijo; señalando la estructura, decía que yo iba a vivir allí.
Mi habilidad de observador parecía aumentar conforme yo superaba el choque inicial de encontrarme allí. Noté que el edificio tenía cuatro exquisitas columnas no funcionales. No soportaban nada; estaban encima del edificio. Su forma era la sencillez misma; eran proyecciones largas y gráciles que parecían tenderse hacia aquel impresionante cielo de increíble amarillo. El efecto de esas columnas invertidas era para mí la belleza pura. Tuve un ataque de éxtasis estético.
Las columnas parecían hechas de una pieza; yo no podía siquiera concebir tal factura. Las dos de enfrente estaban unidas por una delgada viga, una vara monumentalmente larga que, pensé, podía ser un barandal de algún tipo, o un pórtico sobre la fachada.
La muchacha gigante me deslizó bocarriba al interior de la estructura. El techo era negro y plano, lleno de agujeros simétricos que dejaban pasar el resplandor amarillento del sol, creando intrincados diseños. Me sobrecogió la absoluta y sencilla belleza lograda por esos puntos de cielo amarillo que se mostraban a través de aquellos precisos agujeros en el techo, y los dibujos de sombras creados sobre el piso intrincado y magnífico. La estructura era cuadrada, Y más allá de su punzante belleza, incomprensible para mí.