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Un ruido súbito interrumpió su regocijo. Oí un extraño sonido grave, como golpeteó sobre madera, procedente del chaparral. Don Juan echó la mandíbula hacia adelante, haciéndome seña de permanecer alerta.

– Esa es la polilla que te llama -dijo en un tono carente de emoción.

Me levanté de un salto. El sonido cesó instantáneamente. Miré a don Juan en busca de una explicación. Él hizo un gesto cómico de impotencia, alzando los hombros.

– Todavía no has cumplido con tu cita -añadió.

Le dije que me sentía indigno, y que tal vez debiera irme a casa y regresar cuando tuviera más fuerza.

– Esas son idioteces -repuso, cortante-. Un guerrero toma su suerte, sea la que sea, y la acepta con la máxima humildad. Se acepta con humildad así como es, no como base para lamentarse, sino como base para su lucha y su desafío.

"Nos demoramos mucho para comprender eso y vivirlo por entero. Yo, por ejemplo, odiaba mencionar la palabra humildad. Soy un indio, y los indios siempre hemos sido humildes y no hemos hecho nada más que agachar la cabeza. Yo pensaba que la humildad no tenía nada que ver con el camino del guerrero. ¡Me equivocaba! Ahora sé que la humildad del guerrero no es la humildad del pordiosero. El guerrero no agacha la cabeza ante nadie, pero, al mismo tiempo, tampoco permite que nadie agache la cabeza ante él. En cambio, el pordiosero a la menor provocación pide piedad de rodillas y se echa al suelo a que lo Pise cualquiera a quien considera más encumbrado; pero al mismo tiempo, exige que alguien más bajo que él le haga lo mismo.

"Por eso te dije hace rato que no entiendo lo que debe sentir un maestro. Yo sólo conozco la humildad del guerrero, y eso jamás me permitirá ser el amo de nadie."

Guardamos silencio unos momentos. Sus palabras me habían causado una profunda agitación. Me conmovían, y al mismo tiempo me preocupaba lo presenciado en el matorral. Mi evaluación consciente era que don Juan me ocultaba cosas y que debía saber lo que realmente estaba ocurriendo.

Me hallaba envuelto en tales deliberaciones cuando el mismo extraño golpeteo dispersó mis pensamientos con una sacudida. Don Juan sonrió y luego empezó a reír por lo bajo.

– Te gusta la humildad del pordiosero -dijo suavemente-. Agachas la cabeza ante la razón.

– Siempre pienso que me están engañando -dije-. Ése es el punto de mi problema.

– Tienes razón. Te están engañando -repuso con una sonrisa encantadora-. Eso no puede ser tu problema. El verdadero punto del asunto es que sientes que soy yo el que te está mintiendo, ¿no es así?

– Sí. Algo en mi no me permite creer que lo que está ocurriendo sea real.

– Otra vez tienes razón. Nada de lo que está ocurriendo es real.

– ¿Qué quiere usted decir, don Juan?

– Las cosas son reales sólo cuando uno ha aprendido a estar de acuerdo de que son reales. Lo que sucedió esta noche, por ejemplo, no puede de ninguna manera ser real para ti, porque nadie podría este, de acuerdo contigo en ese respecto.

– ¿Quiere decir que usted no vio lo que ocurría?

– Claro que sí. Pero yo no cuento. Yo soy el que te está mintiendo, ¿recuerdas?

Don Juan rió hasta toser y atragantarse. Su risa era amistosa aunque se burlaba de mí.

– No le des tanta importancia a mis palabras -dijo, confortante-. Sólo trato de que descanses, y sé que te sientes a tus anchas sólo cuando estás confundido.

Su expresión era tan deliberadamente cómica que ambos reímos. Le dije que lo que acababa de decir me hacía sentir más atemorizado que nunca.

– ¿Me tienes miedo? -preguntó.

– No a usted, sino a lo que usted representa.

– Represento la libertad del guerrero. ¿Tienes miedo de eso?

– No. Pero tengo miedo de su conocimiento. Yo no tengo descanso, ni puedo refugiarme en nada.

– Otra vez confundes las cosas. Descanso, refugio, miedo: cavilaciones que has aprendido sin poner jamás en duda su valor. Como podrás ver, los brujos malignos ya se han aliado contigo.

– ¿Quiénes son los brujos malignos, don Juan?

– Todos nuestros prójimos son los brujos malignos. Y como andas revuelto con ellos, también tú eres un brujo maligno. Piensa un momento. ¿Puedes desviarte de la senda que te han trazado? No. Tus ideas y tus acciones están fijadas para siempre en sus términos. Eso es esclavitud. Yo, en cambio, te traje libertad. La libertad es muy cara, pero el precio no es imposible.

Ten miedo a tus carceleros, a tus amos. No desperdicies tu tiempo y tu poder en temerme a mí.

Supe que tenía razón, y sin embargo, pese a mi genuina concordancia con él, supe también que los hábitos de toda mi vida me harían, inevitablemente, ceñirme a mi vieja senda. Me sentí en verdad un esclavo.

Tras un largo silencio, don Juan me preguntó si tenía fuerza suficiente para otro encuentro con el conocimiento.

– ¿O sea, con la polilla? -pregunté, medio en broma.

Su cuerpo se contorsionó de risa. Fue como si yo le hubiera contado el chiste más gracioso del mundo.

– ¿Qué quiere usted decir realmente con eso de que el conocimiento es una polilla? -pregunté.

– Eso es lo único que quiero decir -replicó-. Una polilla es una polilla. Pensé que a estas alturas, con todo lo que has aprendido y logrado, tendrías poder suficiente para ver. Pero en lugar de ver, tu mirada se fijó en un hombre, y eso no fue ver de verdad.

Desde el principio de mi aprendizaje, don Juan había descrito el concepto de "ver" como una capacidad especial que podía cultivarse y que permitía percibir la naturaleza "última" de las cosas.

A través de los años de nuestra relación, yo había desarrollado la idea de que con "ver" él se refería a una percepción intuitiva de las cosas, o a la capacidad de comprender algo de una sola vez, o quizás al don de penetrar las interacciones humanas y descubrir significados y motivos encubiertos.

– Yo diría que esta noche, cuando enfrentaste a la polilla, medio mirabas y medio veías -prosiguió don Juan-. En ese estado, aunque no eras del todo lo que eres de costumbre, fuiste capaz de darte cuenta de lo que estaba pasando, a fin de hacer operar tu conocimiento del mundo.

Don Juan hizo una pausa y me miró. Al principió no supe qué decir.

– ¿Cómo estaba yo operando mi conocimiento del mundo? -pregunté.

– Tu conocimiento del mundo te decía que en los matorrales uno solamente puede hallar animales rondando u hombres escondidos detrás del follaje. Te aferrabas á ese pensamiento y, naturalmente, tuviste que hallar modos de hacer que el mundo se ajustara a tu pensamiento.

– Pero yo, no pensaba en absoluto, don Juan.

– Entonces no digamos que pensabas. Es más bien el hábito de hacer que el mundo se ajuste siempre a nuestros pensamientos. Cuando no se ajusta, simplemente lo forzamos a hacerlo. Las polillas del tamaño de un hombre no pueden ser ni siquiera un pensamiento, por lo tanto, para ti, lo que había en el matorral tenía que ser un hombre.

"Lo mismo pasó con el coyote. Tus viejos hábitos decidieron también la naturaleza de aquel encuentro. Algo tuvo lugar entre el coyote y tú, pero no fue conversación. Yo mismo he estado en ese jaleo. Ya te conté que una vez hablé con un venado; tú hablaste con un coyote, pero ni tú ni yo sabremos jamás qué fue lo que realmente ocurrió en esas ocasiones."

– ¿Qué me está usted diciendo, don Juan?

– Cuando la explicación de los brujos se me hizo clara, ya era demasiado tarde para saber qué me hizo el venado. Dije que hablamos, pero no fue así. Decir que tuvimos una conversación es sólo una forma de arreglar lo que pasó para así poder hablar de ello. El venado y yo hicimos algo, pero en el momento en que eso ocurría yo también necesitaba ajustar el mundo a mis ideas, igual que tú. Yo he hablado toda mi vida, igual que tú, por lo tanto mis hábitos se impusieron y se extendieron aún al venado. Cuando el venado se me acercó e hizo lo que hizo, me vi forzado a entenderlo como conversación.

– ¿Es ésta la explicación de los brujos?