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Después de su cuarto salto, don Genaro vino a nosotros y tomó asiento detrás de Pablito y Néstor. Luego don Juan pasó al frente y se paró donde don Genaro estuvo. Quedó inmóvil un rato. Don Genaro dio breves instrucciones a Pablito y Néstor. No entendí lo que había dicho. Mirándolos, vi que cada uno recogía una piedra y la colocaba contra su región umbilical. Me preguntaba si yo también debía hacerlo, cuando don Genaro me dijo que la precaución no se aplicaba en mi caso, pero que sin embargo tuviera una piedra a la mano, por si me enfermaba. Echó hacia adelante la quijada para indicarme mirar a don Juan Y luego dijo algo ininteligible; lo repitió y, aunque no comprendí las palabras, supe qué era más o menos la misma fórmula que don Juan había pronunciado. Las palabras no importaban en realidad; era, el ritmo, la sequedad del tono, la cualidad de tosido. Tuve la certeza de que el lenguaje empleado por don Genaro, fuera el que fuese, resultaba más adecuado que el español para el ritmo en staccato. Don Juan hizo exactamente lo que don Genaro había hecho en un principio, pero luego, en vez de saltar hacia arriba, giró como un gimnasta sobre su propio eje. En mi semiconciencia, esperé que aterrizara de nuevo sobre sus pies. Nunca lo hizo. Su cuerpo siguió dando vueltas a poca distancia del suelo. Los círculos eran muy rápidos al principio, luego se hicieron más lentos. Desde donde me hallaba, pude ver que el cuerpo de don Juan colgaba, como el de don Genaro, de un hilo de luz. Giraba despacio como para permitirnos verlo con detenimiento. Luego empezó a ascender; ganó altura hasta alcanzar la cima del acantilado. Flotaba como carente de peso. Sus vueltas despaciosas evocaban la imagen de un astronauta en el espacio, en estado de ingravidez.

Me mareé de observarlo. Mi sensación de malestar pareció darle impulso; empezó a girar con mayor rapidez. Se apartó del acantilado y, conforme ganaba velocidad, me enfermé verdaderamente. Cogí la piedra y la puse sobre mi estómago. La apreté contra mi cuerpo lo más que pude. Su contacto me calmó un poco. La acción de tomar la piedra y apretarla me había permitido un descanso momentáneo. Aunque no aparté los ojos de don Juan, mi concentración se interrumpió. Antes de procurar la piedra sentía que la velocidad ganada por el cuerpo flotante emborronaba su forma; parecía un disco giratorio y luego una luz en rotación. Cuando tuve la roca contra el cuerpo, su velocidad menguó; parecía un sombrero flotando en el aire, un volador que oscilaba hacia adelante y hacia atrás.

El movimiento del volador fue todavía más perturbador. Mi malestar se hizo incontrolable. Oí un aletear de pájaro, y tras un momento de incertidumbre supe que el acontecimiento había concluido.

Me sentía tan enfermo y exhausto que me tendí a dormir. Debo haber dormitado un rato. Abrí los ojos cuando alguien sacudió mi brazo. Era Pablito. En tono frenético, me decía que no podía dormirme, pues si lo hacía todos moriríamos. Insistió en que debíamos irnos en el acto, aunque fuera a gatas. También él parecía físicamente exhausto. De hecho, tuve la idea de que pasáramos allí la noche. El prospecto de caminara oscuras hasta el coche me parecía espantable. Traté de convencer a Pablito, cuyo frenesí crecía. Néstor se hallaba tan mal que la indiferencia lo dominaba.

Pablito se sentó, desesperado por entero. Hice un esfuerzo por organizar mis ideas. Ya había oscurecido, aunque todavía había suficiente luz para discernir las rocas en torno. La quietud era exquisita y confortante. Yo disfrutaba sin reservas el momento, pero de pronto mi cuerpo saltó; oí el sonido distante de una rama quebrada. Maquinalmente encaré a Pablito. Él parecía saber lo que me ocurría. Tomamos a Néstor por los sobacos y lo levantamos. Corrimos, arrastrándolo. Al parecer sólo él conocía el camino. Nos daba breves órdenes de tiempo en tiempo.

Yo no me preocupaba por lo que hacíamos: Enfocaba mi atención en mi oído izquierdo, que parecía ser una unidad independiente del resto de mi persona. Algún sentimiento me forzaba a detenerme cada determinado tramo para reconocer el entorno con mi oído. Sabia que algo iba siguiéndonos. Era algo masivo; aplastaba las piedras al avanzar.

Néstor recobró en cierta medida la compostura y caminó por sí mismo, asiendo ocasionalmente el brazo de Pablito.

Llegamos a una arboleda. La oscuridad era ya total. Oí un sonido repentino y extremadamente fuerte. Era como el chasquido de un látigo monstruoso que azotara la copa de los árboles. Sentí sobre nuestras cabezas el escarceo de una ola de alguna especie.

Pablito y Néstor gritaron y salieron de allí a toda velocidad. Quise detenerlos. No estaba seguro de poder correr en las tinieblas. Pero en aquel instante oí y sentí una serie de pesadas exhalaciones justamente atrás de mí. El susto fue indescriptible.

Los tres corrimos juntos hasta llegar al coche. Néstor nos guió en alguna forma desconocida.

Pensé dejarlos en sus casas e irme a un hotel en el pueblo. No habría ido a casa de don Genaro por nada del mundo. Pero Néstor no quería dejar el coche, ni Pablito ni yo tampoco. Terminamos en casa de Pablito. Mandó a Néstor a comprar cerveza y refrescos de cola mientras su madre y sus hermanas nos preparaban de comer. Néstor, bromeando; preguntó si la hermana mayor no lo acompañaría, por si acaso lo atacaran perros o borrachos. Pablito rió y me dijo que le habían confiado a Néstor.

– ¿Quién te lo confió? -pregunté.

– ¡El poder, por supuesto! -repuso-. En otro tiempo Néstor era mayor que yo, pero Genaro le hizo algo y ahora es mucho más joven. Tú te diste cuenta, ¿no?

– ¿Qué le hizo don Genaro? -pregunté.

– Ya sabes, lo volvió niño otra vez. Era demasiado importante y pesado. Ya se habría muerto si no lo vuelven más joven.

Había en Pablito algo verdaderamente cándido y encantador. La sencillez de su explicación me avasallaba. Néstor había en verdad rejuvenecido; no sólo se veía más joven, sino que actuaba como un niño inocente. Supe sin la menor duda que así se sentía.

– Yo lo cuido -prosiguió Pablito-. Genaro dice que es un honor cuidar a un guerrero. Néstor es un magnífico guerrero.

Sus ojos brillaban, como los de don Genaro. Me dio vigorosas palmadas en la espalda y rió.

– Deséale el bien, Carlitos -dijo-. Deséale el bien.

Me sentía muy fatigado. Tuve un extraño brote de tristeza alegre. Le dije que venía de un sitio donde rara vez, si acaso, se deseaba el bien.

– Yo lo sé -dijo-. Lo mismo me pasaba a mí. Pero ahora soy un guerrero y ya puedo desear el bien.

LA ESTRATEGIA DE UN BRUJO

Don Juan estaba en casa de don Genaro cuando llegué allí al declinar la mañana. Lo saludé.

– Oye, ¿qué te pasó? Genaro y yo te esperamos toda la noche -dijo.

Supe que bromeaba. Me sentía ligero y contento. Me había rehusado sistemáticamente a ponderar lo atestiguado el día anterior. En ese momento, sin embargo, mi curiosidad era incontrolable y lo interrogué al respecto.

– Ah, esa fue nada más que una demostración de todas las cosas que debes saber antes de recibir la explicación de los brujos -dijo-. Lo que hiciste ayer le dio a Genaro la impresión de que has juntado poder suficiente para entrarle a lo de verdad. Por lo que se ve, has seguido sus indicaciones. Ayer dejaste que las alas de tu percepción se abrieran. Estabas tieso, pero aun así percibiste todas las idas y venidas del nagual; en otras palabras, viste. También confirmaste algo que en este momento es todavía más importante que ver, y eso fue el hecho de que ya puedes poner tu atención entera en el nagual. Y eso es lo que decidirá el resultado del último asunto, la explicación de los brujos.

"Pablito y tú la recibirán al mismo tiempo. Es un obsequio del poder el ser acompañado por un guerrero tan excelente."

Al parecer no quería decir nada más. Tras un rato, pregunté por don Genaro.

– Anda por ahí -dijo-. Fue al matorral a hacer temblar a las montañas.