La razón de que nunca las hubiera tomado más que en guasa era que él siempre me decía que las olvidara después de haberlas establecido como rutinas habituales.
Conforme él recapitulaba las tareas que me había dado, me di cuenta de que, al hacerme realizar rutinas sin sentido, había implantado en mi la idea de actuar sin esperar nada a cambio.
– Parar el diálogo interno es, sin embargo, la llave del mundo de los brujos -dijo-. El resto de las actividades son sólo apoyos; lo único que hacen es acelerar el efecto de parar el diálogo interno.
Dijo que había dos actividades o técnicas principales usadas para acelerar el cese del diálogo interno: borrar la historia personal y "soñar". Me recordó que, durante las primeras etapas de mi aprendizaje, me había dado cierto número de métodos específicos para cambiar mi "personalidad". Yo los puse en mis notas y los olvidé durante años, hasta advertir su importancia. Esos métodos parecían al principió recursos altamente idiosincrásicos para coaccionarme a modificar mi conducta.
Explicó que el arte del maestro consistía en desviar la atención del discípulo de los asuntos principales. Un agudo ejemplo de tal arte era el hecho de que hasta ese día yo no me había percatado de su treta para hacerme aprender ese punto de lo más cruciaclass="underline" actuar sin esperar recompensa.
Dijo que, en línea con aquella premisa, había centrado mi interés en la idea de "ver", que bien entendido era el acto de tratar directamente con el nagual, un acto que a su vez era el inevitable producto final de sus enseñanzas, pero una tarea inalcanzable como tarea en sí.
– ¿Cuál fue el objeto de engañarme así? -pregunté.
– Los brujos están convencidos de que todos nosotros somos una bola de idiotas -dijo-. Nunca podemos abandonar voluntariamente nuestro control; por eso hay que engañarnos.
Su argumento era que al hacerme enfocar mi atención en una seudotarea, aprender a "ver", había logrado dos cosas. Primero, bosquejó el encuentro directo con el nagual, sin mencionarlo, y segundo, me llevó a considerar los verdaderos puntales de sus enseñanzas como asuntos sin consecuencia. El borrar la historia personal y el "soñar" nunca fueron para mi tan importantes como "ver". Yo los consideraba actividades muy divertidas. Incluso pensaba que eran las prácticas para las cuales yo tenía la mayor facilidad.
– La mayor facilidad -dijo, burlón, al oír mis comentarios-. Un maestro no debe dejar nada al azar. Te he dicho que tenías razón al sentir que te engañaban. El problema fue que estabas convencido de que el engaño se dirigía a embaucar a tu razón. Para mí, la treta consistía en distraer tu atención, o en atraparla según el caso.
Me miró achicando los ojos y señaló en torno con un amplio ademán.
– El secreto de todo esto está en la atención de uno -dijo.
– ¿Qué quiere usted decir, don Juan?
– Todo esto existe sólo a causa de nuestra atención. Este mismo peñasco donde estamos sentados es un peñasco porque hemos sido forzados a ponerle nuestra atención como peñasco.
Quise que explicara esa idea. Rió y me apuntó con un dedo acusador.
– Esto es una recapitulación -dijo-. Llegaremos a eso después.
Aseveró que gracias a su maniobra encubridora yo me interesé en borrar la historia personal y en "soñar". Dijo que el efecto de esas dos técnicas era ultimadamente devastador si se ejercitaban en su totalidad, y que entonces su preocupación fue la de todo maestro: no dejar que su discípulo hiciera nada que fuera a arrojarlo en la aberración y la morbidez.
– Borrar la historia personal y soñar deberían ser sólo una ayuda -dijo-. Lo que un aprendiz necesita para apuntalarse es la sobriedad y la fuerza. Por eso el maestro habla del camino del guerrero, o vivir como un guerrero. Ésa es la goma que pega todas las partes en el mundo de un brujo. El maestro debe forjarla y desarrollarla poco a poco. Sin la solidez y la serenidad del camino del guerrero no hay posibilidad de resistir la senda del conocimiento.
Don Juan dijo que aprender el camino del guerrero era una instancia en la que la atención del aprendiz debía atraparse más que desviarse, y que él atrapó mi atención sacándome de mis circunstancias ordinarias cada vez que yo iba a verlo. Nuestros andares por el desierto y las montañas fueron el medio de lograr eso.
La maniobra de alterar el contexto de mi mundo ordinario llevándome a excursiones y a cazar, era otra instancia de su sistema que yo había pasado por alto. El desarreglo del contexto significaba que yo no conocía las claves y tenía que enfocar la atención en todo cuanto don Juan hiciera.
– ¡Qué truco! ¿Eh? -dijo, riendo.
Reí a mi vez, impresionado. Nunca había supuesto tal deliberación en él.
A continuación enumeró los pasos seguidos para guiar y atrapar mi atención. Al finalizar su recuento, añadió que el maestro debía tomar en cuenta la personalidad del aprendiz, y que en mi caso tuvo que actuar con cuidado, pues yo era violento y me habría resultado fácil matarme en un arranque de desesperación.
– Usted es un tipo terrible, don Juan -dije en broma, y él estalló en una enorme carcajada.
Explicó que, para ayudar a borrar la historia personal, se enseñaban otras tres técnicas: perder la importancia, asumir la responsabilidad, y usar a la muerte como consejera. La idea era que, sin el efecto benéfico de esas técnicas, el borrar la historia personal haría del aprendiz un individuo tornadizo, evasivo e innecesariamente dudoso de sí y de sus acciones.
Don Juan me pidió decirle cuál había sido, antes de hacerme aprendiz, mi reacción más natural en los momentos de tensión, frustración y desencanto. Dijo que su propia reacción había sido la ira. Le dije que la mía era la autocompasión.
– Aunque no te das cuenta de ello, tuviste que trabajar como loco para hacer de ése un sentimiento natural -dijo-. Para ahora, no hay manera de que recuerdes el inmenso esfuerzo que necesitaste para establecer eso como un detalle de tu isla. La compasión por ti mismo era el testigo de todo cuanto hacías. La llevabas en la punta de los dedos, lista para aconsejarte. El guerrero considera a la muerte un consejero más tratable, que también puede llevarse a ser el testigo de todo cuanto uno hace, igual que la compasión por ti mismo o la ira. Por lo visto, tras una lucha sin cuento aprendiste a tenerte lástima. Pero también puedes aprender, en la misma forma, a sentir tu fin inminente, y así puedes aprender a tener en la punta de los dedos la idea de tu muerte. Como consejero, la compasión por ti mismo no es nada comparada con la muerte.
Don Juan señaló entonces que había una aparente contradicción en la idea del cambio; por una parte, el mundo de los brujos pedía una transformación drástica, y por otra, la explicación de los brujos decía que la isla del tonal estaba completa y que ni un solo elemento podía quitarse de ella. El cambio, pues, no significaba eliminar nada, sino más bien alterar el uso asignado a dichos elementos.
– La compasión por ti mismo, por ejemplo -dijo-. No hay manera de librarse de eso de una vez por todas; tiene un sitio y un carácter definidos en tu isla, una fachada definida que se puede identificar. Así; cada vez que se presenta la ocasión, la compasión por ti mismo se activa. Tiene historia. Si cambias entonces su fachada, habrás cambiado su sitio de prominencia.
Le pedí explicar el significado de sus metáforas, especialmente la idea de cambiar fachadas. Yo la entendía como, quizás, el acto teatral de interpretar más de un papel al mismo tiempo.
– La fachada se cambia alterando el uso de los elementos de la isla -replicó-. Tomemos de nuevo el tenerte lástima a ti mismo. Te era útil porque te sentías importante y digno de mejores condiciones, de mejor trato, o bien porque no deseabas asumir responsabilidad por aquello que te despertaba la compasión por ti mismo, o porque eras incapaz de hacer que la idea de tu muerte atestiguara tus actos y te aconsejara.