– No. Es la explicación que yo te doy. Pero no se opone a la explicación de los brujos.
Sus aseveraciones me produjeron un estado de gran agitación intelectual. Durante un rato olvidé la mariposa nocturna que rondaba, e incluso tomar notas. Intenté reformular sus postulados y entramos en una larga discusión acerca de la naturaleza reflexiva de nuestro mundo. El mundo, según don Juan, debía ajustarse a su descripción; es decir, la descripción se reflejaba a sí misma.
Otro punto en su elucidación era que habíamos aprendido a relacionarnos con nuestra descripción del mundo en términos de lo que él llamaba -hábitos-. Introduje un término que me parecía más totalizador: intencionalidad, la propiedad de la conciencia humana por medio de la cual un objeto se alude o se propone.
Nuestra conversación engendró una especulación sumamente interesante. Examinada a la luz de la explicación de don Juan, mi "conversación" con el coyote adquiría un nuevo carácter. Yo había; en verdad, no solamente "propuesto" el diálogo, pues nunca he conocido otra avenida de comunicación intencional, sino que también había logrado ajustarme a la descripción de que la comunicación tiene lugar a través del diálogo, y en tal forma hice que la descripción se reflejara a sí misma.
Tuve un momento de gran alborozo. Don Juan rió y dijo que conmoverme a tal grado con las palabras era otro aspecto de mi tontería. Hizo una cómica pantomima de hablar sin sonidos.
– Todos pasamos por los mismos jalones -dijo tras una larga pausa-. La única manera de vencerlos es persistir en actuar como guerrero. El resto viene de sí mismo y por sí mismo.
– ¿Qué es el resto, don Juan?
– El conocimiento y el poder. Los hombres de conocimiento tienen los dos. Y sin embargo, ninguno de ellos podría decir cómo llegó a tenerlos; simplemente que siguieron actuando como guerreros y, en un momento dado, todo cambió.
Me miró. Parecía indeciso, luego se puso en pie y dijo que yo no tenía más recurso que cumplir mi cita con el conocimiento.
Sentí un escalofrío; mi corazón empezó a golpear con rapidez. Me incorporé. Don Juan caminó en torno mío como si examinase mi cuerpo desde todos los ángulos posibles. Me hizo seña de tomar asiento y seguir escribiendo.
– Si te asustas demasiado, no podrás cumplir con tu cita. -dijo-. Un guerrero debe tener serenidad y aplomo, y no debe perder nunca los estribos.
– Estoy verdaderamente asustado -dije-. Polilla o lo que sea, hay algo que ronda allí afuera entre las matas.
– ¡Claro que sí! -exclamó-. Lo que me fastidia de ti es que insistes en pensar que es un hombre, igual que insistes en pensar que hablaste con un coyote.
Cierta parte mía comprendía totalmente su argumento; había, sin embargo, otro aspecto de mi persona que no cedía, y que a pesar de la evidencia se aferraba con firmeza a la "razón".
Dije a don Juan que su explicación no satisfacía mis sentidos, aunque mi acuerdo intelectual con ella era completo.
– Eso es lo malo de las palabras -dijo con gran certidumbre-. Siempre nos fuerzan a sentirnos iluminados, pero cuando damos la vuelta para encarar al mundo siempre nos fallan y terminamos encarando al mundo como lo hemos hecho siempre, sin iluminación. Por este motivo, a un brujo le precisa actuar más que hablar, y para efectuar eso obtiene una nueva descripción del mundo: una nueva descripción en la cual el hablar no es tan importante y en la cual los actos nuevos tienen nuevas reflexiones.
Tomó asiento junto a mí, me miró a los ojos y me pidió decir en voz alta lo que realmente había "visto" en el matorral.
Me enfrentaba en ese momento a una inconsistencia absorbente. Yo había visto la silueta oscura de un hombre, pero también había visto que dicha silueta se convertía en un pájaro. Había, por tanto, presenciado más de lo que mi razón me permitía considerar posible. Pero en lugar de descartar por entero mi razón, algo en mí había seleccionado partes de mi experiencia, como el tamaño y el contorno general de la silueta oscura, y las enarbolaba como posibilidades razonables, mientras descartaba otras partes, como la transformación de la figura en un pájaro. Y así había llegado a convencerme a mí mismo de haber visto un hombre.
Don Juan rió a carcajadas cuando expuse mi dilema. Dijo que tarde o temprano la explicación de los brujos llegaría a mí rescate y todo estaría entonces perfectamente claro, sin tener que ser razonable 0 irrazonable.
– Mientras tanto, lo único que puedo hacer por ti es garantizarte que eso no era un hombre -añadió.
La mirada de don Juan se hizo decididamente enervante. Mi cuerpo se estremeció en forma involuntaria. Me hacía sentir apenado y nervios.
– Busco marcas en tu cuerpo -explicó-. Tal vez no lo sepas, pero esta noche tuviste todo un combate allá afuera.
– ¿Qué clase de marcas busca usted?
– No son propiamente marcas físicas en tu cuerpo, sino señales, indicios en tus fibras luminosas, zonas de mucho brillo. Somos seres luminosos y todo cuanto somos o sentimos se nota en nuestras fibras. Los seres humanos tienen un brillo que les es peculiar. Ésa es la única manera de distinguirlos de otros seres vivientes luminosos.
"Si hubieras viste esta noche, habrías notado que la figura en las matas no era un ser viviente luminoso."
Quise seguir preguntando, pero él me cubrió la boca con la mano y siseó para acallarme. Luego acercó la boca a mi oído y susurró que escuchara y tratase de oír un crujido suave, los leves pasos apagados de una mariposa nocturna sobre las hojas y ramas secas en el suelo.
No pude oír nada. Den Juan se levantó abruptamente, recogió la linterna y dijo que íbamos a sentarnos bajo la ramada junto a la puerta del frente. Me guió por la salida trasera y rodeamos la casa, al borde del chaparral, en vez de atravesar el cuarto y salir por enfrente. Explicó que era esencial hacer obvia nuestra presencia. Describimos un semicírculo en torno al costado izquierdo de la casa. El paso de don Juan era extremadamente lento. Sus pisadas eran débiles y vacilantes. Su brazo temblaba al sostener la linterna.
Le pregunté si algo le pasaba. Con un guiño, me susurró que la enorme mariposa que andaba rondando tenía cita con un hombre joven, y que el lento andar de un anciano decrépito era una forma obvia de indicar quién era el interesado.
Cuando finalmente llegamos a la fachada de la casa, don Juan colgó la linterna de una viga y me hizo tomar asiento con la espalda contra la pared. Se sentó a mi derecha.
– Vamos a estarnos aquí -dijo- y tú vas a escribir y a hablar conmigo en forma muy normal. La polilla que hoy se te echó encima anda por aquí, en las matas. Dentro de un rato se acercará a mirarte. Por eso puse la linterna exactamente encima de ti. La luz guiará a la polilla para que te encuentre. Cuando llegue al filo del matorral, te llamará. Es un sonido muy especial. El sonido por si solo pude ayudarte.
– ¿Qué clase de sonido es, don Juan?
– Es una canción. Un grito hipnotizante que las polillas producen. Por lo común no puede oírse, pero la polilla que anda por las matas es una polilla rara; oirás claramente su llamado y, siempre y cuando seas impecable, lo conservarás el resto de tu vida.
– ¿En qué me va a ayudar?
– Esta noche, vas a tratar de acabar lo que empezaste antes. El ver sólo ocurre cuando el guerrero es capaz de parar el diálogo interno.
"Hoy paraste tu diálogo a pura fuerza, allá en las matas. Y viste. Lo que viste no fue claro. Pensaste que era un hombre. Yo digo que era una polilla. Ninguno de los dos está en lo cierto, pero eso se debe a que tenemos que hablar. Yo te sigo llevando ventaja porque veo mejor que tú y porque estoy familiarizado con la explicación de los brujos; de modo que yo sé, aunque esto no sea exacto par entero, que la figura que viste hoy era una polilla.
"Y ahora vas a quedarte callado y sin pensamientos para dejar que la polillita venga otra vez a ti."
Apenas me era posible tomar notas. Don Juan, riendo, me instó a proseguir mi escritura como si nada me molestara. Me tocó el brazo y me dijo que escribir era el mejor escudo de protección con que yo podría contar.