Apenas lo vi, gritó y cacareó, y dijo que había estado allí escondido en espera de que yo lo descubriese. Tuve un instante de desconcierto. Don Juan me susurró al oído, repetidas veces, que mi "razón" no estaba invitada a ese acontecimiento, y que yo debía abandonar la necedad de querer controlarlo todo. Dijo que el nagual era una percepción sólo para mí, y que por ese motivo Pablito no lo había visto en mi coche. Añadió, como si leyera mi oculto sentir, que si bien el nagual era sólo para que yo lo presenciara, seguía siendo don Genaro en persona.
Don Juan me tomó del brazo y en son de juego me llevó a donde se hallaba don Genaro. Éste se puso de pie y se me acercó. Su cuerpo radiaba un calor visible, un resplandor que me deslumbraba. Vino a mi lado y, sin tocarme, puso la boca cerca de mi oído izquierdo y empezó a susurrar. Don Juan hizo lo mismo en mi otro oído. Sus voces se sincronizaban. Ambos repetían las mismas frases. Me decían que no tuviera miedo, y que poseía fibras largas y poderosas, las cuales no eran para protegerme, porque no había nada que proteger ni de lo cual protegerse, sino para guiar mi percepción de nagual en forma semejante a la manera en que mis ojos guiaban mi percepción normal de tonal. Decían que las fibras estaban en todo mi derredor, que a través de ellas yo podía percibir todas las cosas al mismo tiempo, y que una sola fibra bastaba para saltar de la roca a la cañada, o del fondo de la cañada a la roca.
Yo escuchaba todo cuanto decían. Cada palabra parecía tener una connotación única para mí; me era posible retener cada cosa pronunciada y repetirla como una grabadora. Ambos me urgían a saltar a la cañada. Me decían que sintiera mis fibras, aislara una que bajara hasta el fondo y la siguiera. Conforme pronunciaban sus órdenes, surgían en mí sensaciones acordes a las palabras. Percibí una comezón en todo mi ser, especialmente una peculiar sensación indiscernible en sí misma, pero cercana a la de una "larga comezón". Mi cuerpo sentía en verdad el fondo de la cañada, y yo percibía tal sentir en alguna zona corporal indefinida.
Don Juan y don Genaro seguían instándome a resbalar por aquella sensación, pero yo no sabia cómo. Entonces oí sólo la voz de don Genaro.
Dijo que iba a saltar conmigo; me agarró, o me empujó, o me abrazó, y se precipitó conmigo en el abismo. Experimenté el apoteosis de la angustia física. Era como si algo mascara y devorara mi estómago. Era una mezcla de dolor y placer, de tal intensidad y duración que yo no podía más que gritar y gritar a todo pulmón. Al amainar la sensación, vi un conglomerado inextricable de chispas y masas oscuras, rayos de luz y formas como nubes. No sabía si mis ojos se hallaban abiertos o cerrados, o dónde estaban, o dónde estaba mi cuerpo. Luego sentí la misma angustia física, aunque no tan pronunciada como la primera vez, y luego tuve la impresión de haber despertado y me hallé de pie en la roca con don Juan y don Genaro.
Don Juan dijo que yo había fallado de nuevo, que era inútil saltar si la percepción del salto iba a ser caótica. Ambos repitieron incontables veces en mis oídos que el nagual por sí solo no servía, que el tonal debía templarlo. Dijeron que yo tenía que saltar voluntariamente y tener conciencia de mi acto.
Yo titubeaba, no tanto por miedo como por renuencia. Me sentía vacilar como si mi cuerpo oscilara pendularmente de lado a lado. Entonces un ánimo extraño se apoderó de mí, y salté con toda mi corporalidad. Quise pensar al precipitarme, pero no podía. Veía como a través de la niebla los muros de la estrecha cañada y las rocas que sobresalían en el fondo. No tuve una percepción secuencial de mi descenso, sino la sensación de que me hallaba sobre el suelo en el fondo mismo; discernía cada detalle de las rocas en un breve círculo en tomo mío. Noté que mi visión no era unidireccional y estereoscópica desde el nivel de mis ojos, sino plana y hacia todo el derredor. Tras un momento fui presa del pánico, y algo me jaló hacia arriba como un yoyo.
Don Juan y don Genaro me hicieron repetir el salto una y otra vez. Después de cada salto, don Juan me instaba a ser menos reticente y desganado. Dijo, vez tras vez, que el secreto de los brujos al usar el nagual radicaba en nuestra percepción, que saltar era simplemente un ejercicio de percepción, y que terminaría sólo cuando yo hubiese logrado percibir, como perfecto tonal, lo que había en el fondo de la cañada.
En cierto momento tuve una sensación inconcebible. Me hallaba total y sobriamente consciente de estar parado en el borde de la roca, con don Juan y don Genaro susurrando en mis oírlos, y en el instante siguiente miraba el fondo de la cañada. Todo era perfectamente normal. Casi había oscurecido, pero aún quedaba suficiente luz para reconocer cada cosa como en el mundo de mi vida cotidiana. Miraba unos arbustos cuando oí un ruido súbito, una peña que caía. Instantáneamente vi una roca de buen tamaño rodar por el despeñadero hacia mí. En un destello, vi también a don Genaro arrojándola. Tuve un ataque de pánico, y un segundo después había vuelto al sitio encuna de la roca. Miré en torno; don Genaro ya no estaba allí. Don Juan se echó a reír y dijo que don Genaro se había ido por no soportar mi hediondez. Avergonzado, -me percaté de que mi estado no era para menos. Don Juan había tenido razón al hacerme dejar mis ropas. Me llevó a un arroyo y me lavó romo a un caballo, recogiendo agua en mi sombrero y lanzándomela, mientras hacía hilarantes comentarios acerca de haber salvado mis pantalones.
LA BURBUJA DELA PERCEPCIÓN
Pasé el día solo, en casa de don Genaro. Dormí la mayor parte del tiempo. Don Juan regresó al pardear la tarde y caminamos, en completo silencio, hasta una cordillera cercana. Nos detuvimos a la hora del crepúsculo y estuvimos sentados al filo de una fonda barranca hasta que casi estuvo oscuro. Entonces don Juan me llevó a otro sitio cercano, un monumental risco con un muro de roca liso y vertical. El risco no podía verse desde el sendero que conducía a él; don Juan, sin embargo, me lo había enseñado varias veces antes. Me había hecho asomar por el borde y decía que todo el risco era un sitio de poder, especialmente su base, un desfiladero muy profundo. Siempre que lo miraba, sentía un desazonante escalofrío; el desfiladero era siempre oscuro y ominoso.
Antes de que llegáramos al sitio, don Juan dijo que yo debía seguir solo y encontrarme con Pablito en el borde del risco. Me recomendó relajarme y practicar el paso de poder con el fin de eliminar mi fatiga nerviosa.
Don Juan se hizo a un lado, hacia la izquierda del camino, y la oscuridad, literalmente, se lo tragó. Quise detenerme a averiguar dónde había ido, pero mi cuerpo no obedeció. Empecé -a marchar á paso veloz, aunque me hallaba tan cansado que apenas me tenía en pie.
Al llegar al risco no vi a nadie y seguí marcando el paso de carrera, respirando profundamente. Tras un rato me relajé un poco; quedé inmóvil con la espalda contra una roca, y noté entonces la figura de un hombre a unos cuantos pasos de mí. Estaba sentado, con la cabeza oculta entre los brazos. Tuve un momento de susto intenso y me retraje, pero luego me expliqué que el hombre debía de ser Pablito, y sin titubear fui hacia él. Dije en voz alta el nombre de Pablito. Pensé que, incierto de quién era yo, se había asustado tanto que cubrió su rostro para no mirar. Pero antes de llegar a donde estaba, un miedo inexplicable me poseyó. Mi cuerpo se inmovilizó en el acto, el brazo derecho ya extendido para tocar al otro. El hombre alzó la cabeza. ¡No era Pablito! Sus ojos eran dos enormes espejos, como ojos de tigre. Mi cuerpo saltó hacia atrás; mis músculos se tensaron y luego libraron la tensión sin la menor influencia de mi voluntad, y ejecuté el salto con tanta rapidez y a tal distancia que en circunstancias normales me habría envuelto en una grandiosa especulación al respecto. En aquellos momentos, sin embargo, mi miedo desproporcionado no me permitía ninguna inclinación a ponderar, y habría salido corriendo de allí de no haber sido porque alguien aferró mi brazo con fuerza. Ese contacto me produjo un pánico total; lancé un grito… No fue el chillido que yo habría esperado, sino un largo alarido escalofriante.