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Se puso de pie.

– La tarea de mañana es lanzarte solo a lo desconocido, mientras Genaro y yo te observamos sin intervenir -dijo-. Quédate aquí sentado y suspende tu diálogo interno. Puede que reúnas el poder necesario para desplegar las alas de tu percepción y volar hacia esa infinitud.

LA PREDILECCIÓN DE LOS GUERREROS

Don Juan me despertó al rayar el alba. Me dio un guaje lleno de agua y una bolsa de carne seca. Caminamos en silencio unos tres kilómetros hasta el sitio donde yo había dejado el coche dos días antes.

– Este viaje es nuestro último viaje juntos -dijo con voz tranquila cuando llegamos al auto.

Sentí una brusca sacudida en el estómago. Supe a qué se refería.

Se reclinó contra el parachoques trasero mientras yo abría la portezuela del lado derecho, y me miró con un sentimiento que nunca antes había traslucido en sus ojos. Subimos en el coche, pero antes de que yo encendiera el motor, don Juan hizo algunas oscuras observaciones que también entendí a la perfección; dijo que teníamos unos cuantos minutos para estar sentados en el coche y tocar algunos sentimientos muy personales y punzantes.

Permanecí sentado en calma, pero mi espíritu se hallaba inquieto. Quise decirle algo a don Juan, algo que me apaciguara. Busqué en vano las palabras adecuadas, la fórmula que habría expresado aquello que yo "sabía" sin que me lo dijeran.

Don Juan habló de un niño que yo conocí una vez, y de cómo mis sentimientos hacia él no cambiarían con los años ni con la distancia. Declaró su certeza de que cada vez que yo pensaba en ese niño mi espíritu saltaba de alegría y, sin rastro de egoísmo ni mezquindad, le deseaba lo mejor.

Me recordó una historia que otrora le narré acerca del niño, una historia que le gustaba y en la que había encontrado un significado profundo. Durante una de nuestras caminatas por las montañas cercanas a Los Ángeles, el niño se cansó de caminar y yo lo llevé montado en mis hombros. Una oleada de felicidad intensa nos envolvió entonces, y el niño gritó su agradecimiento al, sol y a las montañas.

– Ésa era su manera de decirte adiós -dijo don Juan.

Sentí en la garganta el aguijón de la angustia.

– Hay muchas maneras de decir adiós -continuó-. Acaso la mejor es sostener un recuerdo especial de alegría. Por ejemplo, si vives como guerrero, el calor que sentiste cuando llevabas en hombros al niño será fresco y cortante durante todo el tiempo que vivas. Ésa es la manera en que un guerrero dice adiós.

Encendí apresuradamente el motor, y manejé más rápido que de costumbre sobre el duro terreno rocoso, hasta que llegamos a la carretera sin pavimentar.

Seguimos en coche una corta distancia y recorrimos a pie el resto del camino. Cosa de una hora después, llegamos a una arboleda. Don Genaro, Pablito y Néstor nos aguardaban, allí. Los saludé. Todos se veían felices y vigorosos. Al contemplarlos, a ellos y a don Juan, me inundó un sentimiento de profunda empatía. Don Genaro me abrazó y me dio palmadas afectuosas en la espalda. Dijo a Néstor y a Pablito que yo me había desempeñado muy bien al saltar al fondo de una cañada. Con la mano todavía en mi hombro, se dirigió a ellos en voz alta.

– Sí, señor -dijo mirándolos-. Yo soy su benefactor y sé que eso fue lo mejor que ha hecho hasta hoy. Le costó años de vivir como guerrero.

Se volvió hacia mí y puso su otra mano en mi hombro. Sus ojos relucían apaciblemente.

– No hay otro modo de decirlo, Carlitos -dijo, pronunciando despacio las palabras-. Excepto que tenías cantidades de caca en las tripas.

Con lo cual, él y don Juan aullaron de risa hasta que parecían a punto de desmayarse. Pablito y Néstor soltaron risitas nerviosas, sin saber exactamente qué hacer.

Cuando don Juan y don Genaro se hubieron calmado, Pablito me dijo que estaba inseguro de su capacidad para entrar solo en lo "desconocido".

– En realidad no tengo ni la menor idea de cómo hacerlo -dijo-. Genaro dice que uno no necesita nada más que impecabilidad. ¿Qué piensas tú?

Le contesté que yo sabia incluso menos que él. Néstor suspiró; parecía seriamente preocupado. Movía nerviosamente las manos y la boca como si estuviera a punto de decir algo importante y no hallara el modo.

– Genaro dice que a ustedes dos les va a ir bien -dijo por fin.

Don Genaro hizo un ademán para indicar que nos íbamos. Él y don Juan caminaron juntos, unos metros por delante de nosotros. Casi todo el día seguimos el mismo sendero montañés. Todos llevábamos una provisión de carne seca y un guaje de agua, y se entendía que comeríamos sobre la marcha. En cierto punto, el sendero se convirtió definitivamente en un camino. Se curvaba para rodear una ladera; de pronto, el panorama de un valle se desplegó frente a nosotros. Era un espectáculo que cortaba el aliento: un largo valle verde resplandeciente de sol; había sobre él dos magníficos arcoíris, y retazos de lluvia sobre las colinas circundantes.

Don Juan se detuvo y adelantó la barbilla para señalar a don Genaro algo que había en el valle. Don Genaro meneó la cabeza. No era un gesto afirmativo ni negativo; era más bien una especie de respingo. Ambos quedaron inmóviles largo rato, escudriñando el valle.

Dejamos el camino y tomamos lo que parecía un atajo. Empezamos a descender por una senda más estrecha y azarosa que llevaba a la parte norte del valle.

Cuando llegamos al terreno llano, mediaba la tarde. Me vi allí envuelto en el fuerte aroma de sauces acuáticos y tierra mojada. Durante un momento la lluvia fue un suave rugido verde sobre los árboles cercanos a mi izquierda; luego se convirtió en un temblor entre los juncos. Oí la carrera de un arroyo. Miré hacia la copa de los árboles; los altos cirros en el horizonte oeste parecían bolas de algodón desparramadas en el cielo. Me quedé observando las nubes el tiempo suficiente para que todos se me adelantaran un buen trecho. Corrí en pos de ellos.

Don Juan y don Genaro se detuvieron y voltearon al unísono; sus ojos se movieron y me enfocaron con tan uniforme precisión que ambos parecían una sola persona. Fue una breve mirada estupenda que me produjo escalofríos. Luego don Genaro rió y dijo que yo corría a trastazos, como un mexicano de cien kilos y pies planos.

– ¿Por qué mexicano? -preguntó don Juan.

– Un indio de cien kilos y pies planos no corre -dijo don Genaro en tono explicativo.

– Ah -dijo don Juan como si don Genaro hubiese en realidad explicado algo.

Cruzamos el estrecho valle y trepamos a las montañas del lado este. Al pardear la tarde nos detuvimos por fin en una meseta plana y yerma que miraba a un valle alto hacia el sur. La vegetación había cambiado drásticamente. En todo el derredor había montañas redondas y erosionadas. La tierra del valle y las laderas estaba parcelada y cultivada, pero aun así toda la escena me sugería esterilidad.

El sol ya declinaba sobre el horizonte del suroeste. Don Juan y don Genaro nos llamaron al borde norte de la meseta. Desde este punto, el panorama era sublime. Había interminables valles y montañas hacia el norte, y una cordillera de altas sierras hacia el oeste. El sol reflejado en las distantes montañas del norte las hacía aparecer anaranjadas, del color de los bancos de nubes hacia occidente. Pese a su belleza, el paisaje era triste y solitario.

Don Juan me dio mi libreta, pero yo no sentía deseos de tomar notas. Nos sentamos en semicírculo, con don Juan y don Genaro en los extremos.

– Escribiendo empezaste en la senda del conocimiento, y en la misma forma terminarás -dijo don Juan.

Todos me instaron a escribir, como si ello fuera esencial.

– Estás en el mero borde, Carlitos -dijo de pronto don Genaro-. Tanto tú como Pablito.

Su voz era suave. Sin su tono de chanza, sonaba bondadosa y preocupada.

– Otros guerreros que viajaban a lo desconocido se han parado en este mismo sitio -dijo-. Todos ellos desean el bien a ustedes dos.